30 de junio, Diego de Almagro
Misma cafetería que ayer a esta hora e idéntico propósito: coger el autobús a El Salvador. En mi excursión de la víspera a ese pueblo, apenas a una hora de distancia, tuve la ocasión de tomarle el pulso y tantear la posibilidad de pasar allí alguna noche. Tras preguntar en un par de alojamientos, encontré por fin un hotelillo no muy caro que pienso me podrá servir, pues aunque no tiene, ni mucho menos, las soleadas habitaciones del hostal donde me albergo ahora (al contrario, son bastante oscuras y apenas con un ventanuco alto), es a cambio infinitamente más tranquilo. El Salvador se encuentra al término de la carretera que lleva hasta allí; o sea, que no está de camino hacia ninguna otra localidad: o va uno exprofeso, o no va para nada, lo cual lo convierte en un remanso urbano de tranquilidad. Se trata de un pueblo artificial, construido según una planificación muy concreta, donde la mayoría de viviendas son prácticamente iguales, edificadas con bloque de cemento sobre una red de anchísimas calles cuyo trazado imita la planta de un teatro romano: vías radiales cruzadas por otras semicirculares, y los espacios principales (el parque, el supermercado, etc.) ocupando lo que sería el escenario del teatro. Se halla, muy a propósito, al pie del cerro del Indio Muerto, cuyas laderas se encuentran ya desfiguradas, erosionadas por los trabajos en la mina del mismo nombre y rodeadas Sigue leyendo