Bielorrusia. Cap. 9: Viciebsk

EL APARTAMENTO

Aun así, llegué al apartamento antes que mi anfitriona y me tocó esperarla aún unos minutos en la calle. Estaba ubicado en el piso 6 de un bloque aislado que no formaba parte de ningún conjunto, y era relativamente espacioso, con salón-cocina, dormitorio y baño; limpio, muy luminoso, decorado con buen gusto, decentemente amueblado y sobradamente calefaccionado. La cama era grande y el colchón muy cómodo. Las vistas, sin ser espectaculares, no estaban mal, ya que las ventanas daban sobre una zona ajardinada. Por los dos días que había reservado pagué doscientos rublos, incluido un pequeño extra por ocuparlo tan temprano. La dueña era una mujer de unos cuarenta años, agradable y servicial, con la que no me resultó difícil comunicarme: igual que Tatiana, tenía esa habilidad, no muy común, de saber escoger palabras sencillas, vocalizar bien y acompañarse de gestos. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 8: El expreso

EL TREN EXPRESO

Aunque la distancia entre Brest y Viciebsk es sólo de seiscientos veinte quilómetros, el tren nocturno emplea trece horas y media en recorrerla: va despacio y hace varias paradas. Aunque, ¿quién necesita un expreso de medianoche que vaya a toda velocidad? Si el objeto de los coches-cama es que puedas dormir durante el trayecto, flaco favor harían a los pasajeros si no les dieran tiempo a conciliar un buen sueño.

Mi tren salía a las seis de la tarde. Tenía billete para una litera superior en un compartimento de cuatro. Estos trenes de la antigua URSS tienen dos o tres tipos de coches-cama: los más económicos, de tercera clase, son vagones corridos, subdivididos en secciones abiertas con tres literas dobles cada una: dos transversales enfrentadas y una longitudinal al otro lado del pasillo. Los vagones de segunda tienen compartimentos cerrados y cuatro plazas por cada uno. Estos dos son los más habituales, y todos los trenes de larga distancia llevan vagones de ambos tipos. Algunos llevan, además, vagón de primera clase, con sólo dos plazas por compartimento. En segunda y tercera hay que pagar un pequeño extra por la ropa de cama; y es que no todo el mundo la necesita: hay quienes llevan la propia, o quienes hacen un trayecto corto y no tienen pensado dormir. Aquí, por cierto, todo el mundo prefiere las camas inferiores (a juzgar por lo rápido que se agotan), pero a mí me gusta más arriba, porque durante las primeras horas de viaje las de abajo hacen de asiento común y tienes menos libertad para tumbarte cuando te dé la gana. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 7: Nuevos preparativos

ÚLTIMOS DÍAS EN BREST

A medida que iban transcurriendo mi estancia en Brest iba haciéndose necesario tomar una decisión respecto al alojamiento: en el Energía había reservado cinco noches y, pese a sus varias ventajas, no pensaba quedarme allí más tiempo. Entre otras razones, porque su clientela -sobre la que ya dije algo- tiene tendencia a ser algo ruidosa: esos tipos ponen la tele o se lían de charla en las habitaciones a partir del véspero, disfrutan (y esto parece un rasgo de la cultura eslava) dando portazos y se levantan temprano con las mismas ganas de hablar alto y molestar a los vecinos. El ambiente me recuerda un poco, salvando las distancias, al que había en la academia de policía: estupendo si formas parte de él, pero incómodo si eres un turista insomne y amante del silencio. Mi duda, por tanto, no estaba entre si seguir en ese hotel o no, sino entre buscar un apartamento en Brest o en irme a otra ciudad. Inicialmente tenía idea de pasar ahí al menos un par de semanas, pues contaba con resolver el asunto de la estancia temporal (o incluso, si salía una buena oportunidad, comprar alguna choza tirada de precio) con la ayuda de mis conocidos, y esperaba además poder quedar con ellos varias veces; pero viendo sus nulas muestras de interés por pasar algunos ratos juntos, esta idea empezaba a perder sentido; y como otro de mis propósitos al venir a Bielorrusia era el de conocer la región diametralmente opuesta a Brest (que yo suponía, por su vecindad con Rusia, más “auténtica” y menos europeizada), así como disfrutar un poco de lo que pudiese quedar de invierno, empecé a planificar un viaje al nordeste, donde el clima es algo más septentrional. Y como ya había pasado un mes entero en Brest el verano anterior y nada interesante ni productivo parecía esperarme ahora ahí, no vi razón alguna para obstinarme en permanecer. Así que, con el mapa delante, comencé a estudiar las opciones. Sigue leyendo

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Esto se desploma

(NOTA: Este texto fue escrito en enero del 2022, pero se me olvidó darle al botón de “publicar”. Por tanto, ha perdido actualidad. Pero como creo que no me quedó mal y, además, algunas de las cosas que digo continúan teniendo validez y alguno de mis pronósticos se ha cumplido, lo publico ahora.)

