Ya he contado, en un capítulo anterior de este relato, mi llegada a Arica, última etapa antes de cruzar la frontera con Perú. A su vez, mis primeros pasos en este país los publiqué hace ya tiempo. Así que aquí, para no repetirme, contaré sólo lo referente a mi breve estancia en Arica.
Como llegué a Arica a última hora de la tarde y quería tener tiempo para planear lo mejor posible el cruce de la frontera y mi primera estancia en Perú, pasé allí dos noches. La mañana siguiente a mi llegada, después de desayunar en el hostal, salí a dar una vuelta para conocer un poco la ciudad, curiosear un poco, hacer mi cuota diaria de ejercicio y comprar el cuaderno en el que ahora escribo, que por cierto me costó Dios y ayuda encontrar, y aun así no era lo que buscaba: tras preguntar en ocho o diez papelerías no hubo manera de dar con un simple cuadernillo grapado y con hojas rayadas: los de papel rayado tenían todos espiral (muy incómoda para escribir), y los de grapas eran de papel cuadriculado (inservible para la escritura); al final, como mal menor, lo compré grapado pero con hojas blancas.
La tarde anterior había estado leyendo que el medio más cómodo –y el más bonito– de cruzar a Chile era coger un “tren” (en realidad, un tranvía monocoche) que salva el trayecto Arica-Tacna, pues al parecer el trámite fronterizo se realiza en el propio vagón y, además, se ahorra uno la larga espera que, según me dijo el recepcionista de mi hostal, había siempre en el punto fronterizo por carretera. Pero leí también que los boletos para ese tren se agotaban rápido porque sólo tenía cuarenta plazas y no había más que un servicio diario, y sólo de lunes a viernes; así que para encontrar asiento recomendaban presentarse en taquilla lo antes posible. Cuando yo llegué, media hora después de abrirse la venta de billetes, ya habían colgado el letrero de “No quedan boletos para hoy ni para mañana”. No tendría más remedio, pues, que ir en autobús. Había quien cruzaba la frontera en colectivo, pero me pareció que esto no ofrecía ninguna ventaja, pues, sobre ser más caro, tenía el inconveniente añadido de que, llegados al control migratorio, los colectivos hacen cola igual que el resto de turismos, mientras que los autobuses gozan de cierta prioridad. Me acerqué, pues, hasta la terminal para preguntar los horarios y me informaron de que salía un microbus cada poco tiempo, “a demanda”: bus que se llena de pasajeros, bus que se pone en marcha. El primero de la mañana salía a las seis. También me dijeron que, aunque el viaje hasta Tacna dura sólo una hora, el paso fronterizo, entre las largas colas y los correspondientes trámites oficiales, solía demorar otras dos horas; y que para tener cierta garantía de tardar poco era conveniente coger el primer minibús del día.
Estuve dándole varias vueltas, durante el resto de la mañana, a la idea de pegarme el madrugón, pero finalmente la deseché porque la ventaja de ahorrarme una larga espera en la frontera no me compensaba los inconvenientes: levantarme a las 5 de la madrugada significaba a) no dormir apenas esa noche, b) desperdiciar el desayuno incluido en el precio de mi habitación, c) tener que coger un taxi hasta la terminal (pues a esa hora aún no circulan colectivos) y d) llegar a Tacna antes de las 7 de la mañana (Perú tiene una hora menos que Chile), lo cual implicaba vagabundear por las calles durante cinco horas, equipaje al hombro, hasta que pudiese ocupar la habitación del hostal que tenía reservado. Así que decidí emprender esa jornada “sin prisa pero sin pausa”: levantarme a una hora prudente, disfrutar el desayuno, coger un colectivo a la terminal y subirme al primer bus que saliese. Llegaría a la hora que fuera, pero no sería después de media mañana. Y por una vez acerté.
