La agenda ESG avanza por toda Rusia

[Esto es mi traducción al español de un artículo escrito por Riley Waggaman (uno de los escasos periodistas que ofrecen al lector angloparlante una visión y una versión del sector ruso más crítico). Las aclaraciones entre paréntesis cuadrados son mías. Las siglas “ESG” -del inglés “Environmental, Social, Governance”- se refieren a un enfoque de inversión comprometido con lo social, lo medioambiental y la gerencia corporativa benigna.]

La agenda ESG avanza por toda Rusia

El evangelismo ESG de Herman Gref está dando dividendos

ESG: ¡Lo que anhelan los simpáticos banqueros!

Herman Gref sigue adelante con su “ruta de cliente” inspirada en Davos para Rusia.

Como parte de su interminable campaña para hacernos la vida intolerable, el director ejecutivo del banco pro-vacunas más grande de Rusia [llamado Sber; logo de la foto superior] ha estado difundiendo de forma metódica el Evangelio ESG.

El 16 de mayo Gref firmó un acuerdo con la Universidad Técnica Estatal Bauman de Moscú, uno de los institutos técnicos más prestigiosos de Rusia. El acuerdo tiene como objetivo “desarrollar la educación ingenieril en Rusia”.

Sber y la Universidad Bauman “trabajarán juntos para realizar investigaciones científicas, fundamentales y aplicadas, en los campos de la robótica y la ingeniería de software. Los desarrollos conjuntos que aspiren a lograr los objetivos de desarrollo sostenible (ESG) podrán formar un área de cooperación diferenciada”.

(Gref, como astuto tecnócrata que es, ha estado invirtiendo recursos para moldear las mentes de los más prometedores e impresionables jóvenes de Rusia. Al fin y al cabo, ellos son el futuro).

Pero sus travesuras ESG no se han limitado a altruistas programas de educación. Sigue leyendo

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Protegido: Destruir Rusia

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Bielorrusia. Cap. 15: Epílogo

DESPEDIDA Y CIERRE

Lo que queda por contar de este viaje tiene ya escaso interés incluso para mí; tan poco, que no sé si vale la pena escribirlo: el principal destino, que era Bielorrusia, ha quedado atrás y sólo me resta poner aquí algunas notas sobre la última etapa de mi vuelta, hasta llegar a casa.

El hotel que había reservado en Varsovia resultó ser muy bueno, sobre todo en relación al precio, que no llegó a cincuenta euros por noche. Lo había escogido por su cercanía al aeropuerto, pero presumo que la tarifa que conseguí tenía alguna relación con esas fechas pascuales de escasísima ocupación hotelera en Polonia. Era un edificio bastante nuevo y moderno: espaciosas habitaciones con todas las comodidades, ventanas hasta el suelo, moqueta por todas partes, equipo completo de té y café, agua mineral con gas, nevera, amplio cuarto de baño, cómodas camas, bien diseñada iluminación, tabiques y puertas aislados acústicamente, etc. Aparte, en el sótano, gimnasio y sauna de uso gratuito para los clientes; instalación esta última que aproveché para darme una buena sesión aquella tarde antes de salir a cenar. Un lugar óptimo, en suma, para descansar un par de noches antes de coger el avión a Madrid.

Lo primero que hice fue llamar a Ania por si daba la rara casualidad de que estuviese en Varsovia; y resultó que sí: ella y Sandro habían cancelado sus vacaciones de Semana Santa en Roma porque alguien de la familia de él, que allí vive, tenía la gripe china y, claro está, no podían exponer a su dulce hijita a riesgo tan letal; así que quedamos para el día siguiente.

Como casi todos los restaurantes de Polonia están cerrados en estas fechas, apenas tuve opciones para elegir dónde cenar: o bien el carísimo que había en el hotel, o un tailandés cercano, tampoco precisamente económico. Aun así, me decidí por éste, en parte para variar la dieta de comida eslava que había venido siguiendo durante todo el mes anterior. Como es costumbre en estos sitios de comida rápida oriental, tenían un menú inacabable de platos enormemente parecidos. Tras estudiarlo un rato escogí un arroz con carne de venado. Le pregunté al hombre si hablaba inglés y, sin dudarlo un segundo, me contestó que sí; pero lo cierto es que no entendía ni una palabra y tuve que indicarle mi elección con el dedo.

