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De entre las varias formas cómodas de viajar a Varsovia desde L’viv, ninguna de ellas es rápida ni económica.
Este es el problema con los romeros de alpargata: nos metemos en la aventura a la fuerza, no porque nos guste sino porque el presupuesto no nos da para otra cosa. Cuando se lleva un buen fajo en el bolsillo y algunas tarjetas de crédito respaldadas por sólidas cuentas bancarias que se reponen con alegría cada fin de mes, es fácil meterse a aventurero, estando cierto de que, si las cosas se ponen muy oscuras, en última instancia no hay más que tirar de billetes para que la mayor parte de las veces todo se solucione más o menos a satisfacción. De hecho, y forzando un poquillo los conceptos, desde este punto de vista la aventura podría considerarse casi como una actividad de lujo, un privilegio de acomodados; y tanto más aventureros nos podremos permitir ser (sin que esto quiera decir que necesariamente lo seamos) cuanto más abultado nuestro patrimonio disponible.
Y no se trata aquí de quitarle mérito a quien pudiendo quedarse apoltronado con indolencia en el sillón de su casa decide en cambio liar el petate y largarse en busca de andanzas a lugares más o menos arriesgados o remotos, exponiéndose a peripecias que, por mucha plata que lleve, no siempre tienen por qué acabar bien. Pero, sin duda, el enfoque con el que se aborda una empresa viajera es muy diferente cuando se tienen las espaldas bien cubiertas por una economía saludable y saneada que cuando andamos con los céntimos contados. El viajero acaudalado no sólo es más libre de aventurarse a contingencias varias, sino que además puede afrontarlas con un talante más temerario o, cuando menos, osado. Los vagabundos de sandalia, sin embargo, no tenemos muchas opciones; debemos ir por la vida midiendo con cautela nuestros pasos y gastos, careciendo con frecuencia del margen necesario para optar entre distintas alternativas.
Por eso entre las posibilidades de transporte yo escogí la más barata, que podía resultar también -salvo el avión- la más rápida si no se me presentaban mayores contratiempos.
Consistía esta alternativa en viajar en marshrutka desde L’viv hasta Shegyni, ya cerca de la frontera; luego cruzar ésta a pie, coger en el lado polaco un minibus al cercano Przemyśl y tomar allí el único tren directo a Varsovia. Si lo perdía, tendría que viajar dando un lento, incómodo y oneroso rodeo por Cracovia; así que era esencial llegar a tiempo para ese tren.
Por esta razón, la mañana de mi partida salí del albergue a eso de las nueve, con un margen de horas que estimé suficiente. Los marshrutkas salían de la estación del ferrocarril, así que hacia allí me encaminé, mochila a la espalda. Apenas llevaba moneda ucranianaencima, pues la noche anterior una dulce lagarta se había bebido, dejándose invitar con sonriente descaro, las pocas hrivnasque tenía yo reservadas para mis últimos gastos; de modo que al llegar a la estación tuve que cambiar, a una tasa tan abusiva que me dejó malhumorado, lo mínimo indispensable para llegar hasta Polonia.
No bien tuve los ajados billetes en el bolsillo, salí a la esplanada frente al edificio de la estación y, cuando me dirigía a la parada del mashrutka, de repente noté unos fuertes y dolorosos pinchazos en la canilla que me estorbaban el movimiento, como si hubiese metido el pie en un cepo dentado: Era un perro, que había hecho presa de mi pierna por encima del tobillo. Impedido como estaba por el peso y el bulto de la mochila, no pude sino desprenderme de sus mandíbulas de un tirón. El animal se alejó unos metros y yo sentí el impulso de apuñalarlo; pero ni tenía con qué, ni había a mi alrededor una maldita piedra que arrojarle en revancha, así que me conformé con la derrota. Algunos transeúntes alrededor miraban con expresión curiosa pero sin mostrar mucho asombro: sin duda no era una escena nueva para ellos. Por suerte no parecía rabioso; y al morder había apresado el calcetín y el pantalón, de modo que sólo me hizo unos rasguños que, no obstante, me tuvieron unos días receloso.
Mientras esperaba en la parada la salida del autobusillo entablé conversación con una señora que, junto a una gran maleta, se dirigía también a la frontera. Era la mujer una ucraniana que regresaba a Cracovia, donde llevaba trabajando de limpiadora muchos años; circunstancia por la que hablaba polaco con total fluidez y gracias a la cual podíamos entendernos. Me cayó simpática y yo debí parecérselo a ella también, de modo que poco a poco fuimos estableciendo tácitamente una sociedad que subsistió mientras nuestros caminos discurrieron paralelos: yo la ayudaba con la maleta y ella me servía de traductora y guía.
Cuando llegó el mashrutka lo abordamos, dejamos el gran maletón junto al conductor y tomamos asiento. Fuimos afortunados por cogerlo en su parada terminal, porque enseguida se llenó de gente y muy pronto estuvieron todos los asientos ocupados, teniendo el resto de viajeros que ir de pie; más y más apretujados en cada nueva parada hasta parecer, literalmente, sardinas en una lata. Durante un buen tramo del largo trayecto iba tan lleno que apenas podían subirse nuevos pasajeros. La mayoría de ellos hacían sólo un recorrido parcial, entre pueblos, pero en general entraban más de los que salían, e iban tan apretados que resultaban dignos de compasión. Sólo al final, durante el último cuarto de hora, los desdichados que no tenían asiento disfrutaron de alguna holgura.