Durante las últimas fechas empiezan a menudear, cada vez con más frecuencia, una serie de señales premonitorias de que la mal llamada “crisis del coronavirus” está a punto de desplomarse. Como los pequeños parches de cielo azul que dejan entrever las nubes un rato antes de que comience a amainar la tormenta, algunas noticias sueltas, escuchadas aquí o allí, le indican al ciudadano atento que la borrasca covidiana tiene todos los visos de escampar pronto. Primero se oyó que Israel e Italia estaban considerando suspender la campaña de vacunaciones; después, que la Justicia francesa había desautorizado la mascarilla obligatoria por las calles de París; acá, una taifa española abandonaba la exigencia del pasaporte covid; allá, tal o cual país relajaba sus medidas restrictivas de libertades; hace poco se dijo que Alemania iba a dejar de vacunar masivamente; en casa, Pedro I El Guapo sale con que, para proteger al sobrecargado sistema sanitario -excusa inverosímil donde las haya-, se va a relajar el seguimiento del número de infectados; y ahora hasta la propia Agencia Europea del Medicamento desaconseja las dosis sucesivas del elixir mágico más allá de la llamada “de refuerzo”. ¿Y quién no ha oído durante las últimas fechas la nueva palabra fetiche: gripalizar?, que es el modo disimulado, en neolingua, de admitir que la covid no es otra cosa que una gripe, sólo que más virulenta. Por todas partes surgen “expertos” pronosticando el fin de la epidemia o incluso proclamándolo; quizá los mismos expertos a quienes antes no se permitía hablar, o quizá los que nunca han sido censurados y que ahora han modulado su mensaje; pero, en cualquier caso, portadores de un mensaje que hasta ahora estaba prohibido, y esto es lo significativo. Empiezan, además, a llegar reveladoras noticias del origen del SARS-CoV-2 que ponen de manifiesto que fue una creación artificial encaminada a conseguir el mayor negocio farmacéutico de la historia. Hay ya, pues, bastantes indicios de que esta colosal estafa no puede colar por mucho más tiempo ni siquiera en las estupefactas sociedades del siglo XXI, y aunque todavía muchos gobiernos y medios de comunicación persisten en mantener sus campañas del pánico, como últimas cortinas de lluvia desprendidas del cumulnimbo que a ojos vista se disipa, cada vez son más los que prefieren no rezagarse, para su futura vergüenza, en abandonar una causa que se hunde irremisiblemente. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 6: Migración

MIGRACIÓN Y CIUDADANÍA

Me faltaba realizar la gestión más difícil: ir a una oficina de migración y preguntar si podía extender mi estancia en Bielorrusia, y -en caso afirmativo- cómo. Mi experiencia con los burócratas y determinados empleados de la esfera ex-soviética no data de antes de ayer. Mis largas estancias en Polonia y viajes por Rusia, Ucrania y Bielorrusia me han familiarizado con el tipo de trato que te deparan en oficinas administrativas y otros lugares como estaciones, correos, sanidad, etc., que eran servicios monopolizados por el estado en aquella esfera política: el personal no sólo no habla una palabra de inglés -y, aunque alguno lo conozca un poco, siempre se hacen los suecos- sino que además su actitud suele ser seca, impertinente e impaciente, cuando no abiertamente hostil. Pero si quería lograr mi propósito tenía que pasar ineludiblemente por ese mal trago.

