26 de junio. Diego de Almagro.
Miro por la ventana del restaurante cómo la brisa mece las hojas de las plantas que, colgadas del pórtico en tiestos, sombrean la terraza, y más allá mueve también el ralo foliaje de los macilentos arbolillos que ornan el polvoroso bulevar al otro lado de la calle, transitada por algunos vehículos que circulan despacio, como si no fueran en realidad a parte alguna. Quizá tengan las gentes de aquí su propio Yukon time, esa noción del tiempo a la que no afectan las premuras o urgencias de la vida moderna. El sol del mediodía, en un cielo sin asomo de nubes, proyecta las sombras un semirrecto hacia el sur. Sobre mi mesa, una jarra de Austral Calafate fesca y amarga como es debido: con esta temperatura y sequedad no me apetece otra bebida. El equipo de sonido del local emite –a poco volumen, gracias a Dios– no sé qué música pachanguera con deje sudaca.
Estoy en Diego de Almagro, Atacama, a donde he llegado esta mañana –gracias a un golpe de suerte– procedente de Copiapó. Y digo que ha sido suerte porque compré ayer el billete online y, al presentarme hoy en la terminal de buses, resultó que me había equivocado de fecha y lo había cogido para mañana. Menos mal que quedaban varios asientos libres y pude comprarle otro pasaje directamente al conductor. Era un asiento más caro, pero me salió a menor precio; y es que –como no sé si he dicho ya– aquí en Chile, en los autobuses de larga distancia, Sigue leyendo