Una instantánea de Austria (y un consejo viajero)

 

A la mañana del tercer día dejo Bormio y, tras superar por segunda vez las ochenta y seis curvas del puerto Stelvio, unos últimos quilómetros por tierra italiana me llevan hasta Austria, un país que no tardará en cautivarme: es avanzado, civilizado, pero al mismo tiempo con mucho encanto rural. Tiene buenas carreteras, cuidado urbanismo, la gente es educada y amable, y supera a Alemania con creces en el porcentaje de habitantes que pueden mantener una conversación en inglés; lo que no es de extrañar si tenemos en cuenta que su economía (una de las diez más ricas del mundo en renta per cápita) se basa, antes que en la industria o la agricultura, en el turismo internacional; sin que esto implique -por otra parte- renunciar al atractivo de su naturaleza y sus áreas menos urbanizadas. Algo que en España parecemos no haber entendido aún, como si lo moderno estuviese reñido con el agro.

Y, desde luego, Austria es paisajísticamente irreprochable, ocupando los Alpes el setenta por ciento de su territorio. Estoy en el Tirol, la zona alpina bilingüe que abarca una región italiana y otra de Austria. Por eso, tratándose de una unidad tradicional, al cruzar la frontera por aquí los contrastes en paisaje y costumbres no son bruscos; en realidad, apenas perceptibles.

Hace un día soleado, con temperaturas muy agradables, ideales para la moto. Se puede conducir con el tres cuartos sin forro interior, que es, para mi gusto, la combinación óptima: protegido de caídas pero sin estorbos ni incómodos calores.

Almuerzo en un gasthof de carretera, de esos que tantísimo abundan en Alemania y Austria. Excelentes lugares para una parada gastronómica: casi siempre decorados en madera, suelen resultar muy acogedores; sus menús son sencillos y fáciles de descifrar para un extranjero, los platos sabrosos y abundantes, buena cerveza de elaboración casi siempre casera (kellerbier); negocios que entienden muy bien al turismo, son moderados en precios y saben tratar al viajero.

Me siento en una mesa fuera, al sol, y ¡voto a Dios!, que sin el airecillo de la moto hace calor, incluso en mangas de camisa. Una bella y tímida camarera vestida de tirolesa me atiende. En otra mesa cercana, una francachela de moteros bávaros bromea con ella y la hacen ruborizarse de vez en cuando, pero la joven no pierde su sonrisa ni su aplomo. No entiendo lo que dicen, mas no advierto malicia en sus comentarios; quizá sólo picardía. Hay buen ambiente y los clientes, aunque desconocidos, se hablan de unas mesas a otras. Aún habrá quien diga que esa extroversión es patrimoinio exclusivo del carácter español…

Yo despacho mi almuerzo con una kartoffelsalat (ensaladilla de patata, uno de mis platos alemanes favoritos), una birra y un helado, y al acabar continúo mi camino, saludando a y saludado por los demás clientes.

Para buscar alojamiento esa tarde me aparto unos quilómetros de la ruta principal y, en un idílico pueblo llamado Ehrwald, digno de una viñeta de Heidi (la casa de cuyo abuelo, el Viejo de la Montaña, se situaba muy cerca de aquí), encuentro una variedad de hoteles y B&Bs. Escojo uno al azar y me recibe un matrimonio de mi edad, muy amables ambos. El hombre está ávido de conversación y nos enzarzamos en una larga charla. Como, por otra parte, soy el único huésped hoy, se permite invitarme a un paseo por la montaña, mostrándome el camino más bonito de los alrededores. Tras una subida considerable se disfruta de una vista como un paisaje de cuadro, todo verdor en distintos tonos: verde radiante abajo en el valle, moteado por los rojos tejados de las casas y las manchas canela de las vacas entre el pasto; verde ocre en las medias laderas, cubiertas de pinares e iluminadas por el sol que declina; verde oscuro, metálico, en las umbrías; y sólo las nevadas cimas rocosas, desprovistas de vegetación y envueltas en ligera calima, aparecen de un gris azulado.

Esta vez sólo me quedaré una noche en Austria, pues voy cruzando el país de sur a norte por su parte más estrecha y no da mucho de sí, pero la primera experiencia es tan positiva que me prometo regresar un poco más adelante. Así que a la mañana siguiente, tras apurar el variado desayuno que me ofrecen mis anfitriones y despedirme amistosamente de ellos, subo a horcajadas de Rosaura y continúo viaje hacia el norte.

* * *

Y como no hay foto de esta etapa (porque Italia opaca todas las impresiones) voy a compartir con quienes el azar lleve hasta esta página un pequeño consejo viajero que ojalá les sea de utilidad alguna vez.

Es muy probable que, pasando la noche en un hotel y andando escasos de equipaje, os hayáis visto en alguna ocasión en la necesidad de lavar a mano, en el lavabo, una prenda de vestir y os hayáis encontrado luego con el problema de que no tenéis tiempo para que se seque.

Pues bien, he aquí un sencillo modo de acelerar notablemente el secado, usando la misma toalla del hotel con la que te has duchado, que estará algo húmeda pero no mojada.

Primero extiendes la prenda sobre la toalla, así:

camiseta1

Luego, según lo que te sobre de toalla sobre el tamaño de la prenda, pliegas aquélla sobre ésta, de este modo:

camiseta2

Después la enrollas sobre sí misma como si fuera un canelón:

camiseta3

Y, por último, le “das garrote” al rollito y aprietas con todas tus fuerzas durante diez o quince segundos (cuidado: si eres muy forzudo y la toalla está medio vieja puedes romperla, pero lo más probable es que no lo seas, y tengas que ayudarte de otra persona o, si estás solo, sujetando un extremo del “canelón” entre las rodillas):

camiseta4

De este modo, cuando deshagas el rollo, la mayor parte de la humedad que había en la prenda habrá pasado a la toalla.

