Andorra: un enorme supermercado

Cuando se detiene uno a pensarlo, no hay más remedio que sorprenderse de la cantidad de erróneas certezas que cada uno de nosotros asume, sin modificar, a lo largo de lustros, décadas y, en muchos casos, toda nuestra vida. Unas de mayor relevancia que otras, por supuesto; muchas de ellas inofensivas, como la que voy a mencionar, pero otras muchas fatales para nuestra vida social o nuestro bienestar emocional.

Quizá porque alguien me lo enseñó así en mi infancia, o por haberlo leído en alguna parte entonces, yo siempre había creído que Andorra era un país social y culturalmente a medio camino entre Francia y España, que allí se hablaba indistintamente francés y español y que era visitado desde una y otra nación por igual. He tenido que viajar hasta Andorra por casualidad para darme cuenta de lo equivocado que estaba.

Valle pirenaico en Huesca.

Valle pirenaico en Huesca.

Ya en Huesca, como dije en el capítulo anterior, empieza a notarse la diferencia porque hay muchos catalanoparlantes en su mitad oriental; y si existe uno, sólo un factor que debiera destacarse a la hora de diferenciar a dos pueblos, dicho factor es el idioma. El idioma separa más que cualquier legislación o frontera, y casi tanto como la distancia. A veces, por ejemplo, me pregunto si las grandes diferencias culturales que hay entre España e Hispanoamérica se deben más a la distancia o a nuestro muy distinto modo de usar una lengua supuestamente común. En cualquier caso, los políticos han hecho una labor increíblemente eficaz en dividir España promoviendo el catalán como lengua vehicular prácticamente única en Cataluña, pues cualesquiera que fuesen las diferencias culturales (y los sentimientos) entre esta región y el resto del país hace cuarenta años, ahora se han multiplicado por diez.

Pero estoy divagando, como de costumbre.

Desde Sahún, donde había pasado la noche, regresé a Castejón de Sos para continuar por el Eje Pirenaico hasta Andorra. El primer lugar donde me paré esa mañana fue Noales, donde me llamó la atención el tono de la piedra de las casas y pude confirmar una vez más que, antiguamente, el color de los pueblos era casi idéntico al del paisaje sobre el que se levantan; y es que hasta tiempos no tan pretéritos los materiales de construcción aún se sacaban de la madre tierra en el lugar, o en sus cercanías y, por lo tanto, con la tierra se camuflaban: marrón o rojizo queda al secarse el adobe según las regiones, grises son los sillares de la sierra madrileña, sacados del granito, blanquecinos los muros de Cuéllar, ocres los del castillo de Olite, negruzcas las casas del Pirineo y rojizas las piedras con que está edificado Noales.

Casas en Noales (Huesca).

Casas en Noales (Huesca).

Al llegar a la provincia de Lérida la ruta pirenaica se bifurca, y yo, sin otro criterio que el de permanecer lo más cerca posible de las cumbres nevadas, tomé el ramal que va hacia el norte. Si acerté o no, no voy a saberlo, pero muy equivocado no pude andar porque los sitios por donde pasé eran paisajísticamente irreprochables.

Alto de la Bonagua.

Alto de la Bonagua.

Nunca había estado antes en el alto de la Bonagua, que yo recuerde, pero de todas formas me resultó curioso, al llegar allí, ver desiertas aquellas instalaciones de invierno, los teleféricos detenidos, las puertas del complejo de esquí cerradas, la maquinaria en silencio y ni un alma en todo el lugar. Me acerqué al borde de la ladera, donde el viento agitaba unas flores, y contemplé el valle. No me resultó fácil sostener la cámara con firmeza para hacer una foto, porque en aquel collado el aire se acelera y las rachas soplan con fuerza.

Fue un acierto traerme el casco jet para este viaje. Mientras hacía los preparativos estuve dudándolo mucho: el integral es más seguro, más visible (lo compré amarillo) y menos expuesto en caso de lluvia, pero el jet me proporciona un campo de visión mucho más amplio y claro, me da mayor libertad de movimientos, me facilita consultar el GPS en las paradas y me permite dirigirme a la gente sin ocultar el rostro. En cuanto a la seguridad, después de todo la velocidad media que estoy sacando en este viaje es de 52 km/h, así que tampoco estoy expuesto a choques demasiado violentos. Alguno pensará que un casco modular tiene las ventajas de ambos, y es cierto… si olvidamos el peso, que es para mí uno de los factores más importantes. Ya no soy ningún chaval y mis cervicales se resentirían mucho si tuviera que llevar casi dos quilos en la cabeza durante cinco horas al día. El casco modular pesa mucho; aparte de que no todos están homologados para conducir con la parte inferior alzada. Me alegro de haberme traído el jet, porque estoy disfrutando de lo lindo con los paisajes y la sensación de libertad.

Cuando por fin llegué a Andorra me dejó bastante frío: me pareció igual que el resto de los Pirineos, sólo que mucho más poblado. Es, en cierto modo, como un centro comercial gigante, un enorme supermercado pirenaico, donde la gente va a dejarse el dinero en compras y restaurantes no siempre más baratos que lo que puede encontrarse en el resto de la península. Es un país bonito, sin lugar a dudas, pero no más que cualquier otra zona de la misma cordillera. Y el tráfico en sus carreteras es incesante, lo cual le resta atractivo.

El por qué de la existencia de Andorra lo desconozco, pero imagino que tendrá mucho que ver con la fiscalidad y muy poco con la “identidad cultural”: en contra de lo que yo había tenido siempre por cierto (y aquí acabo lo que comencé al principio del capítulo), Andorra no está a medio camino entre los dos países que la bordean, sino que es España de pies a cabeza; más concretamente, Cataluña; y, de hecho, los franceses raramente llegan más allá de El Pas (justo tras su frontera), donde van para echar gasolina y hacer alguna compra. La gran mayoría del turismo es español, y el idioma predominante el catalán, aunque el francés es también cooficial. En lo que sí puede parecerse a Francia es en la riqueza; pero cualquier puerto franco la tiene.

Bueno, en realidad también se parecen a nuestros vecinos en otro aspecto social: la educación. Al contrario que en España, en Andorra (y, por supuesto, más adelante en Francia) me trataron en todo momento de usted, cosa que alguien con mis canas y mi mentalidad clásica agradece.

Igual que había hecho el día anterior, para buscar alojamiento me aparté de la ruta principal; y esta vez vine a recalar en Ordino, una pequeña localidad que -no hace falta decirlo- presenta la misma impecable estética y cuidado que la mayoría de los pueblos que he encontrado a lo largo de los Pirineos.

Ordino (Andorra)

Ordino (Andorra)

Estando allí, y por el placer de trepar un poco, seguí con la moto hasta el final de la carretera que sube por el valle, en lo alto de la cuenca, apenas a quinientos metros de las cimas montañosas y la cuerda que hace frontera con Francia, desde donde puede contemplarse una vista espectacular. Ahora, eso sí: me cansé de hacer curvas.

Rosaura en la cima de los Pirineos (Andorra)

Rosaura en la cima de los Pirineos (Andorra)

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El Eje Pirenaico

El Eje Pirenaico es la carretera estatal que, bajo diferentes números y atravesando distintas regiones, corre más o menos paralela al sur de los Pirineos; una magnífica ruta motera que discurre, con un buena cantidad de rápidas y entretenidas curvas, por imponentes paisajes que, en algunos lugares, casi quitan el aliento: valles llenos de vegetación, pantanos, frondosos bosques, caudalosos arroyos, asombrosas gargantas, montañas de picos nevados… así como profusión de pequeños y pintorescos pueblos, con casas de piedra desde los cimientos hasta los tejados, que son de lasca. A lo largo de esta carretera (y sus vecindades) nunca hay escasez de agua ni de lugares sombreados, y probablemente el único problema que se le va a presentar al motero es resolver el dilema entre disfrutar de la excitante conducción semi-deportiva a que la carretera invita, o de la naturaleza que lo asombrará detrás de cada curva; pero ambas cosas a la vez no pueden ser: o pones tus cinco sentidos en el asfalto o los pones en el paisaje; de lo contrario, lo que te dejarás en el asfalto será la piel.

Dicho esto, tengo que añadir que para mí el Pirineo es… como un parque de atracciones: entretenido, pero igual a cualquier otro. En su perfección paisajística y rural encuentro algo… casi de artificial, de poco auténtico, y la prosperidad y abundancia de riqueza se deja traslucir en muchos detalles. Es, para mi gusto, demasiado rico y turístico. Aquí, quienes tengan espíritu de exploradores verán un poco frustrada esa vena, al sentir que son el enésimo visitante, que nadie mira al forastero con verdadera curiosidad y que la foto más bonita que puedan encuadrar la han tomado ya miles de viajeros, ese mismo mes.

No quiero con esto decir, ni mucho menos, que no lo disfrutara, pero las impresiones que el Pirineo ha dejado en mi emoción no han estado a la altura de las que ha dejado en mi retina, ni se acercan a las que tuve al cruzar los bastante más genuinos parajes de Burgos o la sierra de la Demanda.

Una cosa, en cambio, sí he aprendido, y es que el Alto Aragón es muy poco Aragón. Me ha parecido percibir con cierta claridad que Huesca -perdónemne los oscenses- está dividida entre Navarra y Cataluña: la mitad oeste está conquistada por los vascones -que se delatan en los nombres de bares y comercios, o en los hábitos culinarios, el vino e incluso en el acento y el carácter- mientras que la oriental está invadida por Cataluña en el mismo sentido: tiendas, hoteles, restaurantes y, por supuesto, el habla. De modo que he visto poco de aragonés en esa parte de la Comunidad Autónoma, lo que ha supuesto una pequeña decepción para uno que esperaba descubrir una nueva provincia; no ha sido así: en Huesca he visto, principalmente, prolongaciones de Navarra y Lérida.

Un rincón en Yebra de Basa.

Un rincón en Yebra de Basa.

