Bielorrusia. Cap. 2: Polonia

VARSOVIA

Mi avión salía a las diez y media de la mañana, así que puse el despertador a las ocho y media. Por suerte, los vuelos de Ryanair salen de la termial T1, a la que desde casa se llega con bastante rapidez; y además no tuve problemas ni demoras al pasar seguridad, de manera que a las nueve y media estaba ya en la puerta de embarque. Lástima de tiempo robado al sueño en balde, porque luego el vuelo se retrasó algo más de una hora.

El viaje en avión transcurrió sin novedad y, cosa rara, sin molestias de niños berreando, o del pasajero de detrás zarandeando el respaldo. En la fila de al lado mío había una jovencita que tenía un tic nervioso terrible, que imagino debía de hacerle la vida imposible: no paró de estirar el cuello y hacer movimientos raros con hombros, brazos y manos en todo el viaje. Y cuando escribo “no paró” debe entenderse literalmente: ni dos segundos pudo estarse quieta, la pobre. Debe de ser amargante vivir con unos espasmos así.

Aterrizamos en el aeropuerto de Modlin, que es la pequeña ciudad adonde llegan los vuelos de Ryanair. Al bajar del avión hacía viento y frío: no mucho de lo uno ni de lo otro, pero yo llevaba la ropa “española” y el corto tramo a pie por la pista hasta entrar en la terminal se me hizo largo. Para llegar a Varsovia se tarda aún hora y media larga: primero hay que coger un autobús desde el aeropuerto al propio Modlin, y después un tren hasta la estación de Warszawa Wschodnia, que -como su nombre claramente indica- está al este de la capital, en el famoso distrito de Praga, sobre la margen derecha del Vístula. Aún desde ahí tuve que coger otro tren, éste de cercanías, para llegar al hotel donde había reservado habitación, situado en el distrito de Powisle, que -como su nombre claramente indica- está po Wisle, o sea junto al Vístula. Así que, entre unos transportes y otros, pasaban largas las seis de la tarde cuando me vi por fin en una cálida y cómoda habitación de hotel; aunque apenas me sobraba un poco de tiempo para descansar antes de ir a ver a Ania y Sandro -los dos únicos amigos que me quedan en esa ciudad-, a quienes había avisado de mi llegada. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 1: España

EL PLANTEAMIENTO

Unas notas sobre este viaje a Bielorrusia. Siempre que escribo este tipo de diarios me asalta la misma pregunta: mis viajes, ¿dónde empiezan? Éste en concreto, ¿dónde y cuándo? ¿Fue al cruzar la frontera entre Polonia y Bielorrusia, dado que este país era mi punto de destino? ¿O fue unos días antes, al tomar el avión de Madrid a Polonia? ¿O tal vez antes aún, cuando cogí el coche desde Azuaga a Madrid? Para determinar esta cuestión pueden aplicarse varios criterios: la llegada a destino, la salida de origen, alguna etapa intermedia, algún momento relevante del proceso, etc. En circunstancias normales, quizá lo suyo sería comenzar cuando aterrizo en Varsovia; pero dado que Polonia es -o más bien fue- mi patria chica y que me encuentro allí casi como en casa, a fuerza de familiaridad se me hace raro considerarme un viajero cuando paso por esas tierras. Hay, además, otro criterio que no he mencionado antes: fijar el inicio en el momento en que pongo el cerebro en “modo viaje”, y tal vez sea el más acertado de todos.

¿Y cuándo fue eso? Esta vez: en Azuaga, durante los preparativos. Así que por ahí empezaré.

La idea me rondaba por la cabeza desde hacía varios meses; en concreto, desde el verano anterior, cuando regresé, precisamente de Bielorrusia, con el pensamiento puesto en que no estaría mal volver por una temporada más larga; aunque cómo conseguir quedarse largo tiempo en los países continuadores del régimen soviético es una cuestión aún no bien resuelta, y bastante complicada. No sólo Rusia y Bielorrusia tienen desde hace décadas una política migratoria muy restrictiva, sino que las actuales “sanciones” impuestas por Occidente a los enemigos de Ucrania no han venido más que a complicar las cosas para los viajeros: sobre todo porque no hay vuelos directos entre aquéllos y la Unión Europea.