Dos horas tardamos en llegar hasta Shegyni.
Nada más apearnos del mashrutka nos asaltaron los “agentes”, una horda de mafiosillos que se dedican a cobrarte una comisión a cambio de gestionarte un paso rápido de la frontera. Gracias a mi guía, que los despidió con un gesto de desdén, no me vi cautivo de sus tramposas palabras. La mujer sabía dónde dirigirse y yo la seguí con lealtad canina. A lo largo de una larga valla discurría un senderito encementado que conducía a las oficinas de la autoridad fronteriza ucraniana. Allí nos pusimos a la cola de la única ventanilla para el despacho de viajeros, donde no nos demoramos más de diez o quince minutos, a pesar de que cuando me llegó el turno la funcionaria se entretuvo con mi pasaporte el triple de lo que tardaba en despachar a sus compatriotas o a los polacos. Se conoce que o bien los pasaportes de la UE requerían un examen más concienzudo, o bien la tentación de conseguir una mordida dilataba el trámite durante irresistibles minutos. Por fin me dejó pasar, y luego le tocó el turno a mi compañera, a quien apenas tuve que espear durante un momento.
Estábamos ya en tierra de nadie. Ahora sólo quedaba pasar la frontera polaca. Pero, como el viaje hasta Shegyni había sido considerablemente más largo de lo que me habían dicho, una buena parte del margen con que salí de L’viv se había consumido ya. No me sobraba demasiado tiempo si quería coger aquel tren.
Pero mientras nos dirigíamos hacia el edificio fronterizo mis esperanzas sufrieron un duro golpe: junto a la valla que separaba ambos territorios había uno o dos centenares de personas agolpadas, esperando sin orden ni concierto a ser admitidas a las oficinas a través de un sistema de cancelas parecido a los que se usan en las explotaciones agropecuarias para clasificar, tratar o embarcar al ganado. No había cola; aquello funcionaba “al bulto”. La mayor parte eran mujeres mayores, ucranianas que esperaban ser admitidas a Polonia para conseguirse algún trabajo como chachas, o bien contrabandistas que intentaban pasar su pacotilla diaria de vodka y tabaco al otro lado.
En cuanto llegamos a la retaguardia del grupo me preparé mentalmente para perder el tren, pues si en el mejor de los casos no nos llegaría el turno hasta dos o tres horas más tarde, yo empezaba ya a andar apurado incluso aunque nos admitieran enseguida.
Sin embargo, en consonancia con esa especie de mansedumbre del pueblo ucraniano que ya me había parecido advertir durante las dos semanas anteriores, este tropel de emigrantes no resultaba ansioso, no se enzarzaban en enconados forcejeos por conseguir un lugar más avanzado en la masa ni la emprendían a gritos con quienes pretendían, con más o menos justificación o caradura, obtener alguna ventaja. Y de esta relativa candidez supo aprovecharse mi despabilada compañera y, de rebote, yo también. Alegando que este pobre viajero español, solitario y desvalido, perdería su único tren a Varsovia si no pasaba pronto, consiguió la instantánea aquiescencia de varias personas para saltarnos la difusa cola; si bien no faltaron las protestas -no muy enérgicas, cierto- de quienes preguntaban si yo tenía el billete ya comprado. Al parecer, dentro de las leyes no escritas de ese paso fronterizo, entre los emigrantes se había establecido la costumbre de dejar pasar a quien, invocando premura de horario, ostentara un billete de tren válido.
No, yo no lo tenía. Entonces alguien sugirió que decidiera sobre el asunto el suboficial polaco al cargo de la puerta, aunque para esto era necesario puentear primero a la dócil muchedumbre. Y así, entre que las más piadosas se habían ya hecho a un lado indicándonos que pasáramos, y que las más díscolas no opusieron ninguna resistencia activa para impedírnoslo, poco a poco nos fuimos abriendo camino hasta la verja; de modo que, como quien no quiere la cosa, nos quitamos de en medio a más de la mitad de la gente.
Al otro lado de los barrotes había un simpático soldado polaco que, de puro milagro, hablaba inglés y a quien, sin el menor convencimiento, expuse mi caso: “Varsovia… el único tren directo… poco dinero… usted me comprende…” El hombre me preguntó lo mismo que las mujeres más atrás: si tenía billete; y al contestarle que no, replicó sin desagrado que todos los que allí esperaban tenían la intención de coger algún tren, de ir a alguna parte, y que no había razón que justificara un trato privilegiado. Sobre lo cual estaba en lo cierto, por supuesto. No obstante, como al fin y al cabo lo que sucediese a este lado de la valla no era su guerra, no puso ninguna objeción a que, ya que habíamos avanzado hasta allí, allí nos quedásemos e intentáramos pasar con el siguiente grupo de admitidos. El sistema de entrada era bien sencillo y se basaba en la secular costumbre del rempujón: el soldado descorría el cerrojo de la cancela y el ganado humano se precipitaba hacia territorio polaco a fuerza de codos (aquí, en esta angostura, se comprende que la docilidad ucraniana cediese ante las poderosas leyes de la dinámica de fluidos) hasta que hubiesen pasado suficientes cabezas, aproximadamente unas treinta en cada partida, cerrándose entonces la puerta.