Desde Jaca, donde había pasado la noche en una habitación de hotel a precio de pensión por cortesía de su amable personal, seguí hacia el oeste el Eje Pirenaico, parándome en lugares como Yebra de Basa, donde me encontré por pura casualidad con una pequeña concentración de coches antiguos (si entendemos como tales modelos que estuvieron en auge durante los años 70): lo que más había eran Seat 600, el automóvil que acompañó a la despoblación de la España industrial, allá por los años 60; al éxodo masivo desde los pueblos a las ciudades, del que mi propia familia formó parte. Durante aquella década y la siguiente mi pequeña localidad natal vio sus habitantes reducidos a la cuarta parte; un fenómeno que, personalmente, no contemplo con benevolencia alguna.

Dos bonitas unidades del clásico Seat 600, el automóvil de los 60.

Dos cuidadas unidades del clásico Seat 600, el automóvil de los 60.

Paré también en Fiscal, a la vera de las impetuosas aguas pirenaicas del río Ara, con cuya cuenca  se empareja la carretera ofreciendo uno de los tramos más hermosos de la ruta hasta más allá de Boltaña, otro pueblo en piedra cuidado con esmero de coleccionista, o más bien de restaurador: impecable en su armonía.

Otro bonito y romántico rincón, esta vez en Fiscal.

Otro curioso y romántico rincón, esta vez en Fiscal.

Almorzando en una soleada terraza de Boltaña.

Tras el almuerzo en una soleada terraza de Boltaña.

Saliendo del valle del Ara, tras una cuesta, aparece a la izquierda Banastón, apenas una modesta y encantadora aldeíta al pie del monte y sobre los trigales, mirando hacia el mediodía, como casi todas las poblaciones de esta tierra de largos inviernos.

Al toparse con el río Esera gira la ruta bruscamente hacia el norte y aprovecha su estrecho cauce, que discurre a lo largo de una garganta de imponentes paredes, resultando uno de los tramos más fascinantes del Eje.

Garganta del río . Foto que por desgracia no hace justicia a la realidad.

Garganta del río Esera. Por desgracia, la foto no hace justicia a su belleza.

No obstante, siendo una preciosa ruta, tiene también un tráfico considerable, así que a la altura de Castejón de Sos me desvié siguiendo la cuenca del Esera un poco hacia arriba, hacia Benasque, para buscar un hotel algo apartado. Y lo encontré en Sahún, otro de los muchos pueblos meticulosamente conservados de la región, cuyas casas se disponen sobre una ladera, subiendo una empinada cuesta desde el cauce del río, de modo que gozan de unas espléndidas vistas. Y, como no era tarde, cuando acabé de acomodarme en la modesta habitación que me asignaron aproveché para mover las piernas -cosa que intento hacer por lo menos durante una hora cada día de viaje- a lo largo una de las varias pistas de senderismo locales, bordeando el pintoresco embalse de Linsoles.

Pequeño embalse de Linsoles.

Pequeño embalse de Linsoles.

Ya de regreso, la sombra de las montañas subía aprisa por la ladera opuesta, dejando al valle inmerso en una luz azulada y algo neblinosa que le daba un toque melancólico que se me comunicó al corazón; y de este humor volvía cuando apareció en mi camino el pequeño santuario de Guayente, en cuya silenciosa y desierta capilla -me sorprendió que estuviese abierta, pese a lo aislada- entré y, casi en absoluta oscuridad, me senté un rato a meditar.

Medité, como suelo, sobre la Iglesia y sus fieles, sobre la fe que no tuve la fortuna de encontrar en mi vida y sobre la casi heroica profesión de religioso en nuestros tiempos ateos. Hoy más que nunca admiro a los curas, en este mundo donde no hay lugar para la religión, y a su labor sin futuro ni esperanza razonable: leyendo sus inverosímiles sermones a una escasísima audiencia, cada vez más reducida. Me dan envidia sus creencias. Pienso que antaño, hasta no hace tanto tiempo, ser cura era no sólo fácil, sino para mucha gente una “tentación” que iba más allá de la fe, porque el poder de la Iglesia se hacía extensivo directamente a sus ministros: en cualquier comunidad, sobre todo en las pequeñas, el párroco era una personalidad no sólo respetada sino, con frecuencia, temida. Además, enlistarse en las filas del clero era una forma de tener acceso a una educación y una cultura que no todos podían adquirir. No había, por tanto, ningún crédito en ser cura por aquel entonces. Pero hoy, con la universalización de la cultura, el abandono en masa de la fe y, por último, el desprestigio de la Iglesia, creo que esa profesión exige unas cualidades poco comunes y, en cierto sentido, admirables.

Sobre esto pensé allí sentado en la penumbra de la capilla, y sobre otros aspectos de mi vida también, como este viaje a ninguna parte, a ratos tan carente de sentido, aparentemente como todo lo demás. Y por primera vez en mi vida saqué unas monedas del bolsillo y las puse en la caja de las limosnas -un gesto sin mérito, pero nuevo para mí-; y me sentí bien al hacerlo.

Por cierto, y para concluir este capítulo, diré que tiene Sahún uno de los cementerios más alegres que he visitado nunca: al pie de las altas montañas, cubierto de césped, adornado de flores y rodeado de árboles sobre la soleada ladera aneja a la iglesia, donde el permanente trinar de los pájaros pone la guinda a un lugar en el que -estoy seguro- el alma de aquellos que creyeron en su más allá descansa en verdadera paz. Difícilmente pudieron desear un lugar mejor para ser enterrados. (Pincha sobre la foto para ver el vídeo, que quizá transmita mejor las sensaciones del lugar.)

Cementerio de Sahún.

Cementerio de Sahún. HAZ CLIC PARA VER EL VÍDEO.

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Un lugar llamado Javier

No hay cereal más hermoso y noble que el trigo.

No hay cereal más hermoso y noble que el trigo.

Desde Olite hasta Jaca sólo hay ciento quince quilómetros, pero me llevó todo un día recorrerlos.  Viajo despacio y me detengo allá donde mis ojos y mi corazón me indican. O, bueno, más o menos: son tan hermosos los pueblos y rincones por los que voy pasando que cada uno merecería un capítulo aparte en mi cuaderno; me resultan un regalo para la vista y un verdadero bálsamo para el espíritu; y son, además, tantos estos lugares que, si me parase en cada uno hacia el que mi vista vuela, no me alcanzaría la vida para conocerlos ni describirlos.

A poco de alejarse el viajero hacia el nordeste desde Olite, empieza el terreno a ondularse, la moto se alegra con algunas curvas y cambios de rasante, y da comienzo el muestrario de pueblos navarros y aragoneses por los que he tenido la suerte o el tino de pasar.

Ahí está San Martín de Unx, lugar de fuerte herencia románica, construido en piedra sobre la piedra, en lo alto de un otero y dominando una vistosa campiña; con sus tres iglesias, sus escudos y sus fierros castellanos. Lugar de buenos vinos.

Hermosa vista desde la iglesia de San Martín.

Hermosa vista desde lo alto de San Martín de Unx.

Pórtico de la iglesia de San Martín

Pórtico de la iglesia de San Martín

Ahí está también Lerga, modesta aldea de la que poquísima gente habrá oído hablar aparte sus parroquianos, pero que puede rivalizar en atractivo con la mejor. Encantadora es su modesta iglesia, anchas y luminosas sus calles, recias sus casonas blasonadas y primorosa la plaza del ayuntamiento.

Casas en Lerga.

Casas en Lerga.

iglesia

Iglesia de Lerga.

plaza

Plaza de Lerga.

O Eslava, trepando por una colina y asomándose al sur.

Eslava

Eslava

Sangüesa es ya localidad más conocida, y con título de ciudad, por ende; municipio grande de la zona, bañado por el río Aragón y varias veces inundado por él. Ahí me detuve a tomar unas tapas y algún vino en uno de los muchos y atractivos bares que hay a lo largo de su animada calle Mayor, peatonal, así como en las calles aledañas, dentro del casco antiguo. Había ese día un mercadillo bajo los umbríos arcos del ayuntamiento que parecía un cuadro medieval.

Soberbia portada románica de Santa María la Real, en Sangüesa.

Soberbia portada románica de Santa María la Real, en Sangüesa.

Pero, con diferencia, el que me ha cautivado esta jornada ha sido uno de esos sitios que no vienen ni en los mapas: por una carretera de tercer orden, y aun así escondido y a trasmano, apenas sin señalizar, al tomar un desvío que pasaría desapercibido al conductor más atento, se encuentra un extraño lugar llamado Javier. En la ladera de un monte, frente a un delicioso valle arbolado, surge gallardo entre el verde del paisaje el castillo de Javier, llamado así porque fue la cuna de San Francisco Javier. En las proximidades, dos conventos, una basílica, un restaurante cerrado y un hotel. Eso es todo. Un conjunto llamativo y sorprendente, por lo bonito y perdido. Como una pequeña Arcadia divina, que lo mueve a uno preguntarse: ¿qué hace esto aquí? Quizá tenga su pequeño secreto… o quizá no, pero es mejor no saberlo porque así conservará en mi memoria el encanto de lo incógnito y remoto.

Castillo de Javier, cuna de San Francisco Javier.

Castillo e iglesia, cuna de San Francisco Javier.

patioAbadiaJavier

Patio de la basílica de Javier.

Al salir de aquel valle y volver a la “civilización” se desemboca a la altura de Yesa en la pintoresca carretera N-240, el llamado Eje pirenaico, que ahí empieza a bordear un embalse abundantísimo en preciosas vistas, de las que no tomé ni una foto porque me dediqué a juguetear con la moto en las curvas. Lo que sí hice fue apartarme por un camino y quitarme el pegajoso calor de ese día bochornoso dándome un baño en el agua del lago, que me dejó como nuevo.

rosauraYesa

Rosaura, deseando darse un baño. Embalse de Yesa.

El vagabundo tras darse un baño en el embalse de Yesa.

El vagabundo tras darse un baño en el embalse de Yesa.

En un entorno ya más terrenal y prosaico, entre tierras de cultivo y al borde de la carretera, se yergue imponente sobre una cresta rocosa, que ha resistido a millones de años de erosión, la localidad de Berdún. Estamos ya en Aragón, provincia de Huesca (suponiendo que Huesca sea Aragón, por lo que ya diré en su momento). Berdún es otro de esos pueblos que no tienen desperdicio, bonito desde abajo y desde arriba, de frente y de perfil, por dentro y por fuera: con sus restos de la muralla medieval, sus casas haciendo balcón sobre la llanura, sus calles estrechas comunicadas por cantones y pasadizos, o su pequeña plaza recogida y discreta. Tiene, además, una pequeña colección de casas escogidas distribuidas en una sencilla ruta muy fácil y agradecida.

