El envés de las palabras

No es fácil aprehender el mensaje y, sin embargo, ahí está: claro, vibrante y sonoro, unívoco y rotundo:

Tin morín de dos pingués, cúcara mácara chúcara fue.

Pasamos rápidamente sobre estas palabras y, engañados por su aparente falta de sentido, no nos detenemos a entenderlas, casi apenas a escucharlas, como quien mira por encima una sopa de letras. Sin embargo, a poco que las observemos con algo de detenimiento, a poco que les prestemos una mínima atención, y si somos capaces de abstraernos de su palabridad, de mirarlas por el envés y escucharlas no con el intelecto sino con el bulbo raquídeo -como dicen que sucede con los olores- se nos revelará su innegable contenido, de valor nada despreciable.
Pero hay que intentar comprenderlas con la herramienta adecuada, o fracasaremos. Hay que dejar que ellas se apoderen del ámbito cóncavo de nuestra conciencia, previamente desalojada de prejuicios semánticos; que su ritmo natural se acople, en perfecta resonancia, a la frecuencia de vibración de nuestras moléculas, o quizá al latido de nuestro corazón; hay, por supuesto, que cerrar los ojos mientras se verbalizan. Forman un poema, una sinfonía en inequívoca rima asonante.

El primer verso expone el argumento, que no es sino una pregunta flexible, muda, poliédrica y vital:

Tin
morín
de dos
pingués

Hela aquí. Ya su esencia se ha fusionado con la nuestra, ya ha tomado posesión la conciencia, se ha apoderado de los sentidos, ha desplazado toda otra idea del pensamiento, ha dejado en suspenso la atención y en vilo el alma. La respiración se detiene y el pulso se acelera. En este momento lo ignoramos todo, tenemos la mente en blanco como recién nacidos. La cadencia sinuosa de las palabras nos hipnotiza, nos seduce, nos embruja, nos hechiza. Cualquier cosa puede suceder: la fin del mundo, una supernova, el colapso universal, la antimateria, la campanada trece de las doce, el llanto infantil de un gato en celo, el perdón de los pecados o la resurrección de los muertos.

Hacemos una breve pausa que dura un número capicúa de años y, entonces…
…entonces el segundo verso desgrana por etapas, en cascada, con claridad creciente, exponencial, hasta su final apoteósico, la conclusión y obvia respuesta:

cúcara
mácara
chúcara
fue.

¡Qué simetría maravillosa! ¡Qué cadencia! Y no podía ser de otra forma: un desenlace sencillo, predecible y elegante. Es el traquido de una falla, el derrumbe de un castillo de naipes, el inverosímil chasquido de un glaciar, el desgarrón de la nube tormentosa, el diluvio, la distensión de una estructura cristalina conduciendo inexorable hacia ese final, que es solución finita, única, de un sistema infinito de ecuaciones; un remanso de paz, el descanso de todo nuestro cuerpo en tensión, un acorde de tono mayor, la resolución de un misterio, un suspiro de alivio, la vida volviendo a fluir, la armonía espiritual, la homogeneidad entrópica, la onda que una lágrima al caer provoca sobre la linfa serena de un estanque, una oscilación amortiguada que se pierde en el futuro.

Y, después, la nada.

—————————–
Así entendido, resulta además obvio que dicho poema, anónimo y popular, sea complementario de este otro, de Machado:

Dijo Dios: “brote la nada”.
Y alzó su mano derecha
hasta ocultar su mirada.
Y quedó la nada hecha.

Acerca de The Freelander

Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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