Mi idea original -vaga, como todas mis ideas- era visitar ambos países, obteniendo previamente sendos visados en Madrid. Pero si bien el bielorruso te lo preparan en apenas tres o cuatro días, el ruso no tarda menos de diez; y como no pueden solicitarse ambos a la vez (ya que hay que entregar el pasaporte), me tocaba demorar el comienzo de mi viaje en más de dos semanas; pero ya iba demasiado “retrasado” con respecto a mis pensamientos iniciales, que eran haber salido para principios de febrero. Además, había otro inconveniente: de cara a ajustar las fechas y optimizar los gastos del mejor modo, tenía que saber con certeza cuándo dispondría de los visados, para comprar el billete de avión con la mayor antelación posible; y puesto que la forma más económica y rápida de viajar al “mundo enemigo” es volar a Polonia y luego cruzar la frontera terrrestre con Bielorrusia, tenía que comprar el vuelo a Varsovia para uno o dos días antes de comenzar la validez del primer visado. Pero resultó que las tarifas más económicas que encontré eran para una semana después de empezar todos estos preparativos, y en fechas posteriores se encarecían bastante; de modo que, si quería ahorrarme un buen dinero y ponerme en marcha lo antes posible (uno de mis deseos era llegar antes de que se retirasen las nieves), no tenía tiempo de obtener el salvoconducto ruso; así que finalmente decidí obviarlo. En última instancia -me dije- quizá, con un poco de suerte, pueda conseguirlo después, sobre la marcha, tal vez en Bielorrusia. Sigue leyendo

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El “porno nuclear”

La mayoría de la gente medianamente informada está de acuerdo en que es el Gran Capital quien, básicamente, dirige el mundo. Con algunas excepciones, creo que podemos asumir esta idea como verdadera. Aquellos aún mejor informados pueden ir un poco más allá y señalar una serie de individuos o instituciones que ocupan la cúspide de la piramide: apellidos como Rockefeller, Rothschild, Du Pont, Bush, Morgan, o fondos de inversión como Black Rock, State Street y Vanguard, por nombrar sólo unos pocos, resultan muy familiares a los ciudadanos más al tanto de temas políticos y económicos. Estas familias y sus conglomerados poseen sabrosos paquetes de acciones -cuando no la totalidad- de las corporaciones más importantes del mundo en sectores clave como la energía, petroquímicas, medios de comunicación y audiovisuales, banca, industria armamentística, informática, farmacéuticas, fertilizantes, etc. De este modo, multinacionales como Exxon Mobile, Shell, Texaco, JP Morgan, Citigroup, Wells Fargo, BNP, Monsanto, Ratheon, Pfizer, Bayer, así como muchos otros bancos, compañías petroleras y todo tipo de empresas producen astronómicos dividendos a unas pocas docenas de sagas multibillonarias. Semejante riqueza les permite, a su vez, controlar -si no poseer directamente- las más importantes productoras de cine, redes sociales, plataformas de contenidos online, periódicos e incluso todo tipo de instituciones gubernamentales y no gubernamentales a lo largo y ancho del mundo, aunque sobre todo en Occidente: Neflix, Disney, la industria propagandística de Hollywood, Amazon, Microsoft, Facebook, Google, Yahoo, el New York Times, el Washingtong Post, el Wall Street Journal, la OMS, el foro de Davos y un largo etcétera. Con esas cantidades de dinero, poder e influencia, esas élites se hallan en posición de controlar el mundo, quizá con las salvedades de China, tal vez Rusia, y un puñado de países económica y políticamente irrelevantes. Sigue leyendo

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La colonización cultural

Lo que vengo a exponer en este artículo trae origen en una curiosidad, en una observación casual que hice cuando estuve visitando Georgia: al caminar por las calles de Tbilisi o de Kitaisi me di cuenta de que muchas mujeres no usaban sostén. Como acababa de estar en otros tres países europeos y en ninguno de ellos había advertido nada por el estilo, lo primero que pensé fue que quizá se trataba de una costumbre regional. Yo había llegado a Georgia sin tener la más remota idea del tipo de sociedad que me encontraría, y estaba por tanto mentalmente preparado para cualquier cosa; aunque debo confesar, por cierto, que al salir de allí cinco semanas más tarde no había hecho grandes progresos en ese sentido: dada la considerable diversidad étnica que hay en Georgia y la plétora de países cuyos turistas la visitan, se me hizo muy complicado distinguir entre nacionales y extranjeros. El surtido origen de las gentes del Cáucaso se mezcla en ese país con el batiburrillo de visitantes turcos, musulmanes, asiático-orientales, eslavos, judíos y europeos hasta el punto de que, si no fuera por el característico alfabeto georgiano presente en letreros, carteles y anuncios por todas partes, sería muy difícil saber en qué lugar del mundo encuentra uno.