Así, cuando llegó el momento, nos dispusimos a pasar con el nuevo grupo; nos hallábamos bien situados junto a la cancela, así que la cosa estaba ya prácticamente hecha, sin necesidad de empujar a nadie. Cuando se descorrió el cerrojo, empezó a entrar gente a toda prisa pero, para mi sorpresa, la mujer que iba delante mía se quedó como estancada, sujeta a la valla firmemente. ¿A qué esperaba? Yo, que había para entonces recobrado alguna esperanza de coger mi tren, vi con cierto enojo que no podía hacer mucho: a mi izquierda, la valla me impedía avanzar; frente a mí, la mujer me bloqueaba el paso y a mi derecha el caudal humano me cerraba el camino. Pasaban los segundos veloces. Vi cómo mi compañera de viaje, a sólo medio metro de distancia, avanzaba sin dificultad con la corriente humana mientras yo seguía allí retenido por aquella pasmada que me precedía, sin comprender qué le pasaba pero también sin querer empujar, confiando aún en que al final entraríamos ambos. Por último se decidió, soltó el barrote y se precipitó adentro. ¡Menos mal! Pero justo en ese momento el soldado cerraba la puerta y yo me quedé fuera por un segundo, agarrando la cancela con ambas manos, el primero para la siguiente partida… que no entraría sin embargo hasta veinte minutos más tarde, según me informó el polaco; los veinte minutos decisivos que me separaban del tren directo a Varsovia.
La verdad, no supe por qué aquella mujer me había bloqueado el paso. Parecía como si lo hubiese hecho adrede, reteniéndonos a ambos y avanzando en el instante preciso que le permitiese pasar y dejarme a mí tras la valla; como si fuera su particular revancha, en nombre de los pueblos ucraniano y polaco allí congregados, por haberme saltado todo el grueso del tropel. Pero prefiero suponer que no, que se trataba de simple atolondramiento.
Lamenté, también, el perder de vista a mi guía; pero, para mi sorpresa, ésta me esperó con fidelidad al lado polaco de la valla, fuera de las oficinas, mientras el resto de los que habían compuesto la partida entraban para el despacho aduanero. Quizá, después de todo, estimaba mi ayuda con la maleta más que los veinte minutos que habría de perder; o quizá se sintió unida a mí por cierto compañerismo.
Cuando, un rato más tarde, se abrió de nuevo la cancela para el siguiente grupo, ya no tenía yo ninguna prisa. Una vez dentro de las oficinas, el trámite fue relativamente ágil: primero comprobaron nuestros equipajes, por si llevábamos contrabando, y luego nuestros pasaportes.
A pesar de que mi visita a Ucrania había sido fecunda, cuando por fin me vi en Polonia sentí la alegría, o el alivio, de quien consigue huir a un país neutral en mitad de una guerra. ¡Quién me iba a decir a mí, sólo unos meses atrás, que Polonia llegaría a parecerme un lugar civilizado! A pesar del tiempo perdido, ambos estábamos muy bien humorados y nos felicitamos mutuamente.
No lejos de las oficinas, junto algunas taquillas de cambio de moneda, unas tiendas de alimentación y algunos kioskos de zapiekanka y café que constituyen la miserable villa fronteriza de Medyka, esperaban los minibuses que iban a Przemyśl, a eso de quince kilómetros hacia el interior. Este último tramo del viaje lo hicimos sin mayores contratiempos, y media hora más tarde estábamos ya en la estación del ferrocarril. Acompañé a mi benefactora hasta las taquillas para comprar su billete a Cracovia y luego hasta el tren, donde la ayudé a subir la maleta y acomodarse en el compartimento. Nos despedimos entre parabienes y abrazos.
Yo tuve aún tiempo para descambiar las pocas hrivnas que me habían sobrado e incluso para meterme entre pecho y espalda mi primera comida de aquel día, una deliciosa y nutritiva sopa de callos, flaki wołowy, especialidad polaca que había aprendido a apreciar en mis primeras semanas de vida en ese país, más de dos años atrás. Después regresé a la estación, compré mi propio billete y me subí al tren directo que, siete horas más tarde, me dejaría sano y salvo en la estación central de Varsovia.
Si algún lector se pregunta cómo es que, pese a todo, pude cogerlo, la respuesta es sencilla: en mis cálculos horarios de la víspera para decidir a qué hora debía salir del albergue, había olvidado incluir la diferencia de una hora local entre Ucrania y Polonia. Fue esta diferencia, estos sesenta minutos que me regalaron los cielos, la que me permitió llegar a tiempo para subirme al famoso tren.
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