5 de julio. Tacna, Perú.
El hostal Majhu ocupa un edificio sin insonorización alguna ubicado en la ruidosa avenida 18 de agosto. Me cuesta entender cómo puede aquí la gente, por muy acostumbrada que esté, vivir con ese permanente nivel de decibeles. Por lo demás, el local es agradable: todo está nuevo, impecablemente limpio, y la recepcionista es un amor (aunque de todas formas ya acaba su turno y mañana, domingo, libra). Lástima que sea tan ruidoso, porque, de otro modo, quizá me plantearía quedarme una segunda noche.
Estoy en el área común del hostal, donde acabo de prepararme una manzanilla (lo único que he encontrado, buscando en los estantes del office) para entrar un poco en calor, ya que aquí hace frío, y ponerme a escribir el diario con el cuerpo un poco más entonado. Pero antes de entrar a describir mis primeras impresiones sobre Perú y el enorme contraste que percibo respecto a Chile, cumple acabar de contar lo que venía escribiendo en el anterior capítulo, que no es breve tarea.
Lo había dejado cuando estaba en el apeadero de Humberstone a punto de subirme al Pullman San Andrés con destino Arica. En tierra quedaban mis compañeros de espera, para quienes no hubo ni un hueco en el autobús porque íbamos –según expresión del auxiliar– “a máquina llena”. En efecto, no sólo estaban todas las plazas ocupadas sino que al fondo del pasillo, en el piso superior, iba gente sentada o tumbada en el suelo. Para mi disgusto, tampoco el asiento que yo había reservado (junto a la ventanilla) estaba libre: lo ocupaba una niña, aparentemente dormida, acompañada por un hombretón que no tenía la más mínima pinta de estar dispuesto a molestarla por cosa tan nimia como haberle quitado el sitio a su legítimo titular. En efecto, cuando le indiqué, señalando hacia la chica, que aquel era mi asiento, se limitó a decirme que podía ocupar el suyo (junto al pasillo, en la fila inmediatamente posterior) y, alargándome su propio boleto, dio el asunto por zanjado. “Pero, señor –le hice observar–, ese lugar que usted me dice también está ocupado”. “Ah, pues tendrás que hablar con el auxiliar –fue su última palabra.” Maldita la necesidad que tenía yo de hablar con el auxiliar, de quien –por otra parte– no sabía si obtendría auxilio alguno. A todo esto, el pasajero que se sentaba en el sitio que correspondía al invasor, un chele coloradote con un sombrero de cuero, se hacía el sueco, como quien no va con él la cosa; y en cierto modo así era, pues al fin y al cabo él no había usurpado mi asiento. No obstante, no debía de tenerlas todas consigo en aquella situación cuando, poniendo finalmente cara de resignación, se levantó y me cedió el sitio. Quiero suponer que lo habían dejado subir sin billete, provisionalmente, para el caso de que yo no me presentara en Humberstone. No sé a dónde fue a parar tras dejar el asiento libre, pues no había una sóla vacante. Quizá se apeó en la siguiente parada, porque no volví a verlo.
Mucho me jodió perder mi asiento junto a la ventanilla sólo porque al hombretón le había dado la gana de tomarlo para su hijita (o nietecita, que en esta cultura nunca se sabe quién es ya abuelo), y durante un momento consideré la posibilidad de apelar al auxiliar para intentar hacer valer mi derecho; pero descarté la idea por estimarla, en aquellas circunstancias, de dudoso éxito. Ya bastante suerte había tenido –me dije, justificando así mi pasividad– con abordar el bus y conseguir un sitio, que tal como iba de llena la máquina no era poca cosa. Lo que –eso sí– no dejé de reprocharme durante todo el camino fue el haberme equivocado al reservar asiento (mi idea era comprarlo para la primera fila) y el haber tenido la brillante ideíca de subir en Humberstone en lugar de ir hasta la terminal de Iquique. ¡Qué diferente habría podido ser para mí aquel trayecto! En vez de viajar casi hacinado en la mitad trasera de un autocar que parecía ocupado por una tribu de gitanos, donde apenas mirar podía por la ventanilla (me estorbaba la visión el hombre que estaba a mi lado, un inca grueso que pasó todo el tiempo encorvado sobre su móvil y apenas me dejaba un hueco por donde otear el exterior), habría ido como un pachá en una de las butacas panorámicas, sin apenas molestias ni sentirme un perdedor, disfrutando a placer de los espectaculares paisajes que esa carretera atraviesa. Más me valdrá planear y asegurar bien todo para cuando vuelva de regreso por esa misma ruta, última vez que pasaré por ahí en lo que me queda de vida, con toda probabilidad.
