Encuentros en la segunda fase

El hombre me cayó bien al primer golpe de vista. Era un tipo alto y un poco desgarbado, de facciones más bien toscas -como si fuera un rostro inacabado por el escultor- y poco usuales, que sugerían un sólido pero mudo carácter. Lo había conocido en un restaurante. De hecho, era el cocinero y, aunque parco en palabras, entabló conmigo una lenta pero sentida conversación a cuento de no recuerdo qué. Por lo poco que pude bucear en su personalidad durante aquel encuentro, me pareció, sobre todo, un ser humano decente.

No debía el hombre de tener mucho trabajo a esa hora, porque, acabado que hube mi cena, me dijo de salir un momento a la calle para seguir conversando mientras se fumaba un pitillo. Nada más franquear la puerta, durante un breve instante, creí haberlo perdido de vista como si se lo hubiese tragado la tierra; pero no: allí estaba, sin hacerle apenas caso al pitillo, mirando hacia el gris y húmedo adoquinado mojado por la reciente lluvia, o hacia el inconfundible azul del cielo septentrional sobre los bajos tejados de las casas vecinas. Era la suya una compañía agradable y cercana, una compañía que yo habría podido disfrutar más de no ser por aquel ruido, aquel enojoso e insistente ruido que parecía manar desde dentro de mi cabeza y sonaba con creciente fuerza… ¡Oh, ese endiablado ruido!

Era el despertador. Abrí los ojos a una desconocida habitación de hotel, a través de cuya ventana -con las gruesas cortinas echadas- se insinuaba la luz de un nuevo día. Y en la transitoria duermevela sentí de pronto una gran pena por ese hombre, ese ser humano decente a quien había dejado con la palabra en la boca, sin decirle adiós siquiera. Me pareció una ingratitud. Me dolía que pudiese pensar que era yo un frívolo y que había aceptado su amistad (pues aquello había sido una amistad) en vano. Apagué el despertador y, refugiándome bajo las sábanas -allí donde se gestan e incuban los sueños-, deseé con todas mis fuerzas volver a ése del que había salido, aunque sólo fuera el tiempo bastante despedirme del hombre.

¡Y volví! (¡Oh, Morfeo, qué agradecido te estoy! Generoso has sido siempre conmigo.) Allí estaba él aún, a la puerta del restaurante, apurando su cigarrillo y ajeno a mi breve ausencia, como si no la hubera advertido. O tal vez sólo lo fingía. ¿Acaso me esperaba? Le dije: “perdona, ahora tengo que irme; no podría explicarte por qué; no lo entenderías. Me voy para no volver, pero quiero que sepas que considero afortunado, y honrado, por haberte conocido”. Supe que apenas me quedaban unos segundos en su compañía, porque otra vida extraña, inaprensible pero ineludible, inminente, me esperaba ahí fuera. Aproveché entonces para tenderle la mano, y mientras mantuvimos el apretón, desvaneciéndome yo ya en el aire frente a sus mismos ojos como el maestro cuyas huellas se pierden en la niebla, el hombre me sonreía en silencio con una mirada de comprensión.

Y eso fue todo.

De regreso en mi cama del hotel, en tanto las telarañas del sueño no me liberaban del todo, pensé que tal vez él también, cuando lo había perdido de vista ese fugaz segundo al salir del restaurante, que acaso él también había despertado a su propia realidad y que había él también, como yo, regresado un momento para despedirse de mí.

Sí, sin duda fue eso lo que ocurrió.

Y entonces todo estuvo claro.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Encuentros en la segunda fase

  1. Crisaldama dijo:

    Hummm, inquietante!…Yo diría casi la tercera…

  2. Anónimo dijo:

    Sí, pero no quise plagiar totalmente el título de la película.

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