(Como nota curiosa, hay sin embargo un fenotipo muy peculiar que se manifiesta en muchas georgianas; es un parecido de familia entre ellas, un algo en sus facciones -la nariz, los ojos, las orejas y la boca- que, una vez detectado, resulta signo inequívoco de su nacionalidad o, al menos, de un ascendiente común. Debe de haber habido, en algún momento de la historia de Georgia, un donjuán excepcionalmente exitoso, un vigoroso semental o un violador implacable que sembró sus genes en cientos de vientres de la población autóctona.)

El caso es que, algunos días después de haber observado esa peculiaridad en el vestir del sexo débil (o, más bien, en el no vestir), empecé a preguntarme si no sería una moda más que una costumbre; aunque, si tal era el caso, me extrañaba no haberlo observado antes en Occidente, que es donde surgen las tendencias que luego se exportan al resto del mundo. Desde luego, bien podía ser que lo de no llevar sujetador fuese una novedad con origen en Georgia, pero no sé por qué se me hacía a mí que salir a la calle sin sujetador no era el tipo de iniciativa con mucha probabilidad de aparecer en una pequeña sociedad ortodoxo-musulmana en el corazón del Cáucaso. Como explicación alternativa, cabía la posibilidad de que esa novedad hubiese nacido, en efecto, en las pasarelas de París o Nueva York pero que las féminas de Georgia la hubiesen adoptado antes incluso que el propio Occidente. Al fin y al cabo, este tipo de países periféricos son a veces los primeros que, en su afán por ser vistos como modernos, progresistas y liberales, aceptan con entusiasmo cualquier idea, por peregrina que sea, que salga de las factorías de ingeniería social del occidente colectivo. Y todos sabemos lo ansiosos que están los georgianos por ser considerados europeos. Sigue leyendo

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Los topónimos foráneos

A la hora de referirnos a nombres propios y topónimos foráneos nos encontramos con un par de dificultades lingüísticas, la traducción y la transliteración, que responden a dos facetas diferentes de una misma cuestión.

La transliteración tiene que ver con el aspecto fonético, y básicamente consiste en tratar de escribir con el alfabeto propio el nombre o topónimo del idioma original de modo que se lea lo más parecido posible. Así, por ejemplo, el nombre anglosajón John se transliteraría en español como “Yon”, New York sería “Niu York”, y el país donde nació Yakira Kurosawa, que en su idioma se escribe 日本, se escribiría “Nihon” en español.

Por su parte, la traducción tiene un enfoque más semántico, suponiendo que en el caso de nombres propios y topónimos pueda hablarse de significados. A menudo, más que de la traducción de un nombre estaríamos hablando de su equivalencia. Un nombre propio foráneo sólo puede “traducirse” cuando exista en el idioma objeto uno etimológicamente equivalente. Por ejemplo, el mencionado John inglés sería el Juan español, pues provienen de la misma raíz (probablemente de un mismo y único personaje histórico), mientras que el Reijo finlandés no tiene equivalencia alguna en nuestro idioma. Con los apellidos es algo diferente, pues aunque muchos sí tienen un significado concreto (Smith en inglés y Seppanen en finés significan lo mismo que Herrero), en la práctica nunca se traducen. El caso de los topónimos es, en cambio, bastante distinto, pues rara vez encontramos equivalentes etimológicos o semánticos en el idioma objeto. No hay, por ejemplo, ninguna palabra española que tenga nada que ver con London, y además este topónimo no representa concepto alguno más que el de la ciudad concreta a la que denomina. En cambio, el nombre autóctono de Japón, que como queda dicho es 日本 (nihon), sí que puede traducirse, y significa “origen del sol” (de aquí que a veces digamos “país del sol naciente” para referirnos a él.)

En lo que sigue, y para no extenderme demasiado, me centraré en los topónimos, que son el objeto de este artículo. Sigue leyendo

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El camelo del Green new deal

Como auténtico ecologista que me considero desde la adolescencia -es decir, cuatro décadas antes de empezar a interesarme la política-, no creo que mucha gente pueda darme lecciones sobre qué significa amar la naturaleza y respetar el planeta. Salvo mi pecadillo venial de juventud, que consistió en haber llevado durante un tiempo una chapita de “anti-nuclear” (la recuerdo muy bien: un sonriente y resplandeciente sol colorado sobre fondo amarillo, con la leyenda “¿Nuclear? No, gracias”), y que espero me sea perdonado -pues por entonces era aún más ingenuo y no sabía que, aunque peligrosa, la energía nuclear es una de las más limpias que ha desarrollado nuestra civilización-, el resto de mi vida he adoptado los hábitos más respetuosos con el medio ambiente compatibles con un decente bienestar personal. Además, habiendo estudiado una buena cantidad de química, física, termodinámica y meteorología, creo que tengo una idea bastante aceptable sobre qué es lo que contamina más o menos y qué contribuye al balance energético de la atmósfera lo bastante como para provocar su calientamiento general.

