De Montreal a Santiago de Chile. Vuelos y cambio de divisa.

Copiapó, Chile, a 22 de junio de 2023

Estoy sentado a una mesa del restaurante El encuentro familiar, recomendado por mi posadera y, además, con buena puntuación en el sabelotodo de los mapas universales (Gúguel Maps), que por otra parte informa de unos precios por encima de la media (lo cual, mirando la carta, parece más que verosímil). A lo mejor por eso soy, en este momento, el único cliente: en comparación, el comedor más caro de mi pueblo pasaría por barato… y además por dar excelente servicio, pues acaba de decirme la camarera del Encuentro que no puedo pedir la carne muy poco hecha porque ése no es ninguno de los puntos a los que ellos la asan. Mal empezamos, jovencita. No obstante, a base de insistir he conseguido que me haga caso, y en cocina me han preparado el filete como lo quería. Delicioso, a decir verdad. Voy viendo que en Chile puede encontarse carne de vacuno de lo mejorcito, supongo que importada de Argentina.

Pero ¿qué accidentados pasos me han traído hasta este lugar?

El vuelo hasta Santiago de Chile

Empecé esta etapa del viaje volando a Montreal, donde pasé tres días visitando a un entrañable amigo con el que nunca me canso de hablar. Después, desde esa ciudad tomé el vuelo a Santiago, con escala en Nueva York y fletado por Latam, que es -al parecer- el equivalente chileno a Iberia. El primer tramo, operado por Delta, fue harto incómodo, pues nos enlataron en un avión bastante pequeño y viejo (así ocurren luego los accidentes) y me tocó un asiento junto al ruidosísimo motor, lo cual, pese a mis tapones en los oídos, a poco me levanta dolor de cabeza. El silbido de las turbinas era ensordecedor y duró todo el rato que estuvieron encendidas, o sea desde que se cerraron las escotillas hasta que, ya en destino, se apagaron las señales del cinturón de seguridad. Menos mal que ese trayecto sólo duró un par de horas.

Iba yo con un poco de aprehensión por si, al hacer la escala en EE.UU., el tiempo de la conexión (dos horas muy escasitas) no fuera a ser suficiente, teniendo en cuenta que debía pasar el control inmigración, el de seguridad, pasar luego emigración, perderme por algún pasillo, etc.; pero mis temores resultaron infundados: Usa y Canadá tienen montado un sistema de cooperación migratoria de tal modo que, al tomar un vuelo en Montreal hacia la ciudad de los rascacielos, cuando se accede a la puerta de embarque se despacha ahí mismo la inmigración estadounidense (que yo había tomado por un control de salida). Así que al llegar a Nueva York ya tenía evacuado ese trámite y lo único que hube de hacer fue caminar tranquilamente desde la puerta de llegada del primer vuelo a la de salida del segundo. Después de todo, me sobró tiempo.

Puede decirse que mi primer contacto con Chile (bastante engañoso, como se verá) fue la aeronave de Latam que me llevó hasta Santiago: al acceder a la cabina me pareció, sobre todo en comparación con el mínimo fuselaje del avión de Delta, que entraba en una catedral. Se trataba de un aparato gigantesco, de 6 ó 7 metros de manga y 2’5 de altura en cabina, con tres filas triples de asientos relativamente cómodos. El personal de vuelo era de lo más agradable, la selección de películas aceptable y el catering excelente: de entre las tres opciones del menú no dudé en pedir carne, y me sirvieron un pequeño filete de primera calidad guarnecido con patatas de verdad (no de ésas congeladas), que estaban para chuparse los dedos. Tuve, además, la suerte de disfrutar de cierto desahogo en el asiento, pues el contiguo iba vacío. La única nota negativa la puso un lactante, apenas a tres filas de la mía, que se pasó muy largo rato berreando a pleno pulmón, pero por fin se durmió, o al menos dejó de llorar. De modo que llevéme una buena impresión de Latam; nada que ver con la incomodidad de Delta ni –por comparar “buques insignia” nacionales– con la política austera de Iberia y la actitud arbitraria y funcionarial de sus azafatas.

La primera –y corta– etapa de mi viaje, desde la salida de España hasta que puse el pie en el aeropuerto internacional de Santiago, Arturo Merino Benítez, se desarrolló, pues, relativamente bien y de acuerdo con las más razonables espectativas.