Me resulta muy curioso darme cuenta de la distinta mentalidad de los pueblos: cuando a un eslavo le preguntas si habla inglés, normalmente te dice que no, aunque algo sepa; y en el mejor de los casos, si su nivel es mediano o incluso bueno, te dice que “sólo un poco”. Los asiáticos, por contraste, suelen tener la actitud diametralmente opuesta: su respuesta es a menudo afirmativa aunque no sepan decir más que “hello” o “yes”. Con espíritu tan derrotista como el eslavo, no es de extrañar que ninguno de los países de la Europa oriental ocupe un puesto destacado en el desarrollo económico.

En este caso, el empleado conocía incluso la palabra “spicy”. Me arriesgué a pedir el arroz picante porque ya tengo aprendido que los restaurantes extranjeros suelen tener sus comidas adaptadas a los gustos locales; de otro modo, no me había atrevido: en Tailandia, los platos sin el peligroso adjetivo son ya bastante picantes, y los que lo llevan no hay boca que los aguante. Y no me equivoqué: me sirvieron un enorme plato apenas ligeramente spicy que hube de aderezar, para darle un poco de gracia, con una salsa roja de pimienta cayena que había por allí; y aun así me quedé algo corto. De la carne no puedo afirmar con rotundidad que no fuese venado, pero a mí me pareció ternera vulgaris, y además bastante insípida. Eso sí: la ración era tan exagerada que, aunque traía yo bastante hambre, no pude acabármela. Quedé servido de comida rápida tailandesa para los próximos años.

El día siguiente estuve dando un paseo por las desiertas calles de Varsovia, tanto más vacías en aquel barrio, Słuźewiec, donde comienza la periferia sur. Una ubicación muy a propósito para estos últimos días también periféricos de mi viaje, e igualmente acompasada a mi estado de ánimo.

Aquella tarde opté por una cena temprana y ligera en el restaurante del hotel, que -pese a lo frugal- me costó un pico, antes de irme a casa de Ania. Fue una visita más bien corta: ya nos habíamos puesto al día el mes anterior y no teníamos gran cosa que contarnos; de modo que a las diez y media estaba ya de vuelta en mi habitación.

EPÍLOGO

Principié estas notas preguntándome dónde y cuándo se sitúa el inicio de un viaje, y en este punto de la escritura me surgen las mismas preguntas respecto al final. Advierto que estoy ya escribiendo con desgana y que, si aún redactaré este último párrafo, será más por mor del orden y la redondez que por las ganas o la conveniencia de contar algo que tenga algún valor. Quizá sea acertado concluir que los viajes, en nuestro ánimo, tienen un desfase, un adelanto respecto a las fechas reales: sentimos que tanto su inicio como su final se producen, en términos temporales, antes de que lo hagan en términos geográficos. O a lo mejor esto es sólo una engañosa impresión que tengo ahora, derivada de lo fácil y cómodo que fue mi regreso a casa, sin incidentes ni anécdotas que lo salpimentaran: la hora del vuelo era muy conveniente, como también lo fue la cercanía del hotel al aeropuerto. Mi tránsito por el control de seguridad fue indoloro y la navaja suiza que había traído por descuido en el equipaje no fue requisada, como había venido temiendo desde hacía varios días: resulta que está permitido portar en cabina herramientas cortantes con hoja de hasta seis centímetros, y la mía era de cinco. El vuelo fue muy tranquilo y a media tarde estaba ya en Madrid, sano y salvo. La aventura bielorrusa había concluido — quién sabe si para siempre.

¿O es tal vez que la persona, real o imaginada, destinataria de estas notas ha ido difuminándose poco a poco en mi pensamiento? Puede ser. Todo puede ser.

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Bielorrusia. Cap. 14: El regreso

ADIÓS A BIELORRUSIA

El día de mi partida hube de pasar unas cuantas horas en la calle: el check-out en el hotel era a mediodía, pero mi tren no salía hasta las siete y pico de la tarde. Por suerte, hacía un día soleado y era agradable pasear por ahí. Un té con un cruasán en la cafetería de la esquina y, más tarde, el último almuerzo que hice en Batkova Jata me ayudaron a matar el tiempo.

Me encaminé tranquilamente hacia la estación con antelación sobrada, pensando en pasar otro rato en su comedor, pero -cosa extraña- resultó que no había, así que me fui a la vecina terminal de autobuses para tomar un té y escribir un poco. El día anterior Tatiana, la madre de Julia, se había acordado de mí y me había puesto unos mensajes preguntándome por mi llegada a Brest. La informé de mis horarios y me dijo que precisamente el sábado y el domingo los tenía libres, que pospusiera mi marcha de Bielorrusia y así podría ir con Valentina y ella al pueblo, donde tenían pensado encender la sauna. Pero yo no quería irme el domingo, por el problema de las colas en la frontera, y lo más que podía concederle era cambiar para la tarde el billete de autobús y pasar unas horas con ellas. Esta propuesta, en cambio, a Tatiana no le convenía, porque cuando va al pueblo se queda todo el fin de semana; así que lo dejamos estar. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 13: Sísifo