Berdún.

Berdún.

casaEsquinaBerdun

Mirando hacia poniente.

casaPalaciegaBerdun

Casa palaciega en Berdún.

vistaDesdeVerdun

Dominando la llanura.

Me demoré un buen rato descubriendo Berdún y haciendo fotos, y me habría quedado a dormir de no ser porque en la hospedería no quedaban habitaciones libres; así que hube de irme hasta Jaca, conduciendo entre dorados y esplendorosos campos de trigo, del que en alguna ocasión tengo dicho que no hay cereal más hermoso y noble.

Trigales llegando a Jaca.

Trigales llegando a Jaca.

Ya venía la tarde bochornosa y amenazando lluvia, y estaba yo entrando por la puerta del hotel donde me alojé en Jaca justo cuando descargaba la tormenta. Medio minuto más tarde y me calo. Después, cuando escampó, tuve ocasión de aprender lo bien que se tapea allí; un verdadero paraíso de los pinchos, y también del vino. Un final de jornada redondo. Regresé a la habitación del hotel bien satisfecho y, como diría mi madre, cantando baixiño.

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Disfrutando Olite

Plaza de San Martín, el centro social del pueblo, y castillo al fondo.

Plaza de San Martín, el centro social de Olite, y castillo al fondo.

Es común, escribiendo diarios de viaje, que en cuanto te descuidas un par de días se te empiezan a acumular los eventos, vuelan las jornadas, se amontonan los lugares, las impresiones, las experiencias, y al final pierdes el hilo y la cuenta. Y lo del diario online no lo hace más fácil; al contrario: con el diario tradicionale, de a cuaderno grapado y boli Bic, que lo mismo escribes tomando el desayuno que echando un vermú en una terraza o esperando al tren, en cualquier tiempo muerto de los muchos que tiene la jornada, es más raro que esto ocurra.

La calle San Martín, con sus varias terrazas donde, tanto por la mañana como al atardecer, se está en la gloria.

La calle San Martín, con sus varias terrazas donde, tanto por la mañana como al atardecer, se está en la gloria.

Venía diciendo en el capítulo anterior, creo, que toqué el cielo con las manos -paisajísticamente hablando- a lo largo del recorrido a través de la Sierra de la Demanda, de la cual salí por una impresionante puerta natural hacia el mucho más modesto valle de Ebro. Y dije también -o, si no, lo digo ahora- que Logroño, una de las capitales de provincia más bonitas y con mejor calidad de vida, no hizo -por comparación con la sierra- gran mella en mí esta vez. De modo que sólo pasé una noche allí, y a la mañana siguiente cogí la moto y continué viaje.

La muy castellana plaza del ayuntamiento.

La muy castellana plaza del ayuntamiento.

No obstante, esta etapa fue muy corta: apenas había hecho unas decenas de quilómetros (Lodosa, Andosilla, Peralta y Marcilla) cuando, por equivocarme en un cruce, tuve la suerte de ir a parar a la noble villa de Olite, donde (aunque sin comparación con Santo Domingo) el cuerpo me pidió quedarme tres días; y es que tras haber hecho un centenar de quilómetros por el desierto estético del sur de Navarra, Olite me pareció como un oasis de armonía. Aparqué la moto en la bonita plaza del ayuntamiento, escogí el hotel que más plugo a mis sentidos y, como me acogieron con la sencillez que me gusta, hice de él mi casa.

Pasé los tres días escribiendo el diario, paseando por las calles del casco viejo -restauradas con gusto irreprochable-, haciendo mil fotos de lugares hermosos (fotos que luego, al verlas en la pantalla, siempre te decepcionan) y decorando las maletas de Rosaura con papel verde fosforito para ser más visible en la carretera.

Este atrio exterior embellece y le da enorme gracia a la plaza de los Teobaldos.

Este atrio exterior embellece y le da enorme gracia a la plaza de los Teobaldos.

Una cosa, sin embargo, no me gustó del pueblo: Olite huele a porro. Cosa, por cierto, muy común en la España vascongada. Siento mucho decirlo, pero Olite es otro de esos municipios del “norte” cuyas autoridades parecen ver con buenos ojos que la gente fume canutos por la calle, en los parques y hasta en las terrazas de los bares; y a mí, que apenas tolero el humo del tabaco, el empalagoso del hachís me pone de los nervios. Eso de darle al canuto será muy progre y muy guays, pero yo no soy ni una cosa ni otra, así que ahí queda esta crítica.

La entrañable rúa Portillo, con su virgencita sobre el arco de la puerta.

La entrañable rúa Portillo, con su virgencita sobre el arco de la puerta.

Espero que estas fotos describan Olite mejor que yo. Quizá lo que más me ha gustado del casco antiguo es el curioso conjunto arquitectónico formado por el Castillo-Palacio real, el acceso al atrio, la iglesia de Santa María la Real, el atrio mismo -con pozo y todo- y el parador Nacional. Por cierto que el castillo de Olite es muy bonito pero, para mi gusto, demasiado perfecto; le falta algo. Autenticidad quizás. Me recuerda un poco, salvando las distancias, al alcázar de Segovia: rellena muy bien una postal pero no tiene alma. Es como un Exin-castillos.

Acceso al claustro

Acceso al atrio

Este conjunto que digo tiene una combinación casi perfecta de contrastes: fuertes luces y duras sombras, los colores de la piedra y el cielo, el juego de columnas y líneas de fuga, de esquinas y peldaños, de puertas insinuadas, y el atrio a cielo abierto con su desnudez casi erótica, sugiriendo intimidades desveladas.

Frente de la iglesia BlaBla a través de las columnas del atrio.

Frente de la iglesia Sta. María la Real a través de las columnas del atrio.

Y el pozo; ese pozo que nunca falta en las leyendas y que seguro guarda, como los pozos del sur, una mujer mora en las aguas del fondo que hipnotiza y cautiva a los niños que se asoman al brocal…

Pozo del atrio.

Pozo del atrio.

Me llamó la atención, por esa vena mística que a veces me susurra en el oído, y por esa España sin complejos de la que tanto estoy hablando, el lema que esta bodega se atreve aún a ostentar sobre el dintel de su puerta. Lamentablemente, tiene poco futuro una bodega con tal estética, en los tiempos que corren, con tanto descreído suelto que anda por ahí.

¡Bravo por Vega el Castillo!

¡Bravo por Vega el Castillo!

He dicho vena mística pero, en realidad, lo mío no es nada de eso. En el fondo, soy más ateo que Marx. Lo que ocurre es que me encuentro cómodo en un mundo con iglesias, campanas, curas, procesiones y los atributos típicos del catolicismo. Es lo que mamé desde la infancia y con lo que me alimenté hasta salir de la pubertad, y por eso la cultura de rezos y misas, la liturgia, las capillas, iconos y retablos, los dichos y expresiones, los refranes… muchos detalles de nuestra vida cotidiana que vienen de ese mundo -hoy agonizante pero que sigue vivo en mi memoria-, todo eso forma parte inseparable -e irrenunciable- de mí. Me devuelve tantísimos recuerdos de la niñez que me trae paz espiritual, seguridad, y me siento en mi elemento. Quizá ahora más que nunca lo valoro, cuando viajo por estos mundos de Dios sin Dios. Por eso, aunque no soy creyente, respeto a la Iglesia y la quiero; no podría ser de otro modo sin renunciar a lo que yo soy, a la información que guardan mis neuronas y que conforma la mente del que esto escribe. Amén.

Amapolas entre el trigo, cerca de Beire.

Amapolas entre el trigo, cerca de Beire.

Por último, aprovechando mi larga estancia en Olite, di un gran paseo hasta la vecina aldea de Beire y fotografié el trigo y las amapolas que tanto placer están dándome a la vista últimamente, y también una de esas enormes casas de la rancia nobleza, por supuesto blasonada, en alguno de cuyos salones ha de haber un oscuro y grave reloj de péndulo que aún funciona, y cuyas alcobas conocieron inconfesables historias de adulterios.

Old nobility house in Beire.

Vieja casa nobiliaria en Beire.

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Tocando el cielo

Santo Domingo de Silos ha sido inolvidable y difícilmente superable. Poco imaginaba yo, cuando decidí pernoctar ahí, cuán recompensado me vería. El pueblo recogido y entrañable, el entorno natural e inmaculado, el ambiente de sosiego y silencio, el vecindario campechano y noblote, el clima idóneo… No ha habido una sola nota discordante en la melodía.

Vista de Santo Domingo de Silos al atardecer.

Vista de Santo Domingo de Silos al atardecer.

La misma tarde de mi llegada, ya anocheciendo, salí a reconocer los bares y procurarme algo de cenar. Tanteé dos o tres, hasta que di con el restaurante. La señora estaba cenando sentada a una de las mesas y, nada más verme entrar, me preguntó: “¿qué quieres, hijo?” Le dije que quería cenar y me ofreció el menú por diez euros. Sin sacarme una carta ni nada me iba preguntando, al estilo madraza, qué me apetecía de primero y de segundo, qué de postre y de bebida; como en las pensiones antiguas o en los restaurantes de Galicia. Bueno, pues la sopa castellana y los huevos fritos con morcilla de Burgos, entonces. Me senté y, mientras ella fue a disponer lo necesario en la cocina, me alargó una botella de vino que -me dijo- habían dejado a medias los comensales anteriores. Me fascina esa España sin complejos ni remilgos, sin florituras a la francesa, que aún queda en algunas partes. Y cené como si estuviera en mi casa de cómodo y arropado. Imagino que yo no era el único en sentirse a gusto allí, porque el lugar estaba animado mientras que los otros restaurantes se veían medio vacíos. Había unos gabachos en una mesa vecina, y otros que debían ser holandeses o alemanes, por el acento. Había también alguna gente del pueblo o de las pedanías, porque conocían a la señora y a los camareros. Se respiraba una atmósfera cálida y familiar.

