El Eje Pirenaico es la carretera estatal que, bajo diferentes números y atravesando distintas regiones, corre más o menos paralela al sur de los Pirineos; una magnífica ruta motera que discurre, con un buena cantidad de rápidas y entretenidas curvas, por imponentes paisajes que, en algunos lugares, casi quitan el aliento: valles llenos de vegetación, pantanos, frondosos bosques, caudalosos arroyos, asombrosas gargantas, montañas de picos nevados… así como profusión de pequeños y pintorescos pueblos, con casas de piedra desde los cimientos hasta los tejados, que son de lasca. A lo largo de esta carretera (y sus vecindades) nunca hay escasez de agua ni de lugares sombreados, y probablemente el único problema que se le va a presentar al motero es resolver el dilema entre disfrutar de la excitante conducción semi-deportiva a que la carretera invita, o de la naturaleza que lo asombrará detrás de cada curva; pero ambas cosas a la vez no pueden ser: o pones tus cinco sentidos en el asfalto o los pones en el paisaje; de lo contrario, lo que te dejarás en el asfalto será la piel.
Dicho esto, tengo que añadir que para mí el Pirineo es… como un parque de atracciones: entretenido, pero igual a cualquier otro. En su perfección paisajística y rural encuentro algo… casi de artificial, de poco auténtico, y la prosperidad y abundancia de riqueza se deja traslucir en muchos detalles. Es, para mi gusto, demasiado rico y turístico. Aquí, quienes tengan espíritu de exploradores verán un poco frustrada esa vena, al sentir que son el enésimo visitante, que nadie mira al forastero con verdadera curiosidad y que la foto más bonita que puedan encuadrar la han tomado ya miles de viajeros, ese mismo mes.
No quiero con esto decir, ni mucho menos, que no lo disfrutara, pero las impresiones que el Pirineo ha dejado en mi emoción no han estado a la altura de las que ha dejado en mi retina, ni se acercan a las que tuve al cruzar los bastante más genuinos parajes de Burgos o la sierra de la Demanda.
Una cosa, en cambio, sí he aprendido, y es que el Alto Aragón es muy poco Aragón. Me ha parecido percibir con cierta claridad que Huesca -perdónemne los oscenses- está dividida entre Navarra y Cataluña: la mitad oeste está conquistada por los vascones -que se delatan en los nombres de bares y comercios, o en los hábitos culinarios, el vino e incluso en el acento y el carácter- mientras que la oriental está invadida por Cataluña en el mismo sentido: tiendas, hoteles, restaurantes y, por supuesto, el habla. De modo que he visto poco de aragonés en esa parte de la Comunidad Autónoma, lo que ha supuesto una pequeña decepción para uno que esperaba descubrir una nueva provincia; no ha sido así: en Huesca he visto, principalmente, prolongaciones de Navarra y Lérida.
Desde Jaca, donde había pasado la noche en una habitación de hotel a precio de pensión por cortesía de su amable personal, seguí hacia el oeste el Eje Pirenaico, parándome en lugares como Yebra de Basa, donde me encontré por pura casualidad con una pequeña concentración de coches antiguos (si entendemos como tales modelos que estuvieron en auge durante los años 70): lo que más había eran Seat 600, el automóvil que acompañó a la despoblación de la España industrial, allá por los años 60; al éxodo masivo desde los pueblos a las ciudades, del que mi propia familia formó parte. Durante aquella década y la siguiente mi pequeña localidad natal vio sus habitantes reducidos a la cuarta parte; un fenómeno que, personalmente, no contemplo con benevolencia alguna.
Paré también en Fiscal, a la vera de las impetuosas aguas pirenaicas del río Ara, con cuya cuenca se empareja la carretera ofreciendo uno de los tramos más hermosos de la ruta hasta más allá de Boltaña, otro pueblo en piedra cuidado con esmero de coleccionista, o más bien de restaurador: impecable en su armonía.