Yo utilizo este método a diario, y con excelentes resultados. Dependiendo de los tejidos, a veces saco la prenda casi seca. Si tienes mucha prisa y hay un secador de pelo en la habitación, puedes acabar de secarla con él, pero es un derroche de energía. También, para ser lo más respetuoso posible con el medio ambiente, prefiero emplear la toalla con la que me he duchado, puesto que, habiendo sido usada, el hotel va a lavarla de todas formas. Pero esto son ya mis manías de ecologista extremo. Seguro que tu caso es diferente.

¡Ah! Todo esto suponiendo, claro, que no te importan las arrugas que quedarán en la ropa…

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Stelvio y cierra Italia

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Por pura casualidad, sin conocer nada de esta zona ni haber oído hablar nunca antes del Stelvio, va a salirme una de las etapas más moteras del viaje, a lo largo de una ruta (de Cernobbio a Bormio), frecuentada por miles de motociclistas cada día; al menos en verano.

Estas carreteras alpinas se prestan, desde luego, a la conducción en moto; invitan a la diversión total y a sacarles el máximo partido a nuestras máquinas; de modo que a nadie puede extrañar que el tráfico en dos ruedas sea incesante, apabullante, casi excesivo. Moteros del más variado pelaje (sport, touring, off-road, custom, naked, scooters e incluso ciclomoteros) convergen en los Alpes, desde los cuatro rumbos de Europa, para darse cita final -entre otros- en el concurridísimo puerto del Stelvio.

¡Ahí está el tío Pablo!

¡Ahí está el tío Pablo, todo sonriente, él!

Pero no sólo ellos vienen aquí, sino también otros caprichosos conductores al volante, por ejemplo, de viejos coches de coleccionista, de deportivos diseño exclusivo e incluso de fórmula dos. Toda una fauna del caucho y el motor se junta en estas alpinas alturas, cercanas a los 3000 m, para hacer las ochenta y seis curvas de horquilla de este -ahora lo sé- famoso paso y merecer así la correspondiente pegatina; además, claro está, para echar el día, hacerse la foto, almorzar en alguno de los restaurantes o tomarse un hot dog en el popular stand junto al arcén.

En lo que a mí respecta, llego -como siempre- sin saber de rutas moteras ni sitios conocidos, decidiendo casi en cada cruce qué dirección tomar. No me trae aquí la popularidad del Passo, que antes ignoraba, sino la búsqueda de un itinerario que me lleve hacia el sur de Alemania sin tener que pasar por Suiza, porque no me apetece cambiar francos ni pagar peajes. Y es que en este rodar mío sin sentido, en esta romería hacia ninguna parte, hay no obstante un cierto rumbo incierto y algunos -muy pocos- lugares donde quiero recalar. Uno de ellos es Bamberg, en Babaria, donde un amigo me espera con los brazos abiertos.

Desde Cernobbio, he bordeado el lago Como por su orilla oeste y, girando luego hacia oriente, he venido por Sondrio y Tirano hasta Bormio, a donde llego a primera hora de la tarde. Y, como me gusta el pueblo, decido pasar aquí la noche. Hallo, con sorpresa, que algunos de los albergos y hospedajes, aunque abiertos, tienen sus puertas cerradas. ¿Se toman los italianos la siesta tan en serio como los españoles? En los hoteles más caros hay, por supuesto, alguien en recepción las 24 h del día, pero prefiero mantenerme en un presupuesto moderado; así que tras dar algunas vueltas encuentro un alojamiento a mi entera satisfacción (Meublè Dante): la señora es amable, el precio asequible y la habitación, cómoda y coqueta, tiene una vista magnífica a la plaza y a las montañas.

Torre campanario y tejados de Bormio junto a las cimas alpinas.

Torre campanario y tejados de Bormio junto a las cimas alpinas.

De hecho, lo encuentro tan agradable que, en el acto, decido quedarme dos noches en lugar de una y aprovechar la estancia para visitar con espacio el pueblo y hacer algún circuito no muy largo, con la moto, al día siguiente por los alrededores.

Así es como, preguntando a los lugareños, me entero de la existencia del puerto Stelvio y otros cercanos por donde salvar las cumbes más altas hacia la vertiente norte alpina. Mas, por hoy, 160 km de carretera han sido suficientes. El resto del día es para mí, para mover las piernas y adentrarme en las pinas calles de Bormio, fotografiar los bellos y antiguos frescos de sus fachadas -tan típicos en Italia-, pasar bajo los arcos de sus callejones, asombrarme con la imponente proximidad de las nevadas montañas y, cómo no, tomarme por ahí una cerveza.

Arcos, un elemento frecuente en la arquitectura urbana de Italia.

Arcos, un elemento frecuente en la arquitectura urbana de Italia.

Artísticos frescos en cualquier fachada. Algo muy corriente aquí.

Artísticos frescos en cualquier fachada. Algo muy corriente aquí.

¡Qué gran verdad!

¡Qué gran verdad!

Ahora, eso sí: esta gente a las nueve y media de la noche ya tienen todo cerrado, pese a que no falta el turismo. Más aún: como aquí no hay tiendas de los chinos ni nada que haga las veces, a partir de las cinco o seis, hora en que cierran los comercios, no hay forma de comprar nada; y si se descuida uno es fácil quedarse sin cenar. Como, de hecho, ha sido el caso.

La regenta del hotel me ha dicho que, para cruzar las montañas hacia Austria, es más bonito ir por Stelvio (el paso italiano) que por Santa Maria (el suizo), pero yo, atribuyendo esta opinión a un natural sentido patrio, he preferido comprobarlo por mí mismo. Así que a la mañana siguiente cojo a Rosaura (¡sin maletas!) y hago una ruta circular que disfruto como un crío. Desde Bormio a Prato Alto Stelvio, luego a Sluderno y, desde allí, regresar por Suiza, donde en Santa Maria Val Mustair sale a la izquierda una carretera estrecha y poco frecuentada que viene a desembocar, de nuevo, cerca de Bormio.