Despachado que hube esas gestiones, me entretuve paseando a lo largo de una hilera de puestecillos de pescadores que hay en el paseo marítimo de Arica y en los que, entre otras cosas, por poco dinero te venden pequeños táperes de marisco o pescado fresco, troceado, marinado y lilsto para comer. En dos puestos diferentes me tomé uno de ceviche y otro de erizo, el segundo más rico que el primero. Tenía buen ambientillo aquel pequeño mercado callejero, muy concurrido, donde los ariqueños compran productos del mar supuestamente recién capturados. Después pateé a conciencia casi todas las callejuelas del centro, muy animadas y abundantes en comercio: tiendas, restaurantes, puestos, pulperías, mercados… Y cuando me cansé de caminar di mi jornada turística por concluida. Para la “cena” me permití la golimbrada –como dicen en mi tierra- de comprar leche y un paquete de galletas para tomármelos en el hostal; y mientras tal hacía, sentado a una de las mesas del comedorcillo, reparé en otro de esos letreritos a que tan aficionados eran los propietarios del Jardín de Luz, muy colorido e historiado, en que la dirección decía ufanarse por su respeto al silencio y el descanso de sus huéspedes y “solicitaba la colaboración” del todos a tal fin, moderando el volumen de la voz y de los televisores y acatando el toque de queda a las 11:00 pm; encomiable voluntad que podría pasar por sincera si no fuese porque una dirección con tan buenas intenciones lo primero que haría es instalar puertas y ventanas que opongan un mínimo obstáculo al sonido, eliminar las celosías de obra en los tabiques de las habitaciones, no imponer el hilo musical a sus clientes y no ubicar el comedor inmediatamente a los cuartos.
Ya por la noche, para mi sorpresa, el recepcionista malaje me alabó mi decisión de no madrugar para ir a Perú, e incluso se quedó un rato charlando conmigo, o mejor dicho hablándome, pues era de esas personas que no saben escuchar. Un tipo escéptico que se las daba de medio filósofo e incluso un poco de cínico, pero que me aportó algunos datos intersantes sobre la política y la historia de Chile, temas sobre los que parecía más o menos enterado, un listo al estilo de los bonaerenses. Por ejemplo, me dijo que la tribu de desharrapados que habían compartido viaje conmigo desde Iquique eran con toda probabilidad venezolanos y de otras naciones “latinas” de más al norte, inmigrantes ilegales que, atraídos al parecer por la fama que tiene Chile de ser el país más rico de América del Sur, se colaban constante e inevitablemente por cualquier punto de la inacabable y no vigilada frontera estatal. “Antes –me contó– la inmigración venezolana daba gusto: gente educada, con cultura y estudios, trabajadora; pero ahora es un asco.” No sé a qué realidad me recuerda eso. También me habló sobre la vieja rivalidad entre los pinochistas y los anti-dictadura, que aunque ahora sólo los supervivientes –ya mayores– de aquella generación podían recordar haberla vivido, seguía siendo utilizada por los actuales gobiernos para mantener dividida a la población chilena. Tampoco sé de qué me suena esto. Está claro que la casta política es igual en todas partes, aunque no sé si habrá sido igual a lo largo de toda la historia; o a lo mejor es que los poderes supranacionales que de facto lo gobiernan todo hoy en día utilizan, allá donde les resulta viable, las mismas estrategias de división y debilitamiento de las sociedades. Cinco años hacía –me dijo el malaje– que llevaban los políticos de Chile liados con la redacción de una Constitución nueva que el pueblo chileno, sin embargo, no ha pedido en ningún momento; y a cuenta de esa polémica no hacen sino aumentar las desavenencias y las disensiones entre los ciudadanos en tanto que aquéllos se suben el sueldo y menoscaban la soberanía nacional, la independencia del poder judicial y la influencia del pueblo llano en la vida política y el gobierno del país. Pero yo, por mucho que lo intento, no consigo recordar dónde he visto ya todas estas cosas: sembrar la disputa, deteriorar las instituciones y la calidad democrática, idiotizar a la sociedad… ¿Será un dejá-vu?