Lo primero era identificar a qué oficina debía dirigirme. Aquí, al igual que en Rusia, se toman muy en serio el control de la ciudadanía. La libertad de movimiento y desplazamiento son conceptos que no acaban de cuajar en las mentes de sus gobernantes; y eso pese a que la Unión Soviética se disolvió hace más de treinta años y supuestamente los sistemas de los países resultantes de la fragmentación se han “occidentalizado”. Pero, no: esos estados continúan siendo unos control freaks (por usar esta útil expresión inglesa); quizá no sólo con el fin de controlar a la población, sino también porque hay cientos de miles de empleados públicos que viven de ese trabajo y el gobierno no sabría qué hacer con ellos si de repente decidiese dejar de vigilar a la gente. Es, además, una fuente no despreciable de ingresos para el tesoro, porque el ministerio del interior se harta a poner multas a cuenta de incumplimientos de la normativa sobre la residencia. Por ese motivo, en todas las ciudades hay como mínimo una subdelegación del servicio de ciudadanía y migración, y en las capitales regionales hay varias, una por cada distrito; y un ciudadano sólo puede acudir a la que le corresponda por el domicilio donde esté registrado. A esto del registro le dedicaré un capítulo aparte más adelante. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 5: Bancos

BANCOS

El resto de mis días en la ciudad lo empleé en hacer algunas gestiones, o al menos en intentarlo. Me habría gustado quedar con Ruslan, el simpático y amable bielorruso a quien, el verano anterior, había conocido por azar en Polonia y con quien luego quedé varias veces en Brest. Entonces me llevó a varios lugares en compañía de su adorable mujer y su hijo, y me ayudó a solucionar algunas cuestiones. Pero en esta ocasión no debía de apetecerle mucho porque, aunque me dijo que en cuanto se organizase un poco me llamaría, no llegó a hacerlo; y desde luego no soy yo persona para insistir ni mendigar un encuentro. Él se pierde mi compañía igual que yo me pierdo la suya.

Lo primero que quise hacer fue abrir una cuenta bancaria y sacarme una tarjeta de débito; no sólo para pagar con ella bienes y servicios sin tener que andar llevando míseros kopeks encima, sino también -lo admito abiertamente- para estudiar la posibilidad de sustraer parte de mis ahorros al férreo control económico y, lo que es peor aún, personal que ejercen los gobiernos europeos. Me enerva que no pueda uno hacer con sus dineros, que ya han pagado los debidos impuestos, lo que le dé la gana sin que alguna autoridad administrativa pretenda embargárselos o algún banco excesivamente ávido de ganancias ilícitas intente bloquearle las cuentas.

Con dicho fin, había estado varias horas mirando por internet algunos bancos bielorrusos para saber cómo y en qué condiciones podía abrir una cuenta, así como para comprobar cuáles tenían una versión en inglés de su web; detalle de gran importancia cuando no se conoce el ruso con la suficiente soltura. Sabía, por haberlo leído en una página muy completa (casi exhaustiva) dedicada a todo lo que tenga que ver con venir, visitar y quedarse en Bielorrusia, que tal cosa era factible para un extranjero aunque sea un mero turista. De ahí también saqué un listado de los bancos más sólidos; y con toda esa información me dirigí sucesivamente a varios de ellos, empezando por los que me parecieron más English friendly. Pero resultó que una cosa es el escaparate de la web y otra muy distinta la realidad de los empleados de banca. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 4: Mujeres

VALENTINA

Valentina me recuerda a Susana -la ucraniana que fue sirvienta en casa algunos años- en esa manera rápida de hacerlo todo y en esa franqueza brusca y algo cortante con que te dice las cosas. No es tanto que esté siempre pronta para la acción como que no sabe estarse quieta. Lo que en un principio parece solicitud y diligencia es más bien, creo yo, una cierta tendencia a imponer su voluntad: no te pregunta si tienes hambre, sino que te prepara la comida y luego te hace el reproche si no te la comes; si le comentas que estás considerando la posibilidad de buscar un profesor de ruso, inmediatamente le pregunta a Google y, antes de que puedas decir “Amén, Jesús”, ya te ha concertado una cita, y no hay manera de hacerla entender que sólo estabas pensando en voz alta. Y si se le antoja pedirte que bailes con ella, te insistirá hasta hacerte sentir culpable. Limpia rápido, cocina rápido, compra rápido, decide rápido, pero ninguna de estas cosas la hace especialmente bien. Lo que piensa te lo dice a la cara aunque no hayas dado muestra alguna de querer saberlo o no venga al caso. No es que tenga mal fondo: simplemente… es ucraniana. Así me lo eplicó, de hecho, Tatiana en una ocasión: “Es que ella es ucraniana, Pablo, y los ucranianos son así.” No sé si Tatiana está o no en lo cierto, pero seguramente no le faltan razones para pensarlo, ya que en Brest, por su proximidad a Ucrania, hay mucha gente de este país; y mi propia experiencia, aunque escasa, no desmiente la opinión de Tatiana.