Pues bien: he de decir que, con patriotismo o sin él, la mujer tenía razón. No sólo Stelvio es bastante más bonito sino que, además, la carretera italiana está en mejor estado que la suiza. Se conoce que la riqueza que políticos, evasores de impuestos y otros estafadores del resto de Europa traen a Suiza en forma de depósitos bancarios no la emplea este gobierno para mejorar el pavimento.

El ambiente en Passo dello Stelvio ha quedado ya descrito: una verdadera exposición de motos y pirados de todas clases. Quizá la nota más curiosa del día la puso un grupo de cinco alemanes que conducían viejas Vespas con equipaje y todo.

Cinco moteros alemanes haciendo turismo en Vespa.

Cinco moteros alemanes haciendo turismo en Vespa.

El puerto del Stelvio, una permanente exposición de motos.

El puerto del Stelvio, una permanente exposición de motos.

Contadas cuidadosamente una a una, para salvar el puerto de valle a valle hay que tomar -como ya he dicho- nada más y nada menos que ochenta y seis curvas de horquilla, una tras otra, casi ininterrumpidas. Según he entendido, algunos grupitos de moteros van cronometrándose tiempos, pero con el tráfico que hay no veo cómo los resultados puedan ser significativos.

Bajada desde Stelvio hacia la vertiente norte.

Bajada desde Stelvio hacia la vertiente norte.

¡Y hace rasca en estas alturas! Son cumbres de nieves perpetuas y, pese a ser pleno mes de julio y brillar un sol magnífico, el frío hace mella y es cosa de abrigarse bien.

El otro puerto, cruzando por Suiza, es bastante menos popular e innegablemente más soso. Me ha llamado la atención, por cierto, que pese a no pertenecer Suiza a la UE las fronteras estén por aquí tan poco vigiladas. La que he cruzado por el norte, junto a Tubre, tiene un puesto de control desierto; pero la del sur (la que viene a desembocar cerca de Bormio) no tiene ni una mala garita; tan sólo una olvidada y roñosa barrera levadiza, más testimonial que otra cosa.

Y esto ha sido Italia, de momento. Una experiencia única y sorprendente. Una mezcla de lo moderno con lo antiguo, de lugares anclados en el pasado con otros de vanguardia, de anacronismos con futurismos, de valores tradicionales con otros contemporáneos. Un país artística, cultural y socialmente muy rico.

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Tormenta

 

El cielo amenaza lluvia desde poco después del mediodía y a nadie puedo culpar salvo a mí mismo por el remojón.

Pero no adelantemos acontecimientos.

Salgo de Chiomonte (donde he pasado la noche) sin prisa alguna por dejar atrás el Piamonte, esa región tan auténtica y original de Italia. Valle abajo del Dora -al que Google, testarudamente, se resiste a poner nombre en sus mapas- la carretera es estupenda para un motociclista y los paisajes espléndidos para cualquier viajero. Sólo un factor puede echar a perder -y en cierto modo lo hace- la conducción por esta parte de Italia: los conductores. Hace tiempo, un italiano al que conocí en Polonia  me dijo que, en su país, el coche venía a ser una prolongación del pene, cuando no un verdadero sustituto. Y mucho me estoy acordando de ese comentario al conducir por estas carreteras, si bien he de dejar constancia de una imprecisión: esa conducción estúpida e innecesariamente agresiva no se limita al sexo convexo, sino que vale también para el cóncavo. En cualquier caso, quiero escribirlo bien claro y remarcarlo en negrita: los italianos al volante son unos gilipollas (en general, claro). Hacen toda clase de piruetas, siendo sus favoritas las aceleraciones y frenazos bruscos, con especial predilección por los adelantamientos absurdos que no sirven para nada; por ejemplo, hacerlo temerariamente y a toda velocidad para, justo a continuación, decelerar y tomar una perpendicular sólo treinta metros más allá; o adelantar uno por uno a veinte vehículos en una cola que se ve claro va a deshacerse sólo un quilómetro más adelante, al abrirse un doble carril. Sí, ya sé que esto también se hace en España, pero ni comparación. Y tengo que admitir, aunque no quiera, que esta fea costumbre italiana me ha amargado un poco el tránsito por estas tierras.

Voy buscando cruzar hacia Austria y no tengo más remedio, por donde he venido, que pasar cerca de Turín; y aunque escojo las carreteras más secundarias que puedo encontrar, el tráfico en los alrededores es considerable, vaya uno por donde vaya. Es, además, una zona rica y turística todo este tramo entre Turín y Milán, lo que se traduce en más coches y más urbanismo. Estamos ya en Lombardía.

En un horizonte no demasiado lejano, a mi izquierda y frente a mí, van formándose y espesando con rapidez unas nubes grandes y oscuras. Por una ruta que sería del todo incapaz de reproducir me dirijo hacia Como, al sur del lago del mismo nombre, y así voy metiéndome en la boca del lobo, entrando en un paisaje de montañas que se presentan como moles negruzcas humeantes de vapor, montañas que evocan el reino de Mordor: sus cumbres están incrustadas en las nubes, grises como el plomo, y de sus laderas se desgajan mechones vaporosos, dando la impresión de que fuesen humeantes bocas de cráteres. Es una lástima que, con frecuencia, los paisajes más dramáticos e imponentes se den cuando las condiciones climatológicas son más hostiles para fotografiarlos. Tengo las manos frías, amenaza lluvia y lo último que me apetece es bajarme de la moto y ponerme a sacar instantáneas. Sin el menor fundamento, además, confío en que unos pocos quilómetros más adelante seguiré viendo el mismo teatral escenario y podré fotografiarlo entonces, quizá incluso más bonito.

Pero me equivoco y, cuando quiero darme cuenta, esas escenas dantescas se han convertido en otras, no menos amenazadoras pero no tan espectaculares. Esto es lo más parecido que pude captar con la cámara:

Tormenta en los Alpes.

