Cuando, durante mi primera juventud, impulsado por un arrollador anhelo interior (el análisis de cuyo origen dejaré para otra ocasión), más fuerte que cualquier otra ambición o deseo que pudiera concebir, proyectaba meticulosamente lo que habría de ser mi futura vida lejos, muy lejos del mundanal ruido, las sociedades urbanas y -casi también- las humanas; cuando con tesón e inventiva (dignos de encomio y -la verdad sea dicha- también de mejor fin) planificaba cada detalle de una existencia nómada y solitaria en plena naturaleza, como los tramperos de otros tiempos y otras tierras, como algunos aventureros de aquello que se llamó “la frontera” durante la colonización hacia el oeste del continente norteamericano; cuando, en fin, trataba de dar solución a cada una de las posibles cuestiones prácticas (y, de hecho, las resolvía, al menos en su aspecto teórico) que semejante tipo de vida me iba a plantear, había no obstante un detalle que me dio muchos quebraderos de cabeza y me tuvo atribulado durante todos los años (¿cuántos fueron?: ¿tres, cuatro?; es difícil, pasadas las décadas, calcular, sin otra referencia, el tiempo que pudieron ocupar ciertas etapas anteriores en nuestra vida) que mantuve aquel proyecto, aquella ilusión, tal vez fantasía; y dicho obstáculo, problema irresoluble que de hecho lo fue, porque desgraciadamente crecí, maduré y el torrente de la vida me arrolló por sus cauces inapelables hacia destinos muy, muy distintos del que yo había imaginado, pereciendo por el camino, de muerte natural, aquellos planes antes de que yo hubiera podido encontrarle solución, era el siguiente: ¿cómo el cazador-recolector que yo proyectaba ser iba a ingeniárselas para cortarse las uñas cuando tocase?
Veo aparecer una sonrisa burlona en tus labios, lector; pero no te rías, porque la cuestión es de un gran calado ético, práctico y, sobre todo, estético. Todas las demás necesidades del trampero en que me proponía convertirme estaban bien pensadas y resueltas: mis ropas serían de cuero, tejidas con las pieles que yo mismo curtiría de los animales que yo mismo mataría; y a este respecto me había documentado bien sobre las técnicas del curtido, encontrándolas factibles incluso sólo con herramientas y sustancias naturales o artesanales. Mi alimento, huelga decirlo, sería en primer lugar la caza que pudiera procurarme, complementada con las plantas que el campo me proporcionase. Mi arma, por supuesto, sería un rifle de avancarga, el tipo más en consonancia con la vida que yo ideaba, el más “auténtico”, que además ofrecía la ventaja de no precisar dinero para comprar munición, pues podía manufacturarla o procurármela yo mismo: balas de plomo, tacos, un cuerno de pólvora… Se trataba de acercarse en lo posible a la autosuficiencia cinegética. Tampoco despreciaba la idea, también estudiada, de usar arco y flechas, para lo cual me documenté igualmente y lo hallé factible. Mi cama serían lechos de ramas y hojas, ya probados durante alguna noche a la intemperie en mis juveniles excursiones por el campo, y mi techo serían las estrellas del firmamento, que nada más hermoso dio Dios al hombre cuando lo creó. El fuego para calentarme y cocinar lo encendería con ayuda del eslabón y el pedernal, de modo que ni siquiera cerillas precisaba. Me lavaría en los arroyos o manantiales con jabón artesano como el que hacía mi abuela con grasa y sosa cáustica; mi pelo crecería largo y salvaje, lo cual, además de no presentar ningún problema, ofrecía la ventaja de desquitarme por las frecuentes visitas al peluquero a que me obligaba mi padre; me dejaría barba o me afeitaría con navaja de barbero, una que por aquellos tiempos me había procurado ya y que había aprendido a manejar de mi abuelo; mi territorio de acción sería el monte libre, y necesitaría menos papeles que una liebre: si era posible, en España, esquivando con astucia a guardabosques y gendarmes varios; si no, en Canadá, el país de los vastos territorios y las montañas inexploradas, donde aún había tramperos y, total, uno más no les iba a importar a las autoridades (y -la verdad- creo que esto, por la época en que yo hacía tan disparatados planes, aún no era del todo imposible).
