Sintiendo los contrastes

Para salir de Andorra a Francia no hay muchas alternativas: Pas de la Casa; así que en esta ocasión disfruté el lujazo de la falta de libertad (y que nadie me venga diciendo que la libertad no es un castigo). Bueno, en estricto rigor sí que hay una elección posible: se puede ir por el túnel o por el puerto; pero, siendo un motero al que gustan las alturas, las curvas y los espacios abiertos, no tuve ninguna duda.

Justo en Pas de La Casa, el pueblo, eché un buen rato mirando al nutrido tráfago de turistas y sobre todo moteros que acude allí para hacer compras, echar gasolina y quedarse a comer en algún restaurante. Brillaba el sol en un cielo sin nubes, poniendo vivos colores y reflejos de luz en los objetos. Me resultó entretenido simplemente curiosear entre las motos, ver la animación de aquel sitio, la gente, los grupos, la ropa, la variedad… Sobre todo había franceses, pero también catalanes y de otras partes de España. Aproveché para tomar mis últimas tapas de este viaje en una conocida franquicia vasca donde me atendieron con mucha simpatía, y tanto me entretuve que pasaba ya largo el mediodía cuando cogí a mi Rosaura de nuevo para seguir camino.

El cruce de la frontera es indoloro: hay una reducción de velocidad y unas cabinas, pero están vacías; supongo que los carriles están vigilados por monitor, como mucho.

Una vez en Francia, lo primero que llama la atención al conductor atento es el cambio de paisaje: en esa parte de los Pirineos el lado francés es sensiblemente más feo, pelado y sin árboles, y hay que bajar bastante hacia el valle para volver a encontrar bosque. Pero no me importó mucho, porque aquel día (y los siguientes) descubrí que las carreteras secundarias francesas son un paraíso para el motero: bien asfaltadas y llenas de curvas de esas divertidas, ni muy rápidas ni muy lentas, enlazadas, bien peraltadas, seguras y en número incontable. Desde luego, un país para gastar el neumático trasero como Dios manda: en curva (y nunca mejor dicho).

Aix-les-Thermes. El prepirineo francés.

Aix-les-Thermes. El prepirineo francés.

Por supuesto, en cuanto pude me desvié de la carretera única y demasiado transitada que sale de Andorra: en Ax-les-Thermes, donde cogí la de tercer orden que va hacia el este hasta Quillan, y de ahí una secundaria hasta Couiza, donde otra vez me desvié dándole la espalda al poniente.

Toca aquí decir que lo segundo que me llamó la atención de nuestro país vecino -pese a que ya lo sabía- fueron los precios: la gasolina pegó un doble salto mortal desde los 1’25 € de Andorra, pasándose los 1’40 € de España por el forro, hasta los 1’60 € el litro; y en un bareto perdido de pueblo, por un miserable vasito de Cocacola vertido de una litrona me cobraron 2’80 €. ¡Ya les vale! Bueno, eso me sirvió para mentalizarme de lo que encontraría durante los días siguientes, y a partir de ahí conseguí más o menos olvidarme de andar comparando precios.

Lo que en lo alto de los Pirineos era una mañana cálida se convirtió, a lo largo del día y al descender de altitud, en una tarde de calor pegajoso (Francia es, en general, bastante más húmedo que España) que me obligó a prescindir del tres cuartos y a conducir en mangas de camisa. Se acercaba el reloj a las cinco y aún no había encontrado un hotel que me pluguiese cuando, examinando un pequeño y abarrotado letrero informativo (típicos en Francia), uno de sus rótulos captó mi atención: aguas termales a 2 km. Eso podía estar bien como fin de jornada, así que me desvié por una estrecha carretera, que debía ser de cuarto orden, y enseguida llegué al encantador pueblecillo de Rennes-les-Bains, cuyas casas y calles me recordaron a alguna acuarela romántica que tengo vista de Colomer.

Rodeado de una espesa arboleda, el lugar no tenía desperdicio; parecía sacado de una película costumbrista del siglo pasado: calles estrechas bordeadas de casas altas, antiguas, con carpintería de madera vieja y vidrios desiguales; un río sin orillas sobre el que se asoman directamente las ventanas de los edificios, y varios puentecillos que lo vadean; una pequeña plazoleta, muy tranquila, con dos restaurantes y una panadería donde también sirven café por las mañanas, para el desayuno; y un escondido rincón donde un pequeño manantial vierte sus aguas termales en el río, tras ser aprovechadas en una pileta pública, donde los parroquianos suelen ir al atardecer y las parejas, seguramente, por la noche.

Rennes-les-Bains

Rennes-les-Bains

Pedí alojamiento en un vetusto hotel de clásico nombre, Hotel France, junto al río, que no desmerecía del cuadro; estaba regentado por una señora sonriente y escueta, tan vieja como el edificio. La recepción era una cabina de tamaño regular, acristalada hasta el techo, y las llaves colgaban de un tablero al alcance de cualquiera. El comedor, silencioso a esa hora, se abría sobre el mismo vestíbulo tras una puerta doble de cristales, con visillos. El piso y las escaleras eran de madera que crujía con los pasos. La habitación, de una sencillez pueblerina: un pequeño aseo, un camastro enorme de hierro, un armario y una mesilla. La puerta tenía una de esas cerraduras antiguas de llave grande y torturada. La ventana daba en vertical sobre el río, a considerable altura, y desde ella se dominaban los tejados de las casas de enfrente, los puentecillos y un pequeño parque olvidado. La decadencia de aquel sitio me enamoró.

Desde la ventana de mi habitación.

Desde la ventana de mi habitación.

Un hotel de los de antes.

Un hotel de los de antes.

Me chocó, por el fuerte contraste con el innegablemente policial Estado español, que no hubiese nada parecido a un registro de huéspedes; la señora no me pidió absolutamente nada: ni el dinero, ni un documento de identidad, ni tan siquiera mi nombre. Nada. Aquí tiene usted la llave y ya me pagará mañana cuando se marche. Y así fue también, más adelante, en todos los otros alojamientos donde me hospedé en Francia y en otros países civilizados europeos, con alguna rara excepción. Me resulta por tanto irrisorio -no puedo evitarlo- que anden los republicanos, en España, montando revuelo porque quieren presidente en lugar de rey, una fruslería, mientras que muestran una sumisión perruna a cuestiones de mucho más calado democrático y práctico, como esta del control policial, por ejemplo.

Pero acabemos mi historia de ese día.

Me di un baño, por supuesto, como tenía pensado; pero en la piscina municipal, que era también de aguas termales, no en la pequeña pileta que he descrito, pues ésta sólo la descubrí más tarde. Mientras me secaba tumbado al débil sol del ocaso me quedé dormido un rato, escuchando las voces ininteligibles de los otros bañistas, el acento dulce y arrullador del francés. Al despertar me sentí como nuevo, y con hambre. Cené una ensalada o algo así en una pizzería de la plaza. La gente me saludaba por la calle; los jóvenes también. Son educados estos franceses; y todo el mundo, desde luego, trata de usted a los desconocidos.

Aquella noche me fui a la cama con la cabeza llena de fantasías.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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