Al salir había refrescado bastante y, desde la calle, el restaurante se veía aún más acogedor, si cabe: como esas imágenes navideñas donde, en contraste con un paisaje nevado, se simboliza el calor de los hogares con la luz amarillenta que escapa de sus ventanas. El resto del pueblo estaba casi desierto; los otros bares cerraban ya sus puertas. La campana de la iglesia daba un cuarto cuando pasé junto al muro. Eran ya completas. Esa noche, arrullado por el borboteo del agua en las piedras del arroyo, dormí como un bendito. Mi último pensamiento antes de caer vencido por la fatiga fue la decisión de prolongar mi estancia un día más.

Y no muy lejos de donde reposaba yo mi cabeza debió reposar la suya, hace ya casi mil años, don Rodrigo Díaz de Vivar. Se dice que el Cid Campeador, en su destierro, pasó la primera noche en Silos; y según los documentos históricos parece ser también que conoció personalmente a Domingo Manso (el futuro Santo Domingo) cuando éste era abad del antiguo monasterio de San Sebastián de Silos. Si ambas cosas son ciertas o no, ahí lo decidan los historiadores, pero desde luego la leyenda contribuye mucho al misticismo del lugar.

En cualquier caso, está fuera de duda que Rodrigo Díaz poseyó heredades en lo que ahora es término de Peñacoba, una pedanía de Silos; y en busca de esa ruta, la del destierro del Cid, fui al día siguiente en peregrinación a Peñacoba por un antiguo y evocador camino que atraviesa un laberíntico paisaje calizo donde, a tramos, sólo crecen añosas y resistentes sabinas.

Por cierto que, al final, no pasé dos noches en Silos, sino tres. Estuve tan a mis anchas allí que no me decidía a marcharme. Los alrededores de Santo Domingo son tan pastoriles como el pueblo en sí, y al caminar por ellos parece como si eso que llaman progreso no hubiera llegado a este rincón de Burgos: construcciones de piedra, tejas de barro cocido, cercados con postes de madera, sendas de herradura, ganado bovino suelto. En algunos lugares, casi nada recuerda al visitante el siglo en el que vive… si no es por los coches.

Valle de Mirandilla.

Valle de Mirandilla.

En otra de esas rutas, al coronar un collado tras una prolongada y fatigosa subida, existe a un lado del camino, frente a la espléndida vista panorámica del escondido y puro valle de Mirandilla, una estela que tiene esta hermosa e inspiradora leyenda:

No hay paisaje castellano ni tierra más brava que esta. Gallardía hay en la cuesta y misticismo en el llano.

No hay paisaje castellano ni tierra más brava que esta. Gallardía hay en la cuesta y misticismo en el llano.

Y, hablando de tierra brava, resulta que en este valle de Mirandilla se rodó, hace ya nada menos que cuarenta y seis años, la película “El bueno, el feo y el malo”, todo un clásico del spaguetti protagonizado por otro clásico que estos días acaba de cumplir ochenta y cinco; así que Clint Eastwood andaba por entonces rondando los cuarenta. Un chavalín.

Por estos prados se rodó

Por estos prados se rodó “El bueno, el feo y el malo”.

Reemprendí mi viaje una preciosa mañana, alegre, soleada y fresca del mes de junio; no sin lástima de decirle adiós al restaurante donde cenaba como en casa y a las otras virtudes de Silos. Pero largo es el camino y muchas cosas habrá en él que disfrutaré igualmente.

De Santo Domingo fui a Salas de los Infantes, un pueblo por el que había pasado ya un cuarto de siglo atrás, cuando recorrí el camino de Santiago en bicicleta con otros cuatro compañeros en uno de los viajes más inolvidables de mi vida; una de esas hazañas que forman el carácter y dejan huella indeleble en el corazón y en la mente.

En Salas de los Infantes.

En Salas de los Infantes.

Esta vez, sin embargo, Salas me hizo poca impresión. Comparado con los pueblos de los que venía; comparado con Silos, sobre todo, apenas le vi atractivo. Hice un par de compras y continué por la ruta que atraviesa la Sierra de la Demanda, camino de Logroño. Esa carretera no tiene desperdicio: es uno de los recorridos más variados e impresionantes que puedan hacerse; no sólo por los paisajes, que en ocasiones quitan el aliento, sino sobre todo por su autenticidad (atributo vago -me consta- y difícil de expresar, pero fácil de aprehender cuando se pasa por allí). Y es que aquellas sierras, aquellos valles y aquellos pueblos tienen algo de genuino, de original, que parece haberse perdido ya en muchos lugares. Es una región con carácter, con una personalidad que, quizá, sólo puede apreciarse cuando se compara con otras zonas rurales.

Me resultaría casi imposible, e inaceptablemente premioso, tratar de reflejar aquí con palabras todas mis impresiones, así que me limitaré a hacer algunos comentarios sobre los pueblos y parajes que más llamaron mi atención.

Río Pedroso, a su paso por Barbadillo de Herreros.

Río Pedroso, a su paso por Barbadillo de Herreros.

Barbadillo de Herreros, noble villa encajada en paisaje de austera y ejemplar castellanía, fue cuna de Francisco Grandmontagne, uno de los grandes desconocidos de la Generación del 98, a quien Primo de Rivera ofreció la embajada española en Argentina. El pueblo lo conmemora con una bonita frase: el insigne escritor que supo dignamente llevar, hasta muy lueñes tierras, la cadencia y bellezas del habla castellana.

Palacete nobiliario a la entrada de Barbadillo de Herreros.

Palacete nobiliario a la entrada de Barbadillo de Herreros.

Ubicado en plena sierra de la Demanda, entre robledales, tierras de cultivo y de pastoreo, Barbadillo es uno de esos pueblos que yo llamo “de la España sin complejos“, como lo atestigua este viejo letrero publicitario que, no obstante sus años, aún no ha sido víctima de pintadas por parte de la intolerante progresía.

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En el “centro” del pueblo, a ambos lados de la carretera, se miran frente a frente dos edificios a cuál más hermoso: uno, el “Ayuntamiento y Escuelas”, que además de ambas funciones aloja también el único bar de la localidad; otro, la vieja iglesia, de la que destaco este curioso altorrelieve sobre su puerta lateral:

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A mitad de camino entre Barbadillo y Monterrubio de la Demanda tuve ocasión de admirar uno de los paisajes más puros y castellanos por los que he pasado en mi vida, un paisaje que reúne todos los elementos que definen aquella tierra: el matorral bajo, las verdes praderas, el ganado ovino, las arboledas, la sierra y, como nota que llamó mi atención, un parche de nieve en lo alto de la montaña que aún se resiste a los calores de princpios de junio. Es una vista que, pese a lo mudable de mi carácter, creo tardaría muchos años en llegar a aburrirme.

Entre Barbadillo de Herreros y Monterrubio de la Demanda.

Entre Barbadillo de Herreros y Monterrubio de la Demanda.

La noticia de la abdicación del rey Juan Carlos I a la corona de España me cogió justo cuando me tomaba una cerveza en Canales de la Sierra, otro de los varios pueblos impecablemente tradicionales de esta ruta olvidada, gracias a Dios, por el turismo; no digamos ya por la fiebre constructora.

Canales, con su peculiar ermita de San Cristóbal.

Canales, con su peculiar ermita de San Cristóbal.

El municipio de Canales está ya en Logroño, que sigue siendo provincia profundamente castellana por mucho que quieran insistir en diferenciarla administrativamente. El pueblo, con apenas cien vecinos en verano, se encuentra nada menos que a 1050 m sobre el nivel del mar.

Casa consistorial de Canales.

Casa consistorial de Canales.

Un paseo por los alrededores de Canales sitúa al caminante en mitad de una vida tan rural como pueda encontrarse en España.

Escena campestre en el municipio de Canales.

Escena campestre en el municipio de Canales.

Y la obligada visita a la iglesia de San Marcos, una magnífica muestra del románico, lo invitará a meditar unos instantes bajo el umbrío y bello pórtico.

Pórtico de la ermita de San Marcos, con columnas de mucho mérito.

Pórtico de la ermita de San Marcos, con columnas de mucho mérito.

Pero si hubo un pueblo en esta etapa que me dejó sin respiración, ese fue Anguiano; más concretamente Las Cuevas, uno de sus barrios. Surge de repente, sin esperarlo, tras una curva de la carretera, y se ubica justo bajo un impresionante corte en la roca de la montaña que sirve, por derecho propio, como puerta a la sierra de la Demanda. Puerta en ambos sentidos: en el más literal porque es una angostura que asemeja el vano de una puerta o, más bien, la entrada a una muralla; y en el más figurado porque, a uno y otro lado del muro de roca, el paisaje cambia drásticamente: allí acaba de sopetón la sierra y da comienzo el valle del Ebro, la vegetación varía, los bosques terminan y el clima se torna notablemente más cálido.

Cortado en la roca. Uno de los flancos de la entrada natural a la Demanda.

Cortado en la roca. Uno de los flancos de la entrada natural a la Demanda.

Y justo al pie de ese cortado, escondido y protegido en una garganta del Najerilla, cruzando el espectacular puente Madre de Dios, se encuentra el barrio de Las Cuevas. Pues bien, ahí la Iglesia Católica tuvo las narices de construir una iglesia, al pie mismo de la roca, que da vértigo sólo de mirar hacia arriba a lo alto de la torre.

Iglesia San Pedro de Cuevas.

Iglesia San Pedro de Cuevas.

Torre de la Iglesia de San Pedro de Cuevas, vista desde la base.

Torre de la Iglesia de San Pedro de Cuevas, vista desde la base.

El puente que da paso  al barrio de Las Cuevas es una obra de arte, no tanto por su arquitectura, de un solo arco, como por su ubicación, ya que se apoya sobre la roca natural en ambos lados de la garganta y nada menos que a treinta metros de altura sobre las aguas del Najerilla, que pasa por ese estrecho rugiente y salvaje. No fui capaz de hacer una foto que captase adecuadamente la impresión.

Y en la otra orilla de Las Cuevas, pasando la dicha puerta natural, está Anguiano, el último de los pueblos bonitos de la ruta desde Santo Domingo de Silos (que nos parece ya tan lejano).

Anguiano visto desde Las Cuevas.

Anguiano visto desde Las Cuevas.