Lo tenía todo, como se ve, previsto hasta en los menores detalles; pero, ¡amigo mío!, ¿cómo un hombre que lleva esa vida, que ha decidido volver al siglo diecinueve, hace para cortarse las uñas sin servirse de artificios modernos como el cortauñas o las tijeras? ¿Cómo hacían los antiguos? Por mucho que leí, no conseguí averiguarlo. ¿Cómo solucionaba Lewis Wetzel, el cazador de la frontera de las novelas de Zane Grey, ese aspecto práctico e ineludible de su vida en los bosques? Y un siglo y medio después, ¿cómo lo solucionaba Jeremiah Johnson? Es curioso (aunque no deba sorprender en un chaval de aquella edad) que, mientras que la idea de ir dando brincos por Sierra Morena vestido con mocasines, pantalones de cuero, chaleco de flecos y gorro de castor, con un rifle de avancarga al hombro y un cuerno de pólvora a la cintura, no disparaba la menor alerta en mi sentido común, ya que tal era la imagen que tenía yo de un trampero comme-il-faut, en cambio el solo pensamiento de tener que añadir un cortauñas a mi equipo, como un ‘citidano’ cualquiera, me parecía ridículo y, además de constituir una traición a mis principios ecológicos, me causaba un bochorno íntimo inaceptable.
Ya he adelantado cómo acabó esta historia: a medida que fui madurando, el problema fue desvaneciéndose poco a poco hasta que, al asumir finalmente -no sin un hondo e indeleble sentimiento de frustración, cuyas secuelas psicológicas (y tal vez hasta sociales) aún arrastro- que jamás llevaría a cabo esos proyectos, desapareció por sí solo sin haber llegado yo a resolverlo. De hecho -y me avergüenza el confesarlo- ese obstáculo del cortauñas me sirvió durante largo tiempo como excusa para no acometer mi proyecto sin más dilación, pues ninguna otra circunstancia me lo impedía (o, al menos, eso pensaba, creyendo inegnuamente que un chaval puede desaparecer de su casa un buen día sin que nadie lance a la Guardia Civil en su busca). No puedo decir que esta argucia mental me engañase durante muchos años, pues no tardó el subconsciente en susurrarme al oído que lo del cortauñas, más que obstáculo, se había convertido en disculpa, y que la verdadera razón por la que no me lanzaba a aquella vida ideal era, pura y llanamente, una falta de arrojo y determinación; pero sí que me sirvió de apoyo para, posponiendo siempre, de un modo u otro, el análisis a fondo de la cuestión, mantener a mi sentido crítico adormecido durante el tiempo necesario hasta que otras disculpas mucho más poderosas y realistas tomaron el relevo. Excusas -todo sea dicho- que, no obstante, jamás lograron procurarme la suficiente paz interior, y aún es el día en que me reprocho a mí mismo aquella falta de valor.
Por un clavo se perdió una herradura, por una herradura se perdió un caballo, por un caballo se perdió una batalla, etc. . . Y por un cortauñas se perdió un aventurero.
Se diría que la ausencia de tan necesaria herramienta condujo a un crecimiento desmesurado de tus uñas de los pies, la cual, a la postre, te dejó hincado en el asfalto madrileño
Gran pérdida.
Más que (o aparte de) la búsqueda de una excusa (que, en fin, tampoco podemos echarle en cara a este joven la falta de valor “medio”, si acaso de falta de valor extraordinario con riesgo de la propia vida que hace falta para obtener la medalla laureada), detrás de esta anécdota planea el dilema entre el todo y la nada: o encuentro un sistema “auténtico” para cortarme las uñas o no voy, porque ir con unas tijeritas o un cortauñas no es de recibo
Sí, es una forma de verlo.
Joder, pues haber hecho lo que yo llevo haciendo toda la vida: comerme las uñas. Y si también te hubieses comido las de los pies habrías ganado elasticidad, que a un trampero tampoco le viene mal. Dicho esto, te recomiendo una película, “ENTRE LOBOS”, de Gerardo Olivares
Esa solución, ya ves, no se me ocurrió. ¡A lo mejor es lo que hacían los auténticos tramperos! :-)
Tomo nota de esa película, gracias.