Tormenta en los Alpes.

Aun viendo que me dirijo de cabeza a lo más oscuro del horizonte, no me detengo. Confío en mi chaquetón de cordura, en mis pantalones impermeables y en mi suerte de desafortunado en amores. Espero llegar a Como y encontrar un hotel antes de que descargue.

Y lo gracioso es que, en cierto modo, así es. Ya llueve un poco cuando paso junto a un motel a las afueras de Como; pero no acaba de convencerme. Es feo, sin el menor atractivo, situado en un polígono industrial y tan desatendido que ni siquiera está indicada la entrada. De hecho soy incapaz de encontrarla, así que paso de él y me encamino al centro de la ciudad. Pero entonces las nubes se desgajan, cae la tromba de agua y, en menos de cinco minutos, me encuentro irremisiblemente mojado. Cuando paro y me cobijo bajo el porche de un hotel, estoy ya calado -literalmente- hasta los huevos. Chaquetón e impermeable como si no los llevara, y hasta el casco ha hecho agua, pues descuidé obturar las ranuras de ventilación. No siempre, en fin, se puede salir airoso de las inclemencias meteorológicas.

Para colmo, no me resulta fácil encontrar alojamiento en Como, y la lluvia estorba mis pesquisas. Los hoteles más asequibles están al completo, y en los que tienen vacantes me piden precios astronómicos; así que, cuando escampa un poco, decido seguir hacia adelante y probar en alguna otra de las localidades que hay a lo largo de la orilla occidental del lago, por donde siglos atrás discurrió la romana Vía Regina. En Cernobbio encuentro un lugar que me gusta: un hotel bonito y cálido, en pleno centro. El recepcionista es un tipo resolutivo y agradable, con experiencia. En general, los italianos me parecen educados y simpáticos, siempre que no vayan al volante. Parece que, a pie, la agresividad se les evapora. Un pinche del restaurante que estaba fuera fumándose un cigarro, al verme descargar la moto, me indica con amable espontaneidad dónde puedo aparcarla a cubierto.

Cuando he puesto mis prendas a tender y vestido ropas secas, salgo a darme una vuelta y buscar algo de cena. Cernobbio es una villa hermosa y elegante a orillas del lago Como, llena de casas que parecen palacetes, con muchos y atractivos restaurantes, un pequeño puerto náutico con algunos veleros y motoras, un parque algo romántico, calles estrechas, atmósfera agradable. Es a todas luces un centro turístico, más bien de alto nivel y con buen ambiente. Me tomo por ahí unas tapas y un helado riquísimo. Con razón tiene esa fama Italia. Remato con una cerveza en un bar de alterne donde nadie parece estar dispuesto a alternar y luego, cansado, me vuelvo al hotel, bien enterado ya de los límites, algo decepcionantes, de mi impedimenta de viaje. Quien me dijo que la cordura es impermeable me engañó como a un chino.

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La gran foraleza

Cuando Napoleón ocupó Cherasco, tras haber infligido varias derrotas a los piamonteses, les puso como condición (entre otras) para el armisticio la demolición de la fortaleza de Exilles, un emplazamiento militar inexpugnable que estimó demasiado peligroso como para dejarlo en pie. Se cuenta que su desmantelamiento y destrucción duró nada menos que dos años a base de trabajos y dinamita, hasta que quedó reducido a escombros.  Sólo el pozo sobrevivió, una obra de mediados del s XVII, con sus sesenta metros de profundidad.

No obstante este esfuerzo destructor, dos décadas más tarde se emprenderían los trabajos para la reconstrucción del fuerte, precisamente -ironías de la historia- con los fondos de las sanciones que se impusieron a Francia para indemnizar los daños causados por la guerra; y de aquellas obras surgió la impresionante y sobrecogedora fortaleza que hoy en día podemos contemplar y admirar.

La imponente fortaleza de Exilles.

La imponente fortaleza de Exilles.

Con esta colosal edificación junto al encantador pueblo de Exilles, sobre un paisaje alpino espectacular, fueron recibidos mis primeros quilómetros en suelo italiano, causándome unas impresiones que van a dejarme huella indeleble. Pocas veces en la vida un conjunto de arquitectura y naturaleza me ha impactado tanto.

Es mi primera vez en Italia, pero me resulta difícil pensar que esta región por donde he entrado, el Piamonte, pueda dejar indiferente a algún turista; no sólo por su belleza y la chocante originalidad de sus pueblos, sino también por las costumbres y el carácter de sus habitantes.

Así, pues, siempre disfrutando de la amena conducción que ofrecen las carreteras alpinas, hice mi tránsito desde el racional y razonable ordeniamiento vial francés al absurdo e incomprensible caos de las carreteras italianas. Me refiero ahora a la nomenclatura: no voy a decir que no obedezca a lógica alguna, porque eso lo ignoro, pero desde luego jamás he conducido por ningún país donde resulte tan complicado seguir una determinada ruta: no hay carretera que preserve su nombre durante más de treinta quilómetros ni cruce en el que no cambien los números. Una verdadera confusión que dudo sea de utilidad a nadie.

Y eso por no extenderme hablando ahora sobre los hábitos de los italianos al volante, que dejo para mejor ocasión…

Si los Alpes en Francia -por comparación con mis domésticos Pirineos- ya me habían resultado majestuosos, en Italia me lo han parecido el doble. No sin motivo son tan turísticos, y tan frecuentadísimos por motociclistas. En esta parte de Europa conviene olvidarse de andar saludando a los moteros, pues resulta casi imposible compatibilizar la atención en la carretera con la fraternidad motorística; y no digamos si se quiere disfrutar del paisaje. El tráfico sobre dos ruedas es incesante. De modo que discúlpenme los cientos de moteros a cuyas “uves” no he prestado ninguna atención, pero mis prioridades han estado en otros aspectos de la ruta.

Casa consistorial en Exilles. Piamonte.

Casa consistorial en Exilles. Piamonte.

