Una nostalgia de los últimos elfos

Un día ventoso en la isla de Senja

Un día ventoso en la isla de Senja

Estamos a diecinueve de agosto. Llevo diez días conduciendo por Noruega y, escribiendo este diario, ya he agotado mi vocabulario de adjetivos sin haber podido aún transmitir una idea precisa de lo irresistible, lo majestuoso que es este país, pese a tantas fotos que acompaño (y eso que sólo son un tercio de las que hago): tan vistosas son casi todas que tardo más en escogerlas que en redactar los capítulos; y no sé ya qué nuevas palabras usar para dar cauce a mi asombro sin precedentes. Quizá dejando que las imágenes hablen por sí solas…

De camino hacia el archipiélago de Lofoten me quedé anoche en el idílico camping de Tranoybotn (isla de Senja), uno de los más agradables en lo que llevo de viaje: la cabaña muy cuca, las vistas preciosas y la encargada (una china de nacimiento y noruega de adopción) muy agradable. Esta mañana continuaré hacia el suroeste para llegar a Skrolsvik, de donde –según la información del folleto que me dieron en Tromso– sale un ferry que lleva a Harstad, sobre la isla de Hinnoya (la mayor de las Lofoten). Ha amanecido el día ventoso, con un cielo poblado de variadas y cambiantes nubes que parecen caprichosos brochazos de un pintor sobre el celeste.

Un cielo salteado de nubes sobre la isla Senja

Un cielo salteado de nubes sobre la isla Senja

El comedor del camping está cerrado y cuelga de su puerta un luego vengo, lo que significa que no voy a poder desayunar ni un café. Aunque, bueno, en realidad poco importa, ya que casi nunca desayuno. Así que recojo mis cuatro posesiones, ajusto las maletas en la moto y me pongo en camino; pero tres cuartos de hora después, al llegar a Skrolsvik, resulta que no hay existe tal ferry ni cosa parecida. No me queda sino desandar lo andado, regresar a la carretera principal y cogerla en dirección noroeste hasta el puerto de Gryllefjord, de donde supuestamente salen dos barcos diarios hasta Andenes (en Andoya, otra isla de las Lofoten). Y podría decir que este contratiempo me ha hecho recorrer 100 km tontamente si no fuera porque en Noruega no hay un sólo quilómetro que no valga la pena de ser recorrido.

Pequeño golfo junto a Lavollksjosen

Pequeño golfo junto a Lavollksjosen

Al pasar de vuelta por el camping ya está abierto el comedor y me paro a almorzar, aunque esta vez la dependienta no me da mucho palique porque anda atareada. Aprovecho para estudiar bien mi plan de viaje para hoy. Veo que hay una tercera alternativa que antes no he considerado: ir por carretera dando toda la vuelta; pero como ése es el rodeo que precisamente he querido evitar viniendo hasta aquí, lo descarto y decido continuar hasta Gryllefjord y ver si puedo coger allí el ferry.

Archipiélago de Bergsoyan

Archipiélago de Bergsoyan, frente a Hamn

Al pasar por delante, me llama la atención el pequeño archipiélago de Bergsoyan, un cúmulo de diminutas islas muy juntas unas a otras que desde la costa parecen como una maqueta, como vistas desde un avión. Y se me antoja tomar un bocado cuando llego a Hamn, en una de cuyas diminutas islas hay un encantador hotelillo con un restaurante que mira sobre una playita de agua cristalina; pero al echarle un vistazo al menú compruebo que los precios son de aúpa, y que no es lugar para mí.

Playa junto al hotel Hamn i Senia

Playa junto al hotel Hamn i Senia

Antes, no obstante, de seguir viaje, me doy una vuelta por el islote. Hay junto a él otro, apenas una roca, de nombre Skjaholmen, con una calita de fondo somero y arenoso que invita al baño. ¡Qué lugar para refrescarse un día caluroso! No hoy, que sopla un aire frío y está medio nublado. Incluso estuvo lloviznando un poco esta mañana.

Skjaholmen

Skjaholmen

Gryllefjord es un puerto pequeño, muy protegido de vientos y marejadas, que vive de la conexión marítima entre Senja y Andoya, el enlace que ahorra a los conductores hasta doscientos quilómetros de carretera llena de curvas.