Mucho antes de que el movimiento “verde” adquiriese la popularidad de la que goza hoy en día, yo había desarrollado mi conciencia ecológica de modo espontáneo, motivado por mi propio romanticismo, afición por la naturaleza y una preferencia por la vida rural. De hecho, en mi temprana juventud era tan naíf que, durante muchos años, abrigué la idea de convertirme en un Jeremías Johnson redivivo… ¡Pobre diablo! Pero esa es otra historia. Lo que vengo a decir ahora es que cuando la Agenda verde irrumpió en nuestra realidad sociopolítica yo olí enseguida el engaño y empecé a despreciar a los que, sin serlo, se denominaban ambientalistas. Y no es que piense que el lema principal de dicha agenda sea falso: por razones puramente técnicas (que no desarrollaré aquí), resulta que el calentamiento global es un hecho medido e indisputado entre los científicos libres; y además tengo el convencimiento de que, en su mayor parte, trae causa en la humanidad; pero esto no quita para que la Agenda verde sea un camelo. ¿Por qué? Porque no aborda el problema principal y porque entraña insalvables contradicciones. Para no hacer este artículo excesivamente largo, mencionaré sólo tres de las deficiencias por donde asoma el engaño. Sigue leyendo

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El tormento

Los habían hecho tumbarse boca abajo, en paños menores, en el centro de una ampla pieza redonda y vacía, sobre el frío suelo de marmol grisáceo. A pocos centímetros sobre sus cabezas una plataforma de madera les impedía incorporarse, y le recordó al modo en que transportaban a los esclavos en los barcos negreros rumbo hacia América. En torno a ellos y la tarima, un salvaje de tez oscura guiaba a un caballo del ronzal, dando vueltas a paso ligero. Al extremo de la cola, el caballo tenía atada una cuerda que arrastraba, tres o cuatro metros tras de sí, una pesa de tamaño regular, como la cabeza de un mazo, forrada en apretada gamuza. En su caminar, el caballo agitaba la cola incesantemente de un lado a otro, de modo que la pesa al extremo de la cuerda recorría en zigzag, como un látigo, a gran velocidad y casi sin rozamiento, el suelo del aposento; como el disco en una pista de hockey sobre hielo o como en ese juego en el que dos contrincantes, a ambos extremos de una mesa totalmente lisa y limitada en su perímetro, intentan colar en la meta del oponente una ficha grande que se desliza y rebota con celeridad de vértigo al golpearla con un cilindro plano provisto de un asa. Por alguna extraña razón, entre sus cuerpos y el piso se interponía una escasa pieza de tela basta, pero la frialdad del suelo los atería igualmente. Sigue leyendo

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Slava Ukraini

(Imagen: pinterest.com)

Sí, yo también pronuncié esas palabras en una ocasión. Pero, antes de juzgarme a la ligera, permítanme explicar cómo sucedió.

Fue durante mi primer viaje a Ucrania. No sabía nada de ese país excepto que era una ex república socialista soviética, que casi todo el mundo hablaba ruso y que había guapas mujeres. Aprovechando que a los ciudadanos europeos no nos pedían visado para entrar, simplemente crucé la frontera desde Polonia, donde a la sazón me encontraba, y al cabo de un largo viaje en marshrutka me hallé en Lviv, la “capital occidental” del país. Ahí busqué alojamiento en un youth hostel que, como casi todos, estaba lleno de gente joven -nacionales en su mayoría, en este caso- más algún que otro viajero como yo, y que me acogieron con bastante agrado. Gracias a Couchsurfing (aquella extremadamente útil pero malhadada plataforma), no tardé en trabar contacto con un puñado de cordiales ucranianos deseosos de conocer forasteros (a quienes predicar su causa, según años más tarde comprendí), y en menos de una semana ya tenía una docena y media de personas con quienes juntarme para salir por ahí a tomar algo, charlar y conocer la ciudad. Empero, pronto empecé a percibir, entre esta gente -y, de un modo más vago, en general en Lviv-, cierta atmósfera que me resultaba familiar, por haber visto anteriormente algo parecido en otros dos lugares: Cataluña e Irlanda. Lo que hallé de común entre las tres sociedades fue ese impreciso pero inconfundible espíritu de oposición, de antagonismo y “rebeldía provinciana” -si se me admite la expresión- en virtud del cual la actitud de la gente se centra, antes que en fructífera creación o construcción material o intelectual, en estéril negación y descrédito de “los otros”. Sigue leyendo

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