Y así llego al pintoresco y genuinamente piamontés Exilles, en el curso del alto valle del Dora, que me tiene todo el día con la boca abierta de sorpresa y admiración. Un verdadero hito en mi viaje. El pueblo, característico representante de los de esta zona, está todo construido en piedra y, cosa más curiosa, los tejados también: cubiertos por grandes y pesadas lascas de granito de dos o tres dedos de espesor que les dan un aspecto único.

Los tejados de piedra en el Piamonte.

Los tejados de piedra en el Piamonte.

Detalle de un tejado. Exilles.

Detalle de un tejado. Exilles.

El segundo elemento llamativo de este urbanismo rural es la disposición y la entrada a las casas desde las irregulares calles: a través de arcos (a veces verdaderos túneles) que pasan bajo otras casas y dan a patios o callejones interiores a los que, a su vez, se abren otros arcos, en una disposición final bastante laberíntica que, a veces, parece como si fuese una ciudad excavada en la roca.

Paso desde la calle a un callejón interior.

Paso desde la calle a un callejón interior…

...y desde el callejón a otras casas y patios.

…y desde el callejón a otras casas y patios.

Estas dos peculiaridades, junto con alguna otra singularidad urbanística, hace de estos pueblos del Piamonte lugares probablemente únicos en el mundo.

Curiosa habitación, sobre un arco, con balcones opuestos que dan a sendos patios-callejón.

Curiosa habitación, sobre un arco, con balcones opuestos que dan a sendos patios.

Entrada a una casa, sin que quepa saber si estamos en la vía pública o en un patio privado.

Aquí no se sabe dónde acaba la vía pública y dónde empieza el patio privado.

Otro elemento muy común en esta región son las fuentes-lavadero, de las que suele haber varias en cada pueblo, todas ellas construidas según idéntico patrón.

Típica fuente-lavadero en el Piamonte.

Típica fuente-lavadero en el Piamonte.

Mas la sorpresa que este estilo de pueblo, por completo nuevo para mí, me causó, quedó pronto oscurecida por la fortaleza que se yergue en sus afueras y con la que encabezo este capítulo.

Exilles, visto desde una línea de bastiones de la fortaleza.

Exilles en el valle del Dora, visto desde una línea de bastiones de la fortaleza.

Pocos sitios fortificados en el arco alpino occidental pueden preciarse de obras como la del relieve rocoso que domina el asentamiento de Exilles, construida y remodelada con un formidable soporte científico que fue desarrollándose, entre los ss XVI y XX, junto con las vicisitudes bélicas, recogiendo la evolución de las arquitecturas militares. Una fortificación condicionada por aspectos geográficos, orográficos y políticos en la frontera de los mayores bloques de poder, pues el valle del Dora siempre ha sido un pasillo territorial alpino fundamental, línea de conexión entre el norte y el sur de Europa, canal de ejércitos y, por tanto, tierra contendida entre las distintas naciones.

Los Alpes y el valle del Dora, desde una tronera del fuerte.

Los Alpes y el valle del Dora, desde una tronera del fuerte.

La aparición de los estados nacionales en el s XVI determinó una modificación de las obras de defensa en la proximidad de las fronteras. El valle del Dora, cruzado transversalmente por el límite entre las tierras de los Saboya y las del Delfinato, asistió al continuo aglomerarse de instalaciones fortificadas.

Vista de la explanada desde bajo el techado.

Vista de la explanada desde bajo el techado.

Entre 1562 y 1590 las milicias católicas y los franceses reformistas se enfrentan en cruentos combates religiosos, y la primera gran reforma militar de Exilles (entonces territorio francés) tuvo lugar en el siglo XVII: durante veinte años de obras el viejo castillo medieval se transforma en una fortaleza, reforzándose su frente con bastiones pentagonales e introduciéndose una completa revolución conceptual y estructural: se construye un pasaje cubierto para los fusileros, se profundizan los fosos, fortifícanse algunas puntas y cortinas, se racionalizan las cercas interiores y se erigen nuevas construcciones para la guarnición, alojamiento y bagajes.

El patio interior al que dan los alojamientos del mando.

El patio interior al que dan los alojamientos del mando.

Más adelante en el mismo siglo se acometen otras mejoras para acrecer el potencial logístico, como la de aumentar el espacio interior disponible aprovechando la gran plataforma rocosa frente a la explanada; pero en mitad de estas obras, a principios del s XVIII, el fuerte es sitiado, bombardeado y finalmente expugnado por los austro-piamonteses, concluyendo así la dominación francesa de esos territorios, que pasan a los Saboya en el tratado de Utretch.

El puente de entrada a la fortaleza.

El puente de entrada.

Los Saboya reparan inmediatamente el fuerte para uso propio, introduciendo a su vez nuevas y más modernas modificaciones; y aunque los franceses intentaron sitiarlo, fue en vano: para entonces su defensa estaba ya demasiado perfeccionada. En esta nueva reforma se pone especial énfasis en integrar al fuerte en su entorno natural de roca, de manea que parezca una extensión de la misma; y esa impresión es la que prevalece en nuestros días.

Estructura bajo el techado de la fortaleza.

Estructura bajo el techado.

Una obra colosal, única y diferente, que va más allá de los esquemas clásicos. La fortificación no se deja en manos de paredes y baluartes de piedra, sino que se confía a la roca misma, que se excava y moldea a conveniencia. Fosos, bastiones y cortinas no son otro que paredes de roca, donde sólo la cumbre es de albañilería.

Foso interior entre dos murallas, en el frente occidental.

Foso interior entre dos murallas, en el frente occidental.

Pero fue a finales del s XVIII cuando, como queda dicho, victorioso en otras batallas y habiendo apresado al príncipe de Saboya, Napoleón impuso, en el armisticio de Cherasco, la demolición del fuerte de Exilles. No necesitó conquistarlo, ni habría podido: estaba edificado casi a la perfección.