Llego con tiempo muy sobrado para coger el segundo barco del día, que zarpa a las siete. Tan sobrado que me pregunto si no valdrá la pena pasar en Gryllefjord la noche y coger mañana el de la mañana. Hay un hotel junto a la terminal, un establecimiento estilo “culo del mundo” que tiene también tienda, bar, restaurante y gasolinera; pero la habitación que me enseñan no me convence mucho. Llamo luego a un camping cercano, pero me dan unos precios absurdamente caros, así que no lo pienso más: reservo una habitación de hotel en Andenes y viajo esta misma tarde, aunque, siendo el trayecto de dos horas, llegaré allí al ocaso.

Valle glaciar de Lakselva, pasado Hamn

Valle glaciar de Lakselva, pasado Hamn

Aprovecho la espera dándome una vuelta por el pueblo –tres elongadas calles paralelas al fiordo– y curioseando entre las embarcaciones que apenas se mecen sobre las inmóviles aguas del puerto. A medida que avanza la tarde, el cielo va despejándose un poco y sol de poniente se cuela bajo las nubes altas, sacando alegres destellos blancos a las casas y a los barquichuelos. Aunque aún anochece tarde, es en esta época del año cuando más rápido se acortan los días; en estas latitudes, bajan a un ritmo de diez minutos diarios, o sea una hora menos de luz cada semana.

Puerto de Gryllefjord

Puerto de Gryllefjord

Ruta de hoy, de Tranoybotn a Gryllefjord

Ruta de hoy, de Tranoybotn a Gryllefjord

Poco a poco van juntándose vehículos sobre la explanada de embarque: turismos, caravanas y algunos camiones. Un hombre que anda por allí paseando a su perro se pone a hablar conmigo. Lo vi antes y lo tomé por un vecino del pueblo, pero no: aguarda, como yo, la llegada del ferry para embarcar. Tiene una conversación interesante, inteligente, y es de los que saben escuchar; rara virtud. Se llama Frode. Como en buena compañía el tiempo transcurre más aprisa, la llegada del barco casi nos sorprende, interrumpiendo nuestra charla. Todos a sus puestos para meter los coches a la bodega. Frode viaja en un camper con su pareja, otro tipo también agradable.

Peñón junto a Gryllefjord

Peñón junto a Gryllefjord

Por segunda vez hoy el folleto turístico me ha engañado, aunque ahora ha sido para bien: resulta que el billete cuesta la mitad de lo anunciado. (De haberlo sabido, y que el otro ferry no circulaba, habría elegido una ruta bastante diferente desde tromso hasta Lofoten: viniendo a Senja a través de la isla Kvaloya y cruzando el mar en Botnhamn. Pero, en fin, quede aquí como sugerencia para un improbable lector viajero que necesite esta información.)

Ya zarpamos, y pronto dejamos a babor el enorme risco en cuya base transcurre la apacible vida de Gryllefjord. Navegamos por el mar de Noruega, cruzando las veinte millas de la ancha boca del Andfjorden. El agua es de un azul marino intenso, como se ve pocas veces. A nuestra estela queda la montañosa y accidentada isla de Senja, la segunda mayor del país.

islaSenja

Isla de Senja

Hacia el sur, en la lejanía, asoman sobre el mar en varios horizontes los picos del archipiélago de Lofoten. Los pocos pasajeros que a bordo vamos nos movemos por cubierta, a la caza de buenas fotos, como hormigas en busca de alimento, de una banda a otra y por la regala de popa, excitados por la soberbia comjunción de tierra, mar y cielo.

Senja en primer término y Lofoten en la distancia

Senja en primer término y Lofoten en la distancia

Pasado un rato me reencuentro con los maricas en una mesa del salón y reanudamos la charla. Me siento relajado porque esta vez tengo la tranquilidad, siendo ellos pareja, de que no van a tirarme los tejos. Simpatizamos bastante, quedamos amigos y acordamos que los visitaré cuando pase por su pueblo, cerca de la frontera con Suecia, a mi regreso a la Tierra. Digo a la Tierra porque Noruega no parece de este planeta. Conociendo ya un poco el país, es fácil ahora entender por qué tiene tanta fama; en especial, por qué a todo el que viene se enamora de los fiordos; y es que no tienen parangón: desfiladeros, montañas, todo tipo de vegetación, aguas de todas las tonalidades, zonas de tundra, marismas y una infinidad de variados paisajes.