Perderme las vistas panorámicas no fue lo único malo del viaje, al cual bien puedo considerar como el más desagradable de todos los que he hecho desde que llegué a Chile. Hasta ahora siempre me había encontrado los autobuses medio vacíos –o medio llenos como mucho, si es que hay alguna diferencia– y un pasaje modélico en cuanto a respeto, discreción y educación. Pero la caterva que colmaba este San Andrés era de una naturaleza muy distinta: parleros, sucios, molestos… Por su acento y color de piel (un moreno distinto al andino; algunos negros) me parecieron caribeños. La mitad de ellos parecía conocerse entre sí: algunos viajaban en familia, otros quizá hubiesen trabado relación a bordo, ya que llevaban muchas horas juntos, quizá desde Copiapó o Antofagasta, o incluso Santiago; aunque me pareció que algo más los unía que el haber coincidido allí. Se habían enseñoreado de la cabina y, como zíngaros de las estepas del Don, la tenían hecha unos zorros, con mantas, prendas, zapatos, termos, vituallas, botellas, vasos, etc., esparcidos por ahí. Se movían de unos asientos a otros y se alternaban en la compañía de los niños. Aparte –y de esto ya no eran ellos responsables– los monitores de TV del autobús no cesaron de proyectar una tras otra, sin solución de continuidad, las producciones de Hollywood más infantiloides (todas de dibujos animados o realidad virtual), cuyos idiotizantes argumentos e inverosímiles protagonistas cumplían, eso sí, uno por uno con los requisitos de la agenda ideológica globalista: poliétnicos, multiculturales, ambiguos, ultrafeministas, sanitizados, resilientes y sostenibles. Pese a haberme incrustado unos tapones para los oídos no pude amortiguar el ruido de aquellos cuarenta altavoces sincronizados.
Nunca viaje que pudo haber sido tan grato se me hizo tan insoportable. Pasé todo el tiempo con la ansiedad por las nubes, sin poder relajarme un momento, no digamos echar una cabezada (y eso que había dormido muy poco la noche anterior en aquella gélida habitación del hotel Chachawarmi y tenía sueño). Ni siquiera los pasmosos paisajes que atravesamos sirviron para mitigar este malestar: no podía evitar pensar, a cada rato, en cuánto más podría haberlos disfrutado en otras circunstancias. Huelga decir que me fue imposible tomar ni una sóla fotografía con que ilustrar estas notas, así que tendré que confiar a la pluma su descripción; pero a eso dedicaré el próximo capítulo en exclusiva por no alargar demasiado el presente.
Empeorando aún las cosas, a mitad de camino uno de esos controles viarios de peso nos tuvo retenidos tres cuartos de hora: las caravanas que los agentes chilenos organizan en esos puntos son largas y tediosas; y para colmo nuestra máquina no pasó el control: pesaba demasiado. El conductor hizo un bucle, se puso de nuevo a la cola y pesarnos una segunda vez… obviamente con el mismo resultado. Cómo esta segunda pesada podría haber sido exitosa cuando no lo fue la primera es algo que excede mi comprensión. Aun así, ya estaba el conductor encaminándose otra vez a la cola para un nuevo bucle cuando se nos apareció la virgen en la forma de un clemente carabinero que se apiadó de nosotros y nos dejó continuar.
Era ya de noche cuando por fin llegamos a Arica. Un rato antes había pasado por la cabina el auxiliar del autobús recogiendo envases y otros desperdicios y metiéndolos en una bolsa de basura industrial, que acabó hasta arriba de botellas de plástico sin estrujar. Después pasó la escoba por todo el piso y llenó, con los desperdicios, un cubo de basura entero: así de limpio y cívico era aquel pasaje. Me llamó la atención, por cierto, el buen humor con que ese empleado eliminaba los restos generados por una humanidad tan puerca. Más adelante me dijeron que la mayoría de aquella gente era inmigración venezolana, no necesariamente regular.
Cuando el autobús se estacionó, al fin, en el andén de la terminal, salí de él escopetado como atún que por milagro escapa de una almadraba.
Aunque la dueña del hostal que tenía reservado ya me había dicho que por su calle no pasaba ningún colectivo, tardé muy poco en encontrar uno que pudiera dejarme lo más cerca posible, a seis manzanas, y salvé andando esta última distancia. La señora me había recomendado tomar un taxi individual que me llevase hasta la misma puerta, pero la noche era agradable, me apetecía caminar y no me pareció que valiese la pena, por unas manzanas, arriesgarme a un fraude. Es curiosa la facilidad con que mucha gente te aconseja el uso del taxi, como si no fuera consciente de que se trata de uno de los gremios más universalmetne deshonestos. No sé si existe alguna otra profesión que se le iguale en falta de honradez.
Como ya dije en el capítulo anterior, el recepcionista nocturno de El Jardín de Sol era un malaje: un tipo seco, desconfiado y algo mal encarado que me recibió con poca amabilidad, rechazando –entre otras cosas– mi carné de conducir como documento de identificación, pese a que hasta ahora venía usándolo sin problema para registrarme en todos los hospedajes de Chile. Como me quedaban pocas energías y ninguna gana de negociar ese punto, ni eran horas para, en caso necesario, ponerme a buscar otro alojamiento, no vi mejor solución que presentarle el pasaporte. Luego me mostró mi reducida celda, que ya he descrito, y una vez me hube instalado y acomodado lo mejor posible en semejante cuchitril, lo último que hice antes de acostarme fue meterme un buen rato bajo la ducha purificadora (al menos había agua caliente), dejando escurrir desagüe abajo las angustias de ese día tan rico en emociones no precisamente gratas.