Baluarte cónico para desviar la trayectoria de los proyectiles.

Baluarte cónico para desviar la trayectoria de los proyectiles.

En la reconstrucción posterior al tratado de Viena se devolvió a su estado inmediatamente anterior, con las salvedades impuestas por los irreversibles daños sufridos en la roca. Pero, ¡ay!, perecedero destino el de las obras del hombre, a finales del s XIX las innovaciones tecnológicas determinan la progresiva obsolescencia de esta magnífica fortaleza. Los fuertes se revelan vulnerables a las nuevas armas, y el servicio de Exilles durante las guerras mundiales se limitó al de prisión, pues militarmente había perdido casi toda relevancia.

Patio de alojamientos para la tropa y, después, celdas de la prisión.

Patio de alojamientos para la tropa y, después, celdas de la prisión.

Creo que, tras estas explicaciones y fotos, puede comprenderse bien mi asombro. Para cuando logro pasar capítulo mental y emocional, ya casi se me ha ido el día. Encuentro alojamiento apenas cinco quilómetros valle abajo, en Chiomonte. Casi una réplica de Exilles. Los mismos tejados de granito, las mismas casas de enrevesada disposición, la misma fuente-lavadero de agua borbotante. No te pierdas este vídeo:

Según ando por sus calles en busca de un albergue, un hombre me pregunta: Cerca quelq’uno? ¿Busca a alguien? Es por si puedo serle de ayuda. La misma fórmula que emplearán luego conmigo en otros pueblos del Piamonte, y que no sé si nace de un sentimiento de hospitalidad o de la simple curiosidad; quizá de ambas.

Bonita cantina y albergue en Chiomonte.

Bonita cantina y albergue en Chiomonte.

Por cierto, y como última nota elogiosa, la “tapa” que te ponen en Italia con la cerveza de la tarde viene a ser prácticamente una merienda. Dos cervezas y ya te das por cenado.

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Lo último de Francia

Vaison-la-Romaine, donde he pasado la última noche, pone fin al tramo de tierras bajas que he tenido que atravesar: el lado más oriental del Rosellón. A partir de ahí, y siguiendo hacia el sol naciente, la carretera va ganando altitud poco a poco, el terreno se ondula de nuevo y el paisaje se torna otra vez interesante. Estamos en la región que los franceses denominan Altos Alpes.

¡Y qué cordillera tan joven, esta de los Alpes! Bien se ve en la pronunciada V que hacen los valles y en la no menos pronunciada A de las cumbres, formando entre ambas escarpadísimas laderas, como se aprecia en esta foto.

Escarpadas laderas de los Alpes.

Escarpados valles y cumbres de los Alpes.

Pero no sólo en eso: también se nota en la acelerada erosión, que está en pleno proceso de limar los desniveles e igualar las diferencias de altitud, quitándole los elementos, inclementes, el suelo a la arboleda para arrojarlo a las cuencas de los tumultuosos arroyos. Poca vida les queda, por ejemplo, a estos árboles de la foto, que quizá en una o dos décadas -un pestañeo geológico- no tengan ya donde sostener sus raíces.

La fuerte y viva erosión dará muerte a estos árboles.

Muestra de la fuerte y viva erosión.

Los ojos del viajero no se cansan, en los Alpes, de mirar con curiosidad a su alrededor. Puede el cuerpo estar fatigado y la mente -o quizá el espíritu- perdida en tinieblas existenciales, pero la vista siempre está despierta, atenta, engullendo insaciable los paisajes.

Llega la tarde y refresca el ambiente. Abajo quedaron los calores del Rhône; aquí el aire se respira ya frío, y de alguna chimenea aún sale humo, pese a estar a las puertas mismas del verano. La frontera italiana queda muy cerca, pero quiero esta noche dormir aún en Francia y dejar las sorpresas -buenas o malas, no lo sé- para la mañana, con los sentidos bien despiertos.

Hay que buscar alojamiento, pero con mi afición por las carreteras de tercer orden no tengo claro que vaya a encontrar ningún hotel por este desvío perdido que he cogido hacia Briançon. ¡Espera!, sí: casi cuando ya he pasado el diminuto pueblo de Arvieux me doy cuenta de que he visto un letrero a la derecha, Chambres d’hôte. Pego un frenazo y doy la vuelta. “¿Tienen habitaciones?” Sí, son compartidas, pero están todas vacías. La mujer, muy simpática, me pregunta a qué hora quiero cenar. Da por sentado que cenaré allí. ¿Dónde, si no? Es el único lugar en treinta quilómetros a la redonda. Quedamos en que a las siete y, mientras tanto, me doy un largo paseo por la montaña. Desde lo alto del camino echo la vista atrás y veo el pueblo a mis pies, apenas un puñado de casas.

Arvieux, en los Altos Alpes franceses.

Arvieux, en los Altos Alpes franceses.

Cuando regreso me están esperando ya, ella y el marido. Me lo presenta; es un hombre grande, fuerte y feo, como deben ser los hombres. Él me sonríe tendiéndome su manaza para estrecharla. Va a ser quien cocine porque la mujer se marcha para casa. Atardece, y en unos minutos morirá el último rayo de sol sobre las mesas de la terraza, pero decido cenar fuera de todos modos, con la cazadora puesta. No es un buen cocinero este hombretón solícito y risueño, pero me prepara un postre exquisito, una especie de tarta de moras caliente en un cuenquito de barro.

Hablamos un poco mientras tanto. “¿Caen muchos clientes por aquí?”, le pregunto. Me dice que a esa hora ya no. Así que cuando acabo de cenar cierra el quiosco y se marcha. Me quedo solo por completo en la casona. Tarda aún largo rato en caer la noche, porque estamos en los días más largos del año, pero el silencio es ya absoluto en esa aldea perdida de los Alpes franceses.

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Perdido en el monte

Vaya por delante que lo de “perdido” va en sentido figurado, más que nada para darle atractivo al título; digamos que es un cebo. Pero algo de verdad hay.