ÚLTIMOS DÍAS EN VICIEBSK

Cuando viajo, el tiempo pasa aún más deprisa que en casa. No me parece que haga ya casi cuatro semanas que estoy en Bielorrusia, y el momento de la marcha se aproxima a ritmo acelerado: tanto más rápido cuanto más cerca está. Pese a que aquí he conseguido levantarme antes de lo habitual, los días se me hacen igual de cortos; y por la noche, cuando quiero darme cuenta, ya es bien pasada la hora de acostarme. Pero discurra como discurra el tiempo, ¡qué absurdos me parecen siempre este transitar hacia ninguna parte y esta soledad desesperanzada! En ausencia de una meta, el movimiento no tiene sentido. Mi escritura es como esas señales de radio que los astrónomos envían al espacio vacío con la huera ilusión de que algún día las reciba una vida que pueda entenderlas… y responderlas.

A medida que se acerca el final de mi viaje va inundándome una cierta melancolía y esa decepción de vagas espectativas frustradas que sólo el alma conoce y la razón apenas intuye: la quimera de que un incierto mañana traiga lo que mil ayeres no trajeron. ¿Pero qué hacer, sino seguir vagando? Es el mito de Sísifo: “eso, o”. No hay más alternativas. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 12: Arquitecturas

HOTEL VITEBSK

Mi casera de Suvórova había quedado molesta conmigo a raíz de la multa que le pusieron las chinovniks de migración. Me culpaba a mí por no haberle dicho que no tenía “el registro en regla”, pero no hubo manera de hacerle comprender que, por un lado, yo mismo lo ignoraba y, por otro, ella también ignoraba que le incumbía la obligación de pedírmelo (suponiendo, como queda dicho, que eso no se lo hubiesen sacado de la manga allí mismo los de la udelenie): de haberlo hecho, no la habrían sancionado. Pero la casera porfiaba, desconfiada, en que yo quise eludir la ley y había actuado con ella de mala fe; y la larga discusión que tuvimos al respecto (por chat, claro está) llegó en algún momento a rozar lo absurdo. De manera que, aunque estaba bastante a gusto en ese piso y la mujer en ningún momento se opuso a que prorrogase mi estancia, al finalizar la semana que había pagado por adelantado me mudé al hotel Vitebsk; no sólo por este desencuentro sino también para cambiar un poco de aires y vivir la experiencia que el nuevo hospedaje prometía ser. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 11: Suvórova

EL CASCO ANTIGUO

La calle Suvórova (genitivo de Suvórov) es el eje peatonal del centro histórico de Viciebsk: un sector oblongo de ochocientos metros de largo y trescientos de ancho flanqueado, como ya apunté, por el río Dvina al oeste y la avenida Lenin al este; aunque la parte propiamente turística -si llega a merecer tal adjetivo- es apenas su mitad sur, el barrio de la ciudad con mayor densidad -sin ser mucha- de restaurantes. Salvo la vistosa catedral de la Asunción de Nuestra Señora y un par de iglesias menores, no hay en la zona grandes monumentos ni majestuosos edificios; pero el área no deja de tener encanto, con su plácido paseo arbolado, un enorme parque, varias zonas ajardinadas y bonitas vistas sobre el río principal y su afluente, el Vitsba. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 10: La registratsia

EL AUTOREGISTRO

Pasados los tres días en el segundo apartamento decidí mudarme a otro más céntrico aún, y para un período más largo: una semana. Encontré uno idealmente ubicado en Suvórova, la calle peatonal del casco antiguo. Estaba en un bloque residencial de tres o cuatro plantas y quedaba a dos manzanas (o sea, seiscientos metros) del centro histórico de la ciudad, pese a lo cual me salió aún más barato que los anteriores: tras un fácil regateo, cincuenta y cinco rublos al día. No sé si es que aquí esa zona no se cotiza, o es que sencillamente el piso era más viejo y estaba menos cuidado; aunque en su día debió de ser un bloque residencial de primera, a juzgar por la amplitud de los apartamentos y los espacios comunes. Constaba de un enorme salón, un dormitorio también bastante grande, cocina y baño; y las ventanas daban sobre un patio trasero arbolado y plácido. Ahora bien: el colchón no era tan cómodo como los anteriores, el mobiliario y electrodomésticos estaban más deteriorados y la limpieza dejaba algo que desear. Pero a mí me venía de perlas. Sigue leyendo

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