Así que, recorridos estos dramáticos parajes, estos pueblos vistosos cargados de personalidad, ¿quién se deja impresionar por Baños del río Tobia, por Nájera o por Cenicero? Ni siquiera Logroño, esa encantadora capital del vino y del tapeo, pudo hacer mella en mis sentidos aquella tarde, como no fuese en el estómago; porque, eso sí, en Logroño no se perdonan unos riojas y unos pinchos, que los hacen tan sabrosos como los afamados de Vasconia, si no mejores. Si bien es cierto -y que me perdonen los logroñeses-, que su bonita ciudad está, económicamente, medio conquistada por los vascos, quienes poco menos que la consideran suya. Como no despabilen, en una de estas movidas políticas se la quitan.

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¿Vida monacal?

Atrás quedan Peñafiel, su castillo y sus afamadas bodegas; por delante la meseta, que va dulcificándose a medida que asciende hacia tierras más lueñes y hermosas. El cielo está poblado de cumulus humilis, el viento racheado acaricia las mieses, llenando de matices el verde y oro de los trigales; entre nube y nube, el sol brilla con suave dulzura y arranca a las flores, a los árboles, a las piedras, a los sembrados, al campo todo sus mejores colores. Ha quedado una tarde soberbia, gloriosa, capaz de contagiar al más desdichado alegría de vivir.

Momento de beatitud entre La Horra y Cabañes.

Momento de beatitud entre La Horra y Cabañes.

No sé si a estas alturas habrá algún lector que no esté al tanto de mi preferencia por lugares apartados y poco poblados, o por entornos naturales y rurales, así que nadie se sorprenderá al saber que, pasado el “bullicioso” Peñafiel, abandoné la carretera general (que se decía en mis tiempos) N-122 y cogí una local según mi rumbo nordeste, en dirección a Roa. No me detuve aquí, sin embargo: ya tenía bastante, por el momento, en cuanto a pueblos viticultores, así que continué hacia donde mi instinto me dirigía: camino de La Horra, Sotillo de la Ribera, Cabañes de Esgueva… Lo mejor -paísajísticamente hablando- de la jornada acababa de empezar, y en esos tramos del altiplano, sembrados de inacabables trigales, tuve la suerte de fotografiar algunos panoramas que -lástima- habrían merecido un mejor cámara que yo.

Trigales entre Sotillo de la Ribera y Cabañes de Esgueva.

Trigales entre Sotillo de la Ribera y Cabañes de Esgueva.

Entre uno y otro de estos pueblos el paisaje comienza poco a poco a cambiar: la árida llanura va quedando abajo, atrás, y, entre valles y lomas, la carretera asciende de manera casi imperceptible, pero cierta, hacia mayores alturas. A medida que me aproximo a las primeras estribaciones que rematarán en la sierra de la Demanda, empiezo a encontrarme con más zonas de arboleda. La carretera, casi desierta, me permite parar en cualquier momento y ensayar, por ejemplo, una fotografía de mí mismo, tal que esta:

“Selfie”, en algún lugar entre La Horra y Bahabón.

Estoy disfrutando tanto que, antes de darme cuenta, he llegado ya a la radial Asepsia-1 y, cruzando al otro lado, me veo consultando el mapa para saber a dónde quiero ir. Mientras estoy detenido al borde de la calzada un paisano se para y me pregunta: “¿todo bien, necesitas ayuda?”. Le agradezco, me sonríe y se marcha. Estoy en el buen camino -me digo. Hace muchos, muchos años, cuando yo era tan joven que el mundo no tenía límites ni espaciales ni temporales, tuve una novia con la que hice algunos de mis primeros viajes; en uno de ellos habíamos pasado por Santo Domingo de Silos; y de aquella visita, aparte una buena impresión general, me había quedado sólo una imagen en el recuerdo: un monasterio con un enorme abeto en el recinto frente a su entrada. De ese monasterio y de ese abeto, de ese lugar en mi pasado, quise hacer mi meta para hoy.

Y acerté. Pero, antes, ¿qué hermosos pueblos no habré cruzado? ¿Qué paisajes no me habrán regalado los dioses? A lo largo de una carretera de tercer orden, sin prisa sobre mi cabalgadura, ataviado con armadura blanca, voy admirando el campo a mi alrededor y pienso que me han hecho falta treinta años de viajar para venir a aprender ahora que la mejor manera de hacerlo -quizá la única auténtica- es despacio.

Me detengo en un lugar llamado Pinilla Trasmonte y aparco junto a la iglesia. Ya he expresado en algún otro lugar de este blog la admiración que no deja de causarme el frenesí constructor que ha mostrado la Iglesia Católica durante dos mil años. Aunque sólo sea por esto merece ya mi respeto. No hay aldea ni pueblo apartado, barrio ni pedanía, en región alguna española (de la España con mayúscula) donde la Iglesia no haya erigido una parroquia, una basílica, un monasterio, una catedral, una seo, una humilde ermita, una capilla. No puedo ocultar mi admiración e incluso mi envidia: ¿qué fe no habrá alimentado a ese ímpetu! Y es igual que se trate de una fe absurda y sin fundamento (¿acaso toda fe no lo es?) porque, quienes la hayan tenido, nunca pueden haberse sentido vacíos, como a menudo me siento yo. El párroco local, el obispo de turno, el cura, el prior, el abad, el simple monje… ninguno de ellos sintió -quiero pensar- la loca necesidad que a mí me empuja de viajar hacia Ninguna Parte: todos ellos supueron quiénes eran, todos creyeron -equivocados o no- en su labor, rara vez los inmovilizó la duda; vivieron y murieron donde pensaron que Dios los había puesto, y sus vidas significaron algo para ellos mismos.

Iglesia de Pinilla Trasmonte, bajo un sol que empieza a declinar.

Iglesia de Pinilla Trasmonte, bajo un sol que empieza a declinar.

Los rincones de los pueblos ejercen sobre mí un magnetismo con frecuencia irresistible, y allá donde atisbo una casa antigua, un techo de teja árabe, una pared de adobe, una puerta de madera, allá me encamino como hipnotizado. Tras la iglesia de Pinilla hay este romántico rincón, dos o tres casas que quizá no ha más de tres décadas estaban aún habitadas por viejos matrimonios que también supieron quienes eran, cuyos huesos reposan ya -sin duda- en algún descuidado cementerio rural invadido por las ortigas.

Rinconcito tras la iglesia de Pinilla Trasmonte.

Rinconcito tras la iglesia de Pinilla Trasmonte.

Y ahí está ella, mi “fiel” Rosaura, cual montura embridada que espera con paciencia a que su jinete acabe la breve visita al pueblo.

rosaura

Pero Pinilla no será más que una -y no la más bonita- de las varias aldehuelas que jalonan mi camino hasta Silos. Una legua hacia el este llego a Santa María del mercadillo, donde soy bien acogido: los paisanos son amables, serviciales, y se sienten honrados por la visita; hablan conmigo, me preguntan, me indican, me sugieren. Hay en una loma detrás del pueblo un antiguo cementerio, muy antiguo y pequeño, circundado por recio murete de piedra, en cuyo interior la hierba, muy crecida, cubre casi por completo la única cruz, herrumbrosa, que ha pervivido al paso de los siglos. Subo y allí me detengo un momento a meditar. Es una melancólica imagen la de esa cruz, olvidada y solitaria en su recinto sagrado, medio caída sobre la mies que el viento arremolina, aguardando aún el día del juicio final.

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Encuentro, además, otros pequeños detalles en este pueblo que me emocionan, que me transportan a mi más tierna infancia, vivida en una España profundamente -casi primitivamente- rural y sin complejos, cuando las escuelas no necesitaban instalaciones especiales, cuando los profesores se llamaban maestros y no precisaban, para enseñar, más que un encerado, un puñado de tizas y una recia regla de madera, y cuando a las calles podía aún ponerse el nombre de José Antonio sin que viniera ningún gilipollas a llamarte nazi.

Escuela vieja de chicos. en Sta María del Mercadillo.

Escuela vieja de chicos, en Sta María del Mercadillo.

Calle José Antonio, en Sta. María del Mercadillo.

Calle José Antonio, en Sta. María del Mercadillo.

Acabada mi visita (me habría quedado a pernoctar si hubiese habido hospedería) me despido de los hombres –vayan ustedes con Dios, les digo al estilo antiguo, y me miran algo extrañados-y, subiendo a la moto, arranco y continúo camino.

Estos sí que no tienen ya prisa alguna.

Estos sí que no tienen ya prisa alguna.

Los neumáticos de Rosaura han de cruzar aún las breves calles de Cieruelos y Brihongos (de Cervera); el aire refresca, las zonas de arboleda menudean, el paisaje se hace soberbio ya cuando enlazo con la panorámica ruta que lleva desde Aranda hasta Silos: doquiera que dirijo la mirada es un regalo para la vista; y, por fin, casi en llegando a mi destino, como un heraldo del recinto natural al que precede, se abre la puerta gigante y magnífica de La Yecla, el desfiladero que sirve de entrada meridional al valle del Mataviejas.

Las dos crestas rocosas que forman La Yecla, el desfiladero de entrada al valle del Mataviejas

Las dos crestas rocosas que forman La Yecla, el desfiladero de entrada al valle del Mataviejas

El paso entre ambas crestas rocosas es tan angosto que no da para el ancho de la carretera, que ha tenido que ser excavada en la piedra.

A medida que se aproxima uno a La Yecla, se adivina la angostura.

A medida que se aproxima uno a La Yecla, se adivina la angostura.

De hecho, el paso natural es en algunos puntos tan estrecho que puede tocarse cada lado con una mano sin apenas estirar los brazos. Sólo el agua, con su fuerza erosiva y por disolución, a lo largo de millones de años se ha abierto camino aprovechando una fractura en la piedra; pero un camino estrecho por donde no puede discurrir más que ella.

En esta foto se percibe el grado de angostura; por abajo discurre el arroyo

Detalle donde se percibe el grado de angostura; por abajo discurre el arroyo “Cauce”, de originalísimo nombre.

Una vez contemplada y recorrida -a pie- la pequeña maravilla de la naturaleza que es Yecla, sólo una legua me resta por hacer en esta completa jornada antes de llegar, por fin, a Santo Domingo de Silos.

Nada más entrar, a la derecha, está la valla del monasterio y, pasando su cancilla, me veo -treinta años más tarde- en el patio con el recordado abeto centenario.

Abeto centenario en el patio de entrada del monasterio de Silos.

Abeto centenario en el patio de entrada del monasterio de Silos.