El vuelo llegó con algo de retraso porque, debido al rutinario caos del neoyorquino aeródromo J. F. Kennedy, la salida se había demorado más de una hora; pero esto me importó bien poco, pues de todas formas habría llegado demasiado temprano para poder hacer nada de provecho: cuando, pasados los trámites de inmigración y aduanas chilenas, desemboqué en el vestíbulo de llegadas eran aún las seis y media o poco más. Tenía tiempo sobrado –o eso pensé– de hacer las gestiones necesarias para llegar ese mismo día, y todavía con luz solar, a Coquimbo, destino que me había fijado para mi primera noche en Chile. No soy amigo de grandes ciudades, así que no estaba en mis planes conocer Santiago y, caso de quedarme allí esa jornada, me habría visto obligado a deambular por las calles durante ocho horas, macuto al hombro, ya que el check-in en los hoteles y hospederías de Chile suele ser a partir de las 3 de la tarde como pronto. Creí preferible emplear ese tiempo muerto dándole otro empujón a mi viaje, hacia algún lugar que se encontrase en mi planeada ruta al desierto de Atacama; y Coquimbo, a unas seis horas de la capital y enlazado con ella por infinidad de líneas y servicios de autobus, me pareció más conveniente.

Las primeras gestiones que necesitaba hacer eran, por orden de importancia, las siguientes: conseguir dinero chileno, procurarme una tarjeta telefónica y comprar un pasaje hasta Coquimbo.

Del Arturo Merino a Santiago sin un peso en el bolsillo

Para el menester listado en primer lugar, el extranjero que se encuentre de visita en Chile y no lleve ya los pesos consigo tiene dos opciones: comprarlos en una oficina de cambio o sacarlos de un cajero automático. Las oficinas del Global Exchange, únicas que cambian divisa en el Arturo Merino, venden los pesos al usurero margen del 20% sobre el tipo oficial, y al 30% si se les compra poca cantidad, así que descarté por completo esta posibilidad. Por su parte, los dos o tres cajeros automáticos allí ubicados (del banco de Emilia Botín, curiosamente) aplican una simpática comisión de 10.000 pesos (unos 10 €) por operación; más lo que luego quiera cobrar tu entidad, que entre el margen de cambio y la tasa por usar un cajero de otra red supone un buen pico; pese a lo cual esta opción es –al menos, en el aeropuerto– menos mala que la anterior. No obstante, lo mejor para quien desee recortar sus gastos en lo posible es irse directamente a Santiago, donde puede sacar bastante mejor rendimiento a sus divisas… si se ha informado uno previamente sobre dónde, cómo y cuándo. Hay dos modos de llegar hasta la ciudad: o bien tomar un autobús que es posible pagar con tarjeta, o bien coger un taxi que sabe Dios lo que pueda cobrarle a uno, amén de que habrá que pagarlo con unos pesos que el turista, según hemos dicho, aún no tiene.

La parada de autobuses está a más de cinco minutos andando (único modo de ir) desde la terminal de llegadas, y algo escondida además (posiblemente en connivencia con el gremio del taxi, a fin de que el viajero se desanime y opte por este usualmente caro transporte), lo que en la práctica significa diez minutos para quien no conozca el aeropuerto. Yo hube de equivocarme un par de veces hasta dar con la parada.

El trayecto en bus hasta la ciudad lo relizan dos empresas diferentes, Centropuerto y Tur-bus, y el boleto anda en torno a dos mil pesos (o dos lucas, como llaman aquí al billete de mil), que vienen a ser un par de euros; y aunque ambas tienen aparato para pago electrónico, sólo el de Tur-bus admitía tarjetas de débito extranjeras, que eran las que yo llevaba. Quiso la casualidad que, en aquel momento, el autobús allí estacionado fuese de Centropuerto, de modo que al intentar comprar el boleto su datáfono me rechazó el pago con dos de mis plásticos. Tampoco aceptaban euros o dólares en metálico, y como no se me ocurrió preguntar en la vecina taquilla de Tur-bus, me vi caminando de regreso a la terminal aeroportuaria, resignado a dejarme violar por el cajero de doña Emilia. Y estaba ya frente a su pantalla, mirándola directamente a los ojos, cuando recordé que en el móvil llevaba una tarjeta “virtual” con la que no había probado a pagar el bus, así que di otra vez media vuelta y me dirigí de nuevo a la parada para hacer el tercer y último intento.