De todas formas, el encuentro con estas dos viudas el primer día de mi estancia fue un buen comienzo. No sólo estuve entretenido durante unas horas sino que obtuve interesante información y ofrecimientos de ayuda que, lamentablemente, luego no pasaron a obras. Cuando me levanté para irme, la botella de champán se había quedado sin abrir, ya que Valentina no bebe alcohol, a Tatiana -para quien sobre todo la compré- no le apetecía y yo ya me había tomado una mezcla de todos los demás licores que había sobre la mesa. No sé por qué, la idea de esa botella me acompañó durante mi viaje de vuelta en el trolebús, y aun ahora que escribo me he acordado de ella. Sigue leyendo

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Bielorrusia. Cap. 3: Brest

BREST

Con más de trescientos mil habitantes, Brest es la capital del oblast (condado o región administrativa) al que da nombre, uno de los seis en los Bielorrusia se subdivide. Situada junto a la frontera con Polonia, esta ciudad -como la mayoría de ellas por este lado del mundo- es muy amplia y espaciosa: Rusia, Ucrania y Bielorrusia son países con baja densidad de población, donde el terreno es barato; de modo que las avenidas son anchas, con abundancia de plazas, parques y espacios públicos, edificios en general bajos, de tres o cuatro plantas, rara vez más de seis salvo en las urbanizaciones de los ensanches, y aun ahí la distancia entre unos bloques y otros suele ser grande, con árboles o zonas ajardinadas entre medias y generalmente sin vallados ni obstáculos al paso (lo cual resulta extremadamente conveniente para los viandantes a la hora de hacer atajos). Aquí no existen nuestras impenetrables manzanas de bloques adosados uno a otro sin solución de continuidad. La inmensa mayoría de los edificios no comparten una medianera con otro. No es raro, por otra parte, encontrar en el mismo centro de estos núcleos urbanos algún que otro barrio entero de casas unifamiliares, con frecuencia de madera, cada una en mitad de su parcela o pequeña huertecilla (al estilo Galicia), y en el que las calles son a veces de tierra, sin asfaltar: tales barrios son el testimonio vivo del origen rural de la localidad, las zonas a las que la presión especuladora -por aquí mucho menor que por Occidente- no ha llegado, y que se mantienen tal como eran hace cien años.

Brest, además, al servir en cierto modo -por su ubicación- de escaparate de Bielorrusia hacia Europa, está muy limpia y cuidada; sobre todo en el centro: calles y aceras bien pavimentadas, autobuses y trolebuses relativamente nuevos, parques y jardines arreglados con esmero, edificios bien mantenidos, modernos servicios públicos, etc. Además, hay abundancia de bares, cafés, restaurantes y hoteles. Nada que ver con lo que yo me había imginado siempre acerca de este país, hasta que lo conocí.

Lo primero que hice, una vez que me hube acomodado en el hotel, fue conseguirme una línea para el móvil. Como en casi cualquier otro lugar del mundo, aquí las telecomunicaciones han ocupado un puesto esencial en la vida cotidiana, y ya no se puede ir por ahí sin una conexión a internet. El trámite me llevó apenas diez minutos porque ya lo conocía de la vez anterior: diez euros por una SIM con llamadas y datos ilimitados por treinta días. Hay tarifas más baratas, pero están restringidas a los residentes. Y lo segundo que hice fue cambiar dinero. Me quedaban algunos rublos de mi anterior estancia, pero eran apenas suficientes para los gastos de un día, así que me acerqué a un banco que ya tenía identificado como el que ofrecía mejor cambio y vendí mil euros. En Bielorrusia, como a continuación explicaré, el dólar y el euro circulan tanto como la moneda nacional, si no más, y los tipos de cambio tienen unos márgenes mínimos. De hecho, es el mejor país (quizá junto con Rusia) para cambiar directamente entre euros y dólares, porque los bancos ofrecen esa posibilidad sin tener que pasar por el rublo. Sigue leyendo

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