Como decía en el capítulo anterior, el interior del Languedoc es una zona poco poblada, y durante mi segunda jornada cruzándolo tuve ocasión de ver hasta qué punto puede ser agreste; casi como algunas de las regiones más aisladas y perdidas de Extremadura, pasé por una vasta extensión de monte espeso y cerrado atravesada tan sólo por una carretera que apenas merece ese nombre, sino más bien el de camino asfaltado, ya que su anchura no era más que la imprescindible para el paso de un coche. Pero ya hablaré luego de esto.

Es curioso cómo a medida que van pasando los días de viaje y, sobre todo, los quilómetros, va uno sintiéndose más cómodo en la motocicleta, integrándose con ella, sintiéndola casi como parte del propio cuerpo, hasta hacerse uno solo, moderno centauro. Te acostumbras a sus sonidos, a sus vibraciones, al tacto del manillar y la horma del asiento, a sus posibilidades y sus limitaciones, sus vicios y sus trucos también. E incluso llega a cansarte menos la postura -pese a que, por supuesto, los músculos lo resienten al cabo del tiempo-. Igual sucede con un coche, cierto es, pero tal vez con la moto el efecto sea más acusado, la comunión más íntima. No sólo -supongo- porque la relación de masas entre jinete y montura es más cercana a la unidad, sino acaso porque, al requerir una mayor atención en la conducción, también se familiariza uno más estrechamente con la máquina de la que nuestra integridad depende. Por la cuenta que nos trae, como suele decirse.

Si hubiera de repetir hoy, pueblo por pueblo, la ruta que hice ese día, me resultaría imposible acertar con el mismo recorrido; y es que no sólo hay veinte combinaciones posibles para viajar desde Lodève a Vaison-la-Romaine por carreteras secundarias, sino que además esa mañana me perdí: me equivoqué en un cruce y tuve luego que rectificar el rumbo; que es por lo que vine a parar al camino asfaltado que he mencionado antes.

Al poco de salir de Lodève había un tramo de carretera flanqueada por árboles, de las que abundan muchísimo en Francia; pero no breves trechos de apenas un par de quilómetros, como podemos encontrarnos en España, sino que a veces todo el tramo entre varios pueblos está entero jalonado de árboles a ambos lados, lo que hace una conducción muy agradable y, para un día caluroso como aquel, también mucho más llevadera, ya que las hojas refrescan el aire y la sombra impide que se recaliente el asfalto.

Ejemplo de típica carretera secundaria francesa.

Ejemplo de típica carretera secundaria francesa.

Pero al abandonar esa carretera enseguida me metí en la espesura y quedé aislado de todo tráfico y casi de toda presencia humana. Primero la carretera ascendió un poco, tal vez cien o doscientos metros, pasé por unos altiplanos de viñedo,

Un viñedo plantado en un altiplano casi perfecto.

Viñedo plantado en un altiplano casi perfecto.

cambió la vegetación y llegué a una de las zonas de monte más agreste que he visto nunca: arbusto apretado y árboles más bien pequeños doquiera que dirigiese mi vista, tan densos que apenas permitían ver el suelo, cubriendo valles y lomas hasta la lontananza; la angosta carreterita descuidada y sin barrer, sobre la que en muchos lugares crecía la hierba y a lo largo de la cual no me crucé con un sólo vehículo. En más de una ocasión detuve el motor y me paré a escuchar: no se oía más que el breve canto de algún pájaro. Hube de cosultar con frecuencia el GPS para cerciorarme de que aquello llevaba a algún lado.

Rosaura en el camino asfaltado, en medio del espeso monte.

Rosaura en el camino asfaltado, en medio del espeso monte.

Por fin, al cabo de una hora larga por aquel camino -que me hizo trabajar los antebrazos como si, en lugar de sujetar un manillar, hubiese estado manejando un taladro neumático- en mitad del paisaje silvestre apareció, en lo alto de una pequeña colina, la minúscula villa de Arborás; la cual, lejos de estar medio desrruida y sus casas abandonadas, como habría ocurrido en España, tratándose de lugar tan remoto, se veía muy cuidada y conservada; una prueba más de cómo Francia quiere a sus pueblos.

Arborás entre la espesura.

Arborás entre la espesura.

Poco después de Arborás el camino asfaltado se incorporaba a una carretera más decentita que iba bajando lentamente a lo largo de un valle, y en la primera ocasión que encontré me detuve para tomarme una bien merecida cerveza. Eso fue en Saint-Jean-de-Buèges, sentado en una deliciosa terracita a la sombra de un ficus gigante, en un plaza medio umbría; uno de esos encantadores lugares que en Francia te encuentras a miles.

Terracita en Saint-Jean-de-Buèges.

Terracita en Saint-Jean-de-Buèges.

Me habría quedado gustoso a pasar la noche allí (no en la terraza, sino en el pueblo, se entiende), porque tras haber cruzado la espesura daba ya por cumplida mi jornada motera, pero no había alojamiento y, por otra parte, era aún muy pronto; así que continué.

Estaba haciendo el día más caluroso en lo que llevaba de viaje, y por la tarde, en plena canícula, cuando pasaba por Alès (otro pueblo lleno de moros), viendo que unos muchachos se bañaban en una pequeña playita que hacía el río, aparqué la moto en una calle cercana y, cogiendo la toalla y las chanclas, me pegué un baño muy refrescante y vivificador; e incluso pude nadar un poco, porque el río fluía manso en el ancho cauce.

Pese al baño, quince minutos después ya estaba sudando de nuevo.

Además de caluroso, fue un día largo de moto también. El tramo más o menos llano de tierras bajas que hay a partir de Alès, lo que viene a ser la vega del Rhône, no abunda en lugares de los que a mí me gustan para pernoctar; es demasiado rico y poblado, zona vinícola por excelencia, y también algo industrial, como puede predecirse sin más que mirar al mapa: los pueblos son muy grandes y están muy juntos, el entramado de carreteras muy tupido, con varias vías principales, y hay dos ciudades relativamente grandes en las cercanías: Aviñón y Montelimar. De modo que ya atardecía cuando encontré un sitio que plugo a mis sentidos y preferencias: Vaison-la-Romaine.