Mi intuición, de la mano de mi instinto viajero, me hacen descartar los tres primeros hoteles de sugerente aspecto que, al borde de la carretera, abren sus puertas al turista. Sigo apenas cien metros y, doblando la esquina de la iglesia aneja al monasterio, a mi derecha, desciende una calle adoquinada que remata en un pequeño arco, al otro lado del cual y pasando el río se ve un hotel, al pie mismo de una verde loma a la que el sol de la tarde enciende con los colores más hermosos y relucientes que puedan desearse. El conjunto me enamora con un flechazo de amor verdadero: la calle empedrada, el pequeño hotel algo apartado, el arco de piedra, una acequia que vierte sus impacientes aguas al Mataviejas, la colina verdecida, la ermita de piedra ocre que se yergue en su ladera… todo, cada uno de esos elementos, parece haber sido puesto allí por encargo expreso de mi gusto.

Mi hotelillo, al pie de la ladera.

Mi hotelillo, al pie de la ladera.

En el hotel me atiende un hombre sencillo, que se conduce con naturalidad, tan sin pretensiones como el hotel que regenta. El precio de las habitaciones me cae bien al presupuesto. Le pido que me enseñe una de ellas y, al subir y mirar por la ventana, esto es lo que veo:

Iglesia del monasterio de Santo Domingo, desde la ventana de mi hotel.

Iglesia del monasterio de Santo Domingo, desde la ventana de mi hotel.

Pedir más sería un delito. Allí me quedo. Estoy feliz: he acertado en todo durante este día, que remato de manera intachable. Aparco la moto junto al hotel, subo las maletas, me cambio de calzado y lo primero que hago, libre ya de impedimenta, es subir por esa ladera con su ermita que están llamándome a gritos desde que les he echado el ojo. ¡Dios mío, qué bien se está! ¡Qué delicia de temperatura, qué silencio! Tan sólo se escuchan unas esquilas en la lejanía, las voces distantes de unos niños y, a ratos, una campana dando los cuartos sin alboroto.

Vista desde la ermita de Silos.

Vista desde la ermita de Silos.

Sobre la hierba de la ladera, al pie de la ermita, hay un via crucis de piedra que parece quiere decirme algo. Al mirar hacia atrás, el monasterio, el pueblo, el valle entero me sonríen, reflejando el sol en los tejados, en la piedra, en los árboles y en las mieses.

Santo Domingo de Silos y el valle del Mataviejas.

Santo Domingo de Silos y el valle del Mataviejas.

Me llego hasta la ermita, dedicada a la virgen del Camino; nombre muy adecuado, pues -casualidad o no- se sitúa junto al camino por donde pasó, yendo hacia su destierro, don Rodrigo Díaz de Vivar. Sólo contemplarla allí, en su ladera, con los ojos de sus ventanas mirando hacia el sol poniente, como llamando a la esperanza, es una vista que alegra el corazón.

Ermita de la virgen del Camino.

Ermita de la virgen del Camino.

En su flanco sur, a resguardo del vientecillo norte que sopla fresco, y asoleada por este día radiante, hay una piedra de tamaño regular, con la superficie algo cóncava de tantos miles de posaderas que allí han descansado. Ahí me acomodo, cierro los ojos y me dejo llevar un largo rato por el sueño y el ensueño, reposando la nutrida jornada…

alSolEnSilos

A medida que va el sol acercándose al horizonte la tarde refresca y, aunque estoy a sotavento, empiezo a sentir frío. Es hora de bajar y buscar algún sitio donde pueda cenar algo. Paso primero por la habitación para echarme una cazadora por los hombros y luego me encamino al “centro” del pueblo. Según voy llegando al flanco de la iglesia, mi vista se posa sobre un enorme mural que no advertí al llegar. Un mural devoto que, teniendo en cuenta mis pensamientos desde que di comienzo este viaje, entre todos los visitantes del pueblo parece estar hablándome exclusivamente a mí:

feQueVenceDuda

Sí, esa fe… ¡ah, quién la tuviera?

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El ciego sol se estrella…

Los inacabables llanos de Castilla

Los inacabables llanos de Castilla

Empieza el segundo día de mi viaje a ninguna parte con un pequeño susto: justo antes de subir a la moto me entra el pánico porque no encuentro el teléfono móvil. Vuelvo al hotel y remuevo Roma con Santiago; pongo a todo el mundo alerta a buscar mi travieso duendecillo, y así es como, pese a que muchas veces lo he intuido, comprendo en toda su magnitud hasta qué punto dependemos de esos pequeños instrumentos diabólicos. Me prometo tener más cuidado en el futuro y llevar a cabo un plan de copias de seguridad con lo más importante que el teléfono guarde; plan que pospondré un día tras otro en imperdonable procrastination. Rebusco en la habitación de arriba a abajo, en la sala de masajes, en el restaurante, pero en vano. Al final -cómo no- lo tenía en la mochila. Pido disculpas en recepción por el revuelo y, ya tranquilo, subo a lomos de Rosaura, donde empiezo a sentirme como en casa.

Es curioso: suelo ser crítico con quienes vuelcan sus sentimientos y afectos sobre animales porque no entiendo cómo pueden satisfacerse de modo tan simple las necesidades implicadas: con seres que no pueden entenderlas, no hablemos ya de corresponderlas; y de pronto me descubro a mí mismo sintiendo una especie de compenetración con la moto, que ni siquiera es un ser sino un objeto. Aunque, a decir verdad, tanto puede comprender y retribuir mis sentimientos un animal como una máquina, de modo que, en lo que a este absurdo respecta, no estoy mucho peor que otros: personificar objetos está sólo un paso más cerca de la locura que personalizar animales (algunos humanos inclusive). Pero, cuando sigo dándole vueltas al asunto, comprendo que en el fondo, al empatizar con moto, en realidad estoy haciendo comunión con quienes la diseñaron y fabricaron; si me dirijo verbal o mentalmente a ella, de un modo muy indirecto estoy hablando con todos los que intervinieron en su proceso productivo. Cuando “confío” en Rosaura, estoy confiando en ellos, y si me siento satisfecho con ella es porque lo estoy con sus creadores. No obstante -admito- no deja de ser un poco necio sentir que “allí estamos ella y yo, en mutua compañía, dispuestos a atravesar las tierras castellanas”.

Entre Olmedo y Pedrajas de San Esteban

Carretera de Olmedo a Pedrajas de San Esteban

Pues lo dicho: enfilamos Rosaura y yo con espíritu ligero los monótonos llanos de Castilla, yendo hacia el nordeste, buscando a Burgos y la sierra de la Demanda. Tenemos por delante una jornada a través de las míticas tierras del Cid; tierras moteadas de pueblos con nombres sonoros de cadencias históricas: Pedrajas, Íscar, Mata de Cuéllar, Vallelado, Torregutiérrez (donde no sé lo que quedará de Gutiérrez pero donde, de torre, no quedan ni los restos: un lugar llano como la palma de la mano, cuya casa más alta no levanta un piso). Pueblos calizos y polvorientos, feúchos, de ladrillo pobre, sin vida, que parecen dormitar en una siesta permanente.

Al cabo de un rato llegamos… quiero decir llego a Cuéllar, la del castillo habitado; una villa con cien casas blasonadas, por la que pasaron el moro Almanzor y José de Espronceda, cuna de descubridores como Diego Velázquez o Juan de Grijalba, donde desposó el rey Pedro I y murió la reina Leonor. No le faltan referencias para quien se interese por la historia; y para el viajero común, para mí, Cuéllar supone una ruptura de la monotonía castellana: aquí el llano se interrumpe, y el pueblo, que abunda en empinadas calles y revirados pasajes escalonados, se asienta sobre una abrupta ladera entre la planicie y el valle; geológicamente, hace decenas de millones de años estas tierras fueron fondos marinos.

Cuéllar parece que hubiese nacido de la piedra blanquecina y luminosa sobre la que se erige; la misma que forma sus cimientos; aquí cobran fuerza y significado los versos del poeta: el ciego sol se estrella sobre las duras aristas de las armas. Andando por sus calles, visitando su castillo, es fácil imaginarse al Cid (que nunca estuvo aquí) con doce de los suyos camino del destierro, sudor bajo los petos y espaldares, destellos en los yelmos y azagayas.

Castillo y murallas de Cuéllar, bajo el inclemente sol.

Castillo y murallas de Cuéllar, bajo el inclemente sol.

Entro a la villa por una de las puertas de la muralla y me imagino medieval caballero a lomos de brioso rocín. Aparco mi cabalgadura (¿cómo sería recorrer España a caballo?) junto al castillo y me acerco hasta su puerta; pero cerrado está el mesón a piedra y lodo, nadie responde. Los funcionarios locales guardan con celo la carpetovetónica tradición del escaqueo. Vislumbro otra puerta lateral, entornada, y me cuelo por ella (otra carpetovetónica costumbre, esto de colarse).

Castillo de Cuéllar. Puerta, y peldaños en voladizo que subían a las almenas.

Castillo de Cuéllar. Puerta, y peldaños en voladizo que subían a las almenas.

Asomo el hocico despreciando las amenazas de excomunión y hoguera que olvidados letreros anuncian para quien penetrare al recinto sin la bendición municipal, y me hallo en el amplio patio interior, bien conservado, con una bella columnata al fondo. Unas señoras de la limpieza trajinan ignorando mi presencia.

Patio interior del castillo de Cuéllar.

Patio interior del castillo de Cuéllar.

Cuando asumo que de allí no voy a sacar nada en limpio vuelvo sobre mis pasos, salgo del castillo y atravieso la gran explanada desierta que hay al otro lado del foso, sin agua desde hace siglos. La enorme muralla, rehabilitada, es visitable, pero el torno que da acceso a la subida funciona con fichas que se venden en las oficinas cerradas del castillo, así que doy la espalda a este fracaso y me encamino hacia el centro urbano.

Cuéllar es como un parque de recreo para una imaginación infantil cual la mía -pese a mis años-: disfruto recorriendo el laberinto de sus calles y cantones, pasando bajo arcos que me evocan misterios que acaso jamás existieron, subiendo por los peldaños que salvan las pinas cuestas, atravesando angostos pasajes, y me sorprendo, aún como un niño (pero, ¡ay!, sin la inocencia), con la vista que se me ofrece al doblar cada esquina.