Saliendo del valle del Ara, tras una cuesta, aparece a la izquierda Banastón, apenas una modesta y encantadora aldeíta al pie del monte y sobre los trigales, mirando hacia el mediodía, como casi todas las poblaciones de esta tierra de largos inviernos.
Al toparse con el río Esera gira la ruta bruscamente hacia el norte y aprovecha su estrecho cauce, que discurre a lo largo de una garganta de imponentes paredes, resultando uno de los tramos más fascinantes del Eje.
No obstante, siendo una preciosa ruta, tiene también un tráfico considerable, así que a la altura de Castejón de Sos me desvié siguiendo la cuenca del Esera un poco hacia arriba, hacia Benasque, para buscar un hotel algo apartado. Y lo encontré en Sahún, otro de los muchos pueblos meticulosamente conservados de la región, cuyas casas se disponen sobre una ladera, subiendo una empinada cuesta desde el cauce del río, de modo que gozan de unas espléndidas vistas. Y, como no era tarde, cuando acabé de acomodarme en la modesta habitación que me asignaron aproveché para mover las piernas -cosa que intento hacer por lo menos durante una hora cada día de viaje- a lo largo una de las varias pistas de senderismo locales, bordeando el pintoresco embalse de Linsoles.
Ya de regreso, la sombra de las montañas subía aprisa por la ladera opuesta, dejando al valle inmerso en una luz azulada y algo neblinosa que le daba un toque melancólico que se me comunicó al corazón; y de este humor volvía cuando apareció en mi camino el pequeño santuario de Guayente, en cuya silenciosa y desierta capilla -me sorprendió que estuviese abierta, pese a lo aislada- entré y, casi en absoluta oscuridad, me senté un rato a meditar.
Medité, como suelo, sobre la Iglesia y sus fieles, sobre la fe que no tuve la fortuna de encontrar en mi vida y sobre la casi heroica profesión de religioso en nuestros tiempos ateos. Hoy más que nunca admiro a los curas, en este mundo donde no hay lugar para la religión, y a su labor sin futuro ni esperanza razonable: leyendo sus inverosímiles sermones a una escasísima audiencia, cada vez más reducida. Me dan envidia sus creencias. Pienso que antaño, hasta no hace tanto tiempo, ser cura era no sólo fácil, sino para mucha gente una “tentación” que iba más allá de la fe, porque el poder de la Iglesia se hacía extensivo directamente a sus ministros: en cualquier comunidad, sobre todo en las pequeñas, el párroco era una personalidad no sólo respetada sino, con frecuencia, temida. Además, enlistarse en las filas del clero era una forma de tener acceso a una educación y una cultura que no todos podían adquirir. No había, por tanto, ningún crédito en ser cura por aquel entonces. Pero hoy, con la universalización de la cultura, el abandono en masa de la fe y, por último, el desprestigio de la Iglesia, creo que esa profesión exige unas cualidades poco comunes y, en cierto sentido, admirables.
Sobre esto pensé allí sentado en la penumbra de la capilla, y sobre otros aspectos de mi vida también, como este viaje a ninguna parte, a ratos tan carente de sentido, aparentemente como todo lo demás. Y por primera vez en mi vida saqué unas monedas del bolsillo y las puse en la caja de las limosnas -un gesto sin mérito, pero nuevo para mí-; y me sentí bien al hacerlo.
Por cierto, y para concluir este capítulo, diré que tiene Sahún uno de los cementerios más alegres que he visitado nunca: al pie de las altas montañas, cubierto de césped, adornado de flores y rodeado de árboles sobre la soleada ladera aneja a la iglesia, donde el permanente trinar de los pájaros pone la guinda a un lugar en el que -estoy seguro- el alma de aquellos que creyeron en su más allá descansa en verdadera paz. Difícilmente pudieron desear un lugar mejor para ser enterrados. (Pincha sobre la foto para ver el vídeo, que quizá transmita mejor las sensaciones del lugar.)