Sólo los tontos esperan diferentes resultados cuando repiten un experimento en iguales condiciones: mi tarjeta virtual, de débito como las otras dos, tampoco funcionó. Pero sí que hubo una diferencia: esta vez me atendió otra empleada, lo bastante amable como para indicarme que en Tur-bus probablemente podría usar mis tarjetas. Con efecto, en la taquilla de la competencia no tuve problema y compré por fin un boleto a Santiago. El primer obstáculo quedaba superado, si bien entre idas y venidas, indagaciones y esperas, había perdido ya una hora en el aeropuerto; y como el trayecto hasta la ciudad es largo, cuando finalmente llegué eran casi las nueve… y aún no estaba ni medio cerca de haber realizado la urgente tarea de conseguir un buen puñado de esas esquivas lucas.

En busca de divisa chilena. Sorpresas del calendario

En Chile, los cajeros automáticos –salvo los del Scotiabank– cobran sustanciosas comisiones al sacar efectivo con tarjetas foráneas, si bien el tipo que aplican suele ser más próximo al oficial que el ofrecido por las casas de cambio, de manera que para sacar bastante dinero tanto da una cosa como otra, pero para cantidades pequeñas las casas son más ventajosas, ya que los cajeros cargan una tasa fija ineludible. Mi banco en concreto establecía una franquicia de 500 € sin penalización por conversión, y a partir de ahí el 2% sobre el tipo oficial. Aparte, traía yo unos miles de euros en efectivo (parte en billetes pequeños y parte en grandes) y prefería –indpendientemente de los otros factores– comprar los pesos en algún exchange para ir aligerándome de esa siempre arriesgada carga.

La mayoría de los cambistas en el centro de Santiago, que es gigantesco, están por la calle Agustinas y en la Plaza de Armas, que quedaba a una larga tirada de la terminal donde me dejó el Tur-bus; pero como yo seguía sin tener pesos sólo podía ir andando. Según caminaba hacia allá, lo primero que me llamó la atención fue que, no siendo domingo, casi todo el comercio estaba cerrado, cosa de lo más extraña para un país iberoamericano a esa hora de la mañana. Le pregunté a un transeúnte por la hora de apertura de las tiendas y me dijo vagamente que “más tarde”, lo cual no me sacó de mi extrañeza: eran ya las nueve y media, ¿y el comercio en Santiago de Chile abría “más tarde”? ¿A qué hora esperaban para abrir, pues? Me dije que tal vez en el Cono Sur las cosas eran muy distintas a como son en Centroamérica, región con la que estoy mucho más familiarizado. El caso es que, llegado por fin a la larga calle Agustinas y tras una hora de caminata, no vi en toda ella ni un cierre subido, ni una oficina de cambio. Era evidente que me faltaba información o que la traía equivocada, así que, en vista de lo visto, antes de llegar a la Plaza de Armas abandoné la búsqueda y decidí regresar al lugar del que había partido (donde se ubican las estaciones de autocares interurbanos), probando suerte por el camino en alguno de los cajeros del Scotiabank. Encontré varios (no sólo de ese banco) sobre la principalísima arteria del Libertador Bernardo O’Higgins, pero a medida que pasaba por cada uno de ellos mis esperanzas veíanse frustradas al comprobar que todos se hallaban en el interior de sus respectias sucursales y que éstas se obstinaban en permanecer cerradas aun a las diez y pico, como eran ya. El misterio sólo se resolvió cuando un barrendero, al preguntarle yo a qué hora abrían los bancos en Chile, me respondió: “Hoy será difícil que abran, porque es feriado”. Resulta que Chile tiene un calendario de festivos muy generoso, y dio la casualidad de que llegué en uno de tales días. Si algún viajero lee esto, conviene que se informe de antemano para evitar estas sorpresas.