Vista de la villa baja desde la mesetilla donde se ubica el castillo.

Vista de la villa baja desde la mesetilla donde se ubica el castillo.

De pronto, al subir una calleja y doblar un pasadizo, junto a un huerto me encuentro este solitario estanque donde vierte sus aguas una cantarina acequia; el lugar está en silencio, sólo unos pájaros trinan en los árboles vecinos, y el suave ruido del agua al fluir invita al ensueño y al olvido:

acequia

Me quedo allí unos momentos, absorto en pensamientos, fantasías y recuerdos. Luego continúo la visita. A medida que desciendo, voy encontrando más actividad y gente por las calles, algunas tiendas abiertas, algunos bares. Cerca del ayuntamiento se me ofrece una vista que me sugiere lo sabio del pueblo de Cuéllar, que ha desamortizado bienes eclesiásticos para el mejor uso que cabría darles:

Iglesia bar; la salvación y el pecado en un solo edificio.

Iglesia bar; la salvación y el pecado en un solo edificio.

Me cae bien este lugar. Pero entre unas cosas y otras se me ha pasado la hora de almorzar y corro el riesgo de que me cierren todos los bares. Entro primero en uno donde el camarero, que reparte pinchos con generosidad entre sus conocidos, no me pone ni una mala aceituna con el vino que le he pedido, así que lo apuro deprisa y busco otro donde, ahora sí, me atienden como es debido. Estamos en tierra de vinos y la enología local se inclina por los verdejos, así que en cualquier sitio te lo dan bueno. Mato la gazuza con un pincho de tortilla y unas croquetas caseras y, al acabar, encamino los pasos otra vez hacia el castillo, donde dejé a Rosaura. Queda aún mucho camino por delante, muchos pueblos por descubrir, muchos paisajes por admirar.

Miro el mapa y decido continuar el mismo rumbo que tomé por la mañana: hacia el nordeste. Por esta ruta continúa el rosario de pueblos con nombres sonoros: Campaspero, Fompedraza, Peñafiel, villa de las muchas bodegas.

El imponente -y bien conservado- castillo de Peñafiel.

El imponente -y bien conservado- castillo de Peñafiel.

El castillo de Peñafiel descuella sobre el llano desde muchas leguas a la distancia, haciendo un magnífico reclamo para el turismo. (¡Leguas! ¿Es necesario venir a Castilla en moto para comprender, e incluso añorar, el uso de esta medida? Es posible que ningún lugar de España como este para darse cuenta de la utilidad de semejante unidad.) Es un castillo con fuerza y carácter: una vez llegas al pueblo te atrae como un imán pese a estar en una loma a considerable altura sobre el casco urbano. Antes de acometer la subida a pie, hago un alto para descansar unos minutos a la sombra de una arboleda junto a la iglesia, cabe el arroyo cuyas aguas movían al viejo molino; iglesia, arroyo y molino forman un conjunto armonioso, evocador y romántico, uno de esos tripletes que, no sé por qué, me recuerdan siempre a Tess de los d’Urberville, de Hardy; la cuitadiña, la desdichada Tess.

Viejo molino en Peñafiel.

Viejo molino en Peñafiel.

Me tumbo en la hierba, bajo los árboles, escuchando el murmullo del agua y me quedo adormilado unos instantes. ¡Qué paz! Es un lugar tan idílico y fantástico, tan milagrosamente respetado por la turba moderna, que parece de cuento de hadas. Pero como, aunque llevo toda la mañana en danza, apenas he recorrido unos pocos quilómetros desde Olmedo, y hoy quiero avanzar algo más, me levanto y, tras darle una vueltecita a la iglesia y hacerle un par de fotos, emprendo por fin la subida al castillo.

Iglesia parroquia de Peafiel.

Iglesia parroquia de Peafiel.

Acometo la cuesta a pie. Podría subir en la moto, pero prefiero no dejarme llevar por la molicie; es conveniente mover las piernas también. Miro hacia arriba y, sólo con ver la altura a que hay que subir, parece que se cansa uno de antemano. La subida es fatigosa y no adecuada para peatones, ya que no hay caminito ni escaleras, de modo que hay que seguir el curso de la carretera. Me empujan las espléndidas vistas que presiento desde lo alto.

Vista del castillo desde el pie de la loma.

Vista del castillo desde el pie de la loma.

He olvidado cambiarme el calzado al dejar la moto abajo, así que voy con las botas de motorista que, como están nuevas, me van haciendo rozaduras; pero media hora más tarde mi pequeño esfuerzo se ve recompensado -tal como esperaba- con el magnífico paisaje que se vislumbra desde la loma: el sol ilumina en diagonal, medio a contraluz, la arboleda sacándole algunos brillos intensos; destaca el rojo de los tejados, y las nubes dibujan bonitos parches de sombra sobre los sembrados del valle.

Peñafiel desde la carretera que va al castillo.

Peñafiel desde la carretera que va al castillo.

Lástima que mi talento como fotógrafo no esté a la altura de lo que el paisaje se merece.

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Cuando por fin corono el otero encuentro un buen número de turistas esperando a que empiece la visita guiada, pero a mí no me ineteresa: tales visitas suelen ser más cortas y menos interesantes de lo que prometen, y por mi parte ya he hecho lo que vine a hacer aquí, que era superar el reto de subir, y tener el gusto de contemplar las leguas y leguas de llano que se divisan a la redonda. Ahora debo regresar, porque otros lugares me esperan -antes de que muera el día- que harán palidecer a Peñafiel: pueblos y paisajes que me quitarán el aliento.

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Viaje a ninguna parte. Olmedo

Mucha gente envidia a los viajeros, pero es porque desconocen su drama vital. Todo proceso en el universo, cada partícula en movimiento, cada cambio en la materia, nace de algún tipo de desequilibrio y tiende a anularlo. Sin desequilibrio, el mundo sería un caos homogéneo y entrópico de materia y energía; y de hecho, según algunos científicos, lo será tarde o temprano; y entonces el tiempo se acabará. Pero ésa es otra historia. Lo que pretendo decir es que lo de viajar no es ninguna excepción a la regla: el vagabundo, el peregrino, el nómada, todos ellos van de un lado a otro porque hay en su interior un desequilibrio, porque necesitan encontrar algo que no hallan en su alma: llámese paz, serenidad, fortaleza, sosiego… cualquier cosa. El hombre que sabe quién es y para qué es, rara vez consagra su vida a viajar y, como mucho, se limita a hacer un poco de turismo ocasional, más que nada inducido por la moda y lo que la sociedad espera de ti. Pero ese hombre trashumante, ese errante incansable, ese romántico viajero que solemos imaginar… es casi un mito. El trotamundos no lleva el cansancio en sus huesos, sino en su espíritu; maldice con frecuencia su soledad y raro es que a menudo no se haga, en mitad de sus viajes, la siguiente pregunta: ¿qué estoy haciendo aquí? Engaña a sus dudas existenciales con el conque de llegar hasta un determinado destino, y sustituye con esas falsas metas los objetivos reales de la gente normal: una familia, un hogar, una trabajo permanente… Y tal vez es por esto que, de entre todos los viajeros, el más desgraciado es aquél que ni siquiera sabe hacia dónde va, aquél que camina a la deriva.

Esta es la historia de un viaje a ninguna parte.

Yo suelo escribir diarios durante mis escapadas. Más que con fotografías, intento describir con palabras la belleza que encuentro a mi alrededor, los momentos que vivo, las emociones que siento, los lugares por donde paso. La fotografía puede ser un gran aliado, pero puede también convertirse en un rival de la palabra, en un aniquilador del verbo, y si no le ponemos límites llegará a empobrecernos. Nosotros, los estoicos, tenemos que flagelarnos la mente. Escribir mantiene ágil el cerebro, despierto el vocabulario y en forma la creatividad. Por suerte, hoy día no es necesario renunciar a ningún recurso y se puede -quizá incluso se debe- combinar las virtudes de uno y otro para alcanzar mejor el objetivo de describir experiencias y transmitir sentimientos. Así que aquí os ofrezco estas notas, mezcla de imagen y literatura. Haced con ellas lo que queráis.

* * * *

Es un día ventoso de mayo, parcialmente nublado. He estado preparando la moto durante la última semana: una revisión completa, cambio de aceite y filtro, un cofre más grande que pueda contener un mínimo equipaje; y he comprado algún equipamiento nuevo para mí: botas, pantalones con refuerzos, guantes… Es difícil -por no decir imposible- escoger la vestimenta adecuada cuando no sabes ni a dónde vas a ir, pero me he esforzado mucho en poder cubrir toda una variedad de climas y, aunque no vaya a conseguirlo, confío en que, llegado el momento, Dios proveerá.

Me pongo en marcha por la mañana. No especialmente temprano, la verdad, porque aunque no están las cosas para malgastar la vida, tampoco ando escaso de tiempo, si se entiende lo que quiero decir: el Tiempo y sus trucos traicioneros; ya se sabe. Pero esta vez él y yo hemos llegado a un acuerdo: yo lo dejo que pase, y él, a cambio, me deja pasar. Parece un buen trato.

Me parece relevante dejar claro que ni en el momento de la partida ni durante los días o semanas precedentes siento la menor emoción, el más mínimo entusiasmo por la travesía que ahora emprendo: ya he tratado de dar a entender que viajar es mi destino, no mi elección. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Sentar cabeza no se inventó para mí; o, mejor dicho y para ser honestos, nunca me atreví a hacerlo. Quizá soy un vagabundo de corazón, o un nómada, si queda más bonito, o un giróvago, que es más culto. El caso es que al arrancar el motor de Rosaura -que es como tontamente bauticé a mi moto- esta mañana de mayo, aún no estoy seguro de hacia dónde encaminarme. Tengo una idea aproximada del rumbo que quiero tomar, pero todavía no he escogido una ruta concreta. Los mapas van a jugar un papel esencial a lo largo de este indeterminado periplo, porque iré decidiendo el itinerario sobre la marcha basándome en el trazado de las carreteras y en los lugares a donde puedan llevarme; si bien, por encima de cualquier otro criterio, hay una guía que va a ser mi brújula: la temperatura. Buscaré aquellas latitudes y longitudes que más se adapten, en cada día, a los estrechos márgenes térmicos que permiten una conducción agradable, porque, yendo en moto, cinco grados de más y el motor te asará desde abajo mientras el sol te calcina desde arriba, pero cinco grados de menos y te quedarás pasmado por muy aislante que sea tu equipo. Estamos en mayo y el verano climatológico se cierne sobre España, así que más bien pondré rumbo norte.