Atardecer en Andoya

Atardecer en Andoya

Al llegar a puerto me despido de ellos en la bodega, justo antes de salir. El sol lleva un rato queriendo ocultarse cuando pongo pie sobre la isla de Andoya. El tiempo se nota muy diferente: aunque estemos sólo a treinta y cinco quilómetros de Senja, esta costa se siente más desprotegida y expuesta al mar abierto, más pelada, fría y ventosa. Son las ocho y media y no hay un alma por las calles, desapacibles y barridas por el viento, de Andenes. La localidad fue importante puerto pesquero a principios del pasado siglo, y aún a finales mantenía la población gracias a su base aérea, pero en las dos últimas décadas la ha perdido a ritmo acelerado, y si a duras penas le queda alguna actividad es por los whale safaris, negocios locales que prometen a los turistas el avistamiento de ballenas desde una lancha.

Playa oeste y faro de Andenes

Playa oeste y faro de Andenes

Me contaron Frode y su novio que ya sólo queda gente mayor en estos pueblos; y yo, al recorrer la veintena de calles desiertas y ver las casas dispersas, no puedo evitar preguntarme, ¿cómo se vivirá en un lugar así?, ¿qué tipo de vida harán sus gentes? A los jóvenes y las nuevas familias nada los retiene aquí, y los pocos niños que haya no se quedarán una vez que acaben la primaria. Emigrarán a las ciudades, a las universidades, al Mundanal Ruido Donde Suceden Cosas. ¡Y qué lugar tan desolado este Andenes, en una esquina de una isla solitaria a la que sólo se accede por barco o por el puente en el otro extremo! Poco debe suceder aquí, desde luego. Las ventanas de las casas que miran a poniente, recibiendo los últimos rayos del sol, brillan quizá con nostalgia del pasado esplendor pesquero que vivieron, o anhelando marcharse hacia el crepúsculo.

Sueños de ocaso

Sueños de ocaso

La recepción del hostal donde reservé la habitación, el Viking, está en un hotel vecino, Norlandia Andrikken. Serán del mismo propietario. Y sin yo pedírselo, el atento recepcionista me hace un buen descuento sobre el precio al que la había reservado, porque seré su único ocupante. Son ya varias las veces que, en Noruega, de propia iniciativa me han hecho rebajas.

Tiene Andenes una pequeña iglesia que parece de juguete, una casita de madera pintada en blanco con su tejado a dos aguas y su delgada torre apuntada; sin más adornos ni florituras, con esa austeridad del culto protestante. Bien feíta es la pobre, la verdad; igual que todas las demás que tengo aquí vistas; y es que parece como si tuvieran un único modelo, fabricado en serie, para montarlo en todos los pueblos. Austeridad y pragmatismo, eso es lo protestante. ¡Total, para los pocos feligreses que debe haber..!

Aprovecho las últimas luces del día para darme un paseo por la playa; una playa tan llana que, al subir la marea, el agua se extiende sobre la arena como se derramara un charco por el suelo de un piso. Lejos, hacia el suroeste, una dentada mole rocosa de afilados colmillos se interpone entre el mar y el cielo.

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Y al ver este paisaje me doy cuenta, de pronto, que es así exactamente como yo me había imaginado, cuando leía los libros de Tolkien, el lugar desde el que los barcos elfos abandonaron la Tierra Media. Como cuenta la hermosa leyenda: …los postreros eldar zarparon de los Puertos Grises a bordo de las últimas Naves Blancas que construyó Cirdan, para seguir el Camino Recto. Y así desapareció para siempre este Pueblo de las Estrellas, rumbo a aquel lugar fuera del alcance de los Hombres Mortales, quienes sólo lo conocen por las leyendas y, tal vez, por sus sueños…

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Una nostalgia de los últimos elfos

  1. julio dijo:

    Este post te ha quedado de una redondez nostálgica, y en él las fotos se amoldan al texto con la perfección de un guante suave.

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