Esta nueva situación me planteaba un dilema: o renunciar a cambiar el metálico que traía (pues tenía leído que, fuera de Santiago, era difícil encontrar casas de cambio; dato que resultó ser falso) y depender siempre de las onerosas extracciones en cajeros, o esperar a que abriesen los cambistas al día siguiente y quedarme esa primera noche en la capital. En cualquiera de ambos casos necesitaba pesos con premura, pues Chile no es un país donde pueda dependerse sólo de la tarjeta bancaria, así que érame imprescindible encontrar un cajero automático accesible, aunque tuviera que asumir el coste de la comisión. Llegado que hube a la zona de la Estación Central vi que el Mall Plaza Alameda, un gran centro comercial, estaba abierto y entré a echar un vistazo por si la suerte me deparaba algún expendedor de billetes. Con efecto, encontré allí uno del Banco del Estado, que “sólo” cobraba una comisión de seis euros en lugar de los diez del Santander. Ni modo: agaché la cabeza, saqué doscientas lucas y recibí la estocada en plena cerviz.

Las casas de cambio

Un par de minutos más tarde, según buscaba en el propio centro comercial dónde comprar una tarjeta telefónica, sin comerlo ni beberlo me vi justo frente a una sucursal de AFEX (una casa de cambio) que estaba abierta. Esas cosas pasan: había pasado dos horas dando vueltas buscando sin éxito precisamente esto, y lo encuentro sólo minutos después de haberme sometido al sablazo de los cajeros automáticos, cuando ya no me era tan necesario. Aproveché, de todas formas, para comprar otra tanda de pesos, ya que el precio era bastante aceptable. Lo malo fue que no aceptaban billetes de 500 € (de esos que, tras el histórico atentado a las torres gemelas de Nueva York, a los españoles dio por llamar Bin Laden por aquello de que estaban muy bien escondidos), así que no tuve más remedio que desprenderme de algunos de cincuenta. No obstante, la dependiente que me atendió me dijo que no en Agustinas sino en la Plaza de Armas (precisamente hasta donde no había llegado antes, quedándome apenas a dos manzanas) encontraría oficinas de cambio donde seguramente comprarían los tales billetes grandes. “¿Pero están abiertas hoy?” — le pregunté. Contestó que sí. Buena noticia: aunque perdiese otra hora en ir y volver, por lo menos podría solucionar el problema del dinero para las próximas semanas y, a un tiempo, aligerarme de dos o tres Bin Laden.

Con esta idea me encaminé por segunda vez a dicha plaza, no sin antes dar cabal cumplimiento a la segunda de las gestiones prioritarias del día: conseguir una línea para el móvil; gestión que resultó infinitamente más fácil (todo lo es, con dinero) que la primera, ya que en el Mall Alameda hay muchas tiendas que venden tarjetas SIM; y en una cualquiera de ellas compré, por dos o tres lucas y sin mayor trámite, una prepago de Movistar con dos gigas, cien minutos y una semana de validez.

Como me sentía rico con el bolsillo repleto de lucas, podía darme el lujo de pagarme un boleto de metro hasta la Plaza de Armas. Pero dado que ésta quedaba -como me pareció al mirar el plano- a no más de tres estaciones de donde yo estaba, estimé que no merecía la pena el gasto. Resulta que el suburbano de Santiago ya no vende billetes sueltos; es preciso comprar antes una tarjeta de transporte vacía y “cargarle” luego los viajes que se quiera, de modo que, para quien sólo va a usarla un par de veces, le duplica o triplica el coste. Y dado que, aun sintiéndome rico, seguía siendo ahorrador, para tan poca utilidad preferí no malgastar esos tres mil pesos y opté por ir caminando. Sólo que, según resultó, había entendido mal el plano de metro y no eran dos las estaciones que me separaban de la dichosa plaza, sino cinco o seis. Vamos… que tardé tres cuartos de hora en llegar; y para colmo de contratiempos ninguna de las casas de cambio compraba billetes de más de cien euros. Mi gozo en un pozo: me había agotado caminando y había perdido otra larga hora en balde. De todas formas, el cambio en Plaza de Armas es algo mejor que el de EFEX, así que antes de volver hacia la estación de autobuses San Borja cambié otros pocos billetes de cincuenta.

El tiempo empezaba a apremiar: eran ya las once y el servicio de bus más tardío que podía coger para llegar a Coquimbo antes del crepúsculo salía a las 11:45, con la empresa Plusschile; pero aún tenía que regresar a San Borja (esta vez en metro, impepinablemente), que es desde donde salen la mayoría de autocares de larga distancia.

(Continúa aquí)

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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