Ahí lo tenéis al jinete blanco, tal como se fotografiaria dos días más tarde.

Ahí está el Jinete Blanco haciéndose un selfy.

Desde el mismo Madrid cojo la A-6, o sea.: la Nacional Seis de toda la vida, a la que esta sociedad moderna llena de complejos ha preferido rebautizar con esa A de Asepsia, para que ningún bobo se ofenda por la palabra nacional y le llame cosas feas al Gobierno de turno, como por ejemplo nazi o, como mínimo, franquista. Conste que no me gustan las autovías para la moto, pero con Madrid hay que hacer una excepción porque es importante alejarse de la gran ciudad lo antes posible y, además, las carreteras locales de los alrededores han prácticamente desaparecido, de modo que casi no queda alternativa. Cuando esté a treinta o cuarenta millas, ya tomaré una comarcal. En una ocasión me propuse regresar a Madrid sin hacer un sólo tramo por autovía y resultó un auténtico desastre: en treinta quilómetros a la redonda, todas las carreteras locales o comarcales se han convertido en inacabables calles flanqueadas de urbanizaciones o polígonos industriales, infestadas de glorietas y minadas de esa aberración europea que son los túmulos, las “bandas sonoras” o, en el mejor de los casos, los pasos sobreelevados; todas esas medidas anti-velocidad que ponen la guinda en el pastel de lo absurdo: nos gastamos miles de millones en pavimentar decentemente nuestras carreteras para que se pueda conducir suavemente por ellas, y a continuación nos gastamos decenas de millones más en llenarlas de obstáculos para que no se pueda conducir suavemente por ellas. ¡Políticos! Para ese viaje, no hacían falta alforjas: si el objetivo es que los conductores vayan despacio, no había ninguna necesidad de asfaltar primero: con dejar los caminos de grava, o adoquinados, habría sido suficiente. En fin, el caso es que fue lo que se dice un verdadero coñazo llegar a casa.

Dejo la autovía en Guadarrama y continúo por la nacional Durante unos quilómetros, sólo unos pocos, veo a mi izquierda el monasterio del Valle de los Caídos, esa colosal obra de arquitectura, impresionante y majestuosa, que alguna gente quiere derribar porque la erigió el vencedor de la guerra civil española. Genial. Derribemos también las pirámides mayas, construidas por los sanguinarios asesinos del Club de la Obsidiana. Tiene narices la bobada. En fin… Pese a lo divertidas que son, para un motorista, las curvas del Alto de los Leones, me veo obligado a conducir con redoblada cautela porque me doy cuenta de que no he estibado bien el equipaje entre las maletas laterales y el cofre: demasiado peso en este último, lo cual ha sido un error. Tendré que redistribuirlo todo en la primera ocasión.

Nada más pasar el puerto está San Rafael, un pueblo que me trae muchas memorias de la infancia y la adolescencia. Recuerdos de un chalé que olía siempre a rancio, de correteos por su jardín soleado y fresco, de largos paseos bajo los pinos del bosque vecino; también memorias proustianas sobre el pan con mantequilla del desayuno, ese olor tan evocador. Una infancia que percibo ahora tan distante como si no me hubiese pertenecido a mí, sino a la vida de algún antepasado que conociera por referencias. Pero en esta ocasión no me detengo aquí, como otras veces; quizá por miedo a que se me aparezcan, y me persigan, esos recuerdos de los que hablo. Además, hoy hace bastante fresco y San Rafael es el pueblo más frío en toda esta parte de la sierra.

Dejo atrás la radial y cojo en dirección Segovia por la N-603, a lo largo de la cual busco algún lugar donde tomarme un café caliente y, de paso, ponerme otra capa de ropa, la faja y los guantes gruesos. A la altura de Revenga encuentro un pequeño bar que me sirve para ambas cosas. Me encantan estos pueblos de montaña, pequeños y acogedores, de gente brusca pero amable, donde los camareros no desconfían y te tratan casi como a un viejo conocido.

Cruzo la ciudad de Segovia de puntillas, por así decirlo: monumental e histórica, si me detengo aquí cederé a la tentación de las sabrosas tapas que ofrece su gastronomía, y entonces perderé la tarde. Además, he dicho que quiero dejar atrás Madrid lo antes posible; y Segovia está tan cerca, tan plagada de madrileños, que casi podría considerarse un barrio de la capital (con perdón de los segovianos). Lo que me apetece de verdad es llegar al campo, a la zona más rural, de modo que me desvío en dirección a Garcillán y entonces sí que sí: mi elemento: trigo, amapolas y carreteras locales.

Campo de amapolas cerca de Coca.

Campo de amapolas cerca de Coca.

Por fin siento que he escapado al campo gravitatorio de Madrid, como la molécula de Nitrógeno que, tras una colisión, gana la energía suficiente para liberarse de la atracción terrestre hacia el universo exterior y vagar por la estratosfera durante una eternidad. Garcillán, Nava de la Asunción, Coca… Muchos de estos pueblos de la llanura castellana son feos hasta decir basta, víctimas de un “progreso” que nunca vino acompañado de una sensibilidad hacia la belleza ni de un aprecio por lo tradicional; al contrario: la mayoría de esos pueblos han despreciado el atractivo de su sencillez y humildad, y cada vecino, confundiendo progreso con rechazo de lo antiguo, en cuanto ahorró un poco de dinero metió los bulldozers y derribó su vieja casa familiar de piedra o adobe para construir un bodrio de ladrillo tan feo como le fue posible. Así, una buena parte de Castilla se ha deshecho y rehecho: rompiendo casa por casa, y aldea por aldea, lo que había de más bonito en esta tierra.

Pero el campo… ¡ah, el campo! Los campos de trigo son dorados como una bendición, y cuando las nubes cubren el sol y los chubascos dejan caer su cortina en lontananza, el día ofrece sus mejores fotografías. Habría que estar ciego para no verlas.

Margaritas entre los trigos, amapolas entre las avenas locas, y los chubascos haciendo cortina al fondo.

Margaritas entre el trigo, amapolas entre las avenas locas y chubascos en la lejanía.

Antes de darme cuenta he llegado a Coca, cuyo nombre me resulta ligeramente familiar aunque no sé por qué: quizá figuraba en algún libro de la EGB, o vaya usted a saber. Soy un ignorante geográfico e histórico. La carretera se dirige en derechura a las ruinas de sus murallas, donde el arco de una antiquísima puerta de piedra luce una placa con esta inscripción: Flavio Teodosio el Grande, emperador de los romanos, nació en Coca en el año 345. Murió en Milán en 395. Gran soldado, buen cristiano, sabio y justo legislador. Pero ahora el buen Teodosio lleva ya dieciséis siglos criando amapolas. ¡Qué insignificancia es la vida! Cincuenta años tenía cuando murió, ¡y ya era nada menos que emperador de Roma! A esa misma edad yo no soy más que un vagabundo de camino hacia ningún lugar. Pensamiento: si quieres ser algo en la vida, más te vale lograrlo antes de los cincuenta, porque a partir de esa edad cada año más que cumples va contra nuestra naturaleza.

Aparte de viejas murallas y una hermosa puerta arqueada, también tiene Coca un castillo; pero no me paro a visitarlo porque, por lo demás, la fealdad de este pueblo me espanta y espero encontrar otras cosas más interesantes por el camino. Casi me siento aliviado cuando, vista y fotografiada la puerta de piedra, vuelvo a montar en Rosaura y me pierdo entre los trigales, como quien dice.

Llegando a Olmedo. Paisajes que no han cambiado en milenios.

Un paisaje secular cerca de Olmedo.

Poco después llego a Olmedo, la conocida villa, y decido buscar alojamiento aquí: amén de pagar el debido tributo a Lope de Vega, he oído que hay unas termas en este pueblo, con un buen complejo hotelero. ¡Ah, Olmedo! Los versos de la coplilla popular, hechos famosos gracias al gran dramaturgo, se me vienen a la mente una y otra vez con toda su musicalidad, su belleza y la carga de nostalgia que llevan siempre esos estribillos antiguos:

Que de noche lo mataron
al caballero:
la gala de Medina,
la flor de Olmedo.

¡Qué grande fuiste, Don Lope, Fénix de los Ingenios, como justamente te apodaron! Aunque no llegaste a emperador de Roma, hay un lugar privilegiado para ti en mi corazón y en mi memoria. Formas parte de mí, señor de Vega y Carpio. Debería aprovechar esta ocasión para releer tu obra sobre Olmedo y reavivar las emociones de antaño, cuando la leí por primera vez, en aquellos tiempos del Instituto. Lástima que este pueblo que inmortalizaste no haya sabido conservar su encanto medieval y, al igual que sus vecinos, haya dado en afearse a sí mismo durante el devastador terremoto cultural de los años setenta. Y es que, aparte el balneario, Olmedo es tan fea como cualquier otra localidad de la región: lugares que nunca han tenido regulaciones urbanísticas ni ganas de ello, y donde cada vecino puede alegremente construir el horror definitivo ante la insensible mirada del alcalde (¿quizá incluso con su aplauso?) u otra autoridad cualquiera. Pero dije que pernoctaría aquí, y lo haré; a ver si el balneario puede ayudarme a tonificar mi cuerpo y relajar mi espíritu.

Este balneario es un oasis en doble sentido: agua en mitad del desierto y belleza en medio de la atrocidad. ¡Y ya le vale!, porque los precios no son para menos; aunque, teniendo en cuenta lo que ofrece, tampoco son excesivos: amplias y bien provistas habitaciones, bonitos jardines, vistas pasables, instalaciones bien cuidadas, música relajante, atmósfera espiritual, una piscina termal del tamaño adecuado, ni muy vacía ni muy abarrotada, donde todo funciona como debe; empleados agradables, desayuno copioso y menú de masajes surtido y asequible, con personal profesional pero sin ser estirado. Castilla, al fin y al cabo. Olmedo bien vale un fin de semana.

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