Vaison-la-Romaine

Vaison-la-Romaine

Esta localidad tiene dos partes: la villa baja, bastante extensa y más o menos moderna, y la villa alta, que es la parte antigua, encaramada en un otero, más pequeña (ya que no puede crecer, como le ocurre a Cádiz). Un sueño de sitio, con tres o cuatro calles estrechas que van paralelas a la falda del monte, conectadas entre sí por pasadizos y tramos de escaleras; impecablemente conservada, con casas bellas como palacios, románticos patios y ajardinados, arcos de piedra, fuentes y plazoletas; y con dos castillos: uno en la cima y otro, casa fortaleza, en la ladera oeste, ahora convertido en hotel, que es donde yo me quedé.

Aquel lugar, y la habitación que me dieron, valieron la pena el haber conducido más horas. En realidad no era una habitación, sino un apartamento, un dúplex a todo lujo, con su escalera de caracol en piedra y todo; los mismos aposentos donde hace cinco siglos vivieron probablemente sus propietarios, aunque una vida bien diferente a la nuestra. ¿Cómo sería? Me atrevo a apostar que no tenían minibar, ni habrían sabido qué hacer con uno. Lástima que esa tarde estaba bajo de ánimos (no todo son alegrías en la vida del viajero, bien lo tengo dicho ya) y casi no pude disfrutar de aquello que, en otro tiempo, me habría hecho aullar de entusiasmo.

Tenía también el hotel una pequeña piscinita, más bien una alberca, donde me di en solitario un segundo baño ese día y donde me quedé medio dormido mientras me secaba en el único lugar donde aún daban los rayos del sol poniente.

¿La cena? En un restaurante de la ciudad alta, en la terraza, uno de los lugares más bonitos del pueblo, todo alrededor piedra, plantas y vistas, tranquilo, atendido por un camarero marica, simpático como sólo los maricas saben serlo. Me regalé un helado de postre, para subir los ánimos, pero no sé si valió la pena, porque luego mi conciencia protestó. ¡La conciencia! ¿Para qué servirá eso?

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El puente del Diablo

La idea, más o menos, que había ido cuajando en mi cabeza durante las  jornadas anteriores era llegar hasta Italia por los Alpes evitando en lo posible, por demasiado transitado, el litoral mediterráneo; en realidad, tratando de atravesar en lo posible las regiones menos pobladas; o sea, cruzando el Rosellón (o Languedoc), por el interior, de un extremo a otro; y esto me llevó dos días (no el pensarlo, sino el hacerlo, se entiende).

Esta zona de Francia alberga una auténtica red de carreteras de tercer orden uniendo copia de pequeños pueblos que no distan entre sí, por término medio, quizá más de cinco quilómetros, pese a lo cual debe ser -a juzgar por los largos trechos de vegetación agreste que he recorrido- una de las zonas con menos densidad de población de este país donde tocan, hoy por hoy, justo a una hectárea por persona.

Y es una región de naturaleza familiar, en cuanto me recuerda mucho, en su geología y flora, a Sierra Morena, mi tierra natal. Los pueblos, en cambio, son muy diferentes, con ese aspecto casi puramente medieval que parece no haber cambiado desde hace cinco siglos. Por cierto que, en la poca prisa que tienen los habitantes del Languedoc por “arreglar” sus viejas casas, modernizar los estilos, sustituir las viejas puertas y ventanas, renovar el antiguo mobiliario, etc, a pesar de que no les falta poder adquisitivo para ello, me parece ver -y esto no pasa de ser mi conjetura- un país que ama su pasado, que no reniega de él; y también un país que ama la vida rural y no se avergüenza de ella. Al menos así lo interpreto al compararlo con los harakiris urbanísticos que se han perpetrado (y continúan) en los pueblos de España durante las últimas cuatro décadas.

Estaba, dicho sea de paso, el campo esplendoroso, cubierto a grandes parches por un matorral con flores de un amarillo intenso, rabioso, que le daban al paisaje verdioscuro un tono de alegría. En concreto, una zona del Languedoc llamada País Cátaro (Pays Cathare).

A través del Pays Cathare.

A través del País Cátaro.

Así, en mi ruta a lo largo del Rosellón, desde Rennes-les-Bains hasta Vaison-la-Romaine, me encontré por ejemplo sitios como Villerouge-Termenès, cuyo castillo del siglo XII, de arquitectura militar, maziza e imponente, fue erigido en símbolo del poder eclesiástico, y propiedad del arzobispado de Narbonne hasta nada menos que la revolución francesa, en que se vendió como bien nacional a una decena de vecinos, que lo poseyeron hasta muy recientemente.

Castillo de Villerouge-Termenès.

Castillo de Villerouge-Termenès.

Callejón en Villerouge-Termenés.

Callejón en Villerouge-Termenés.

O lugares o como Olargues, un pueblo tan genuinamente medieval -y algo laberíntico- que me resultaría imposible resumirlo en tres o cuatro fotografías; haría falta todo un reportaje para transmitir las imágenes que registró mi retina y la impresión que quedó grabada en mi memoria. Así que no voy ni a intentarlo. Baste una panorámica general del pueblo, su característico y esbelto puente romano, llamado del Diablo, y la torre de su castillo arruinado.

Panorámica de Olargues.

Panorámica de Olargues.

Y en verdad me parece que tiene, pese a su sencilla elegancia, un sí es no es de diabólico este puente. Resulta difícil a veces identificar por qué algo nos causa determinada impresión, pero en este caso el mote le cae que ni pintado, aunque vaya usted a saber de dónde le viene; igual de alguna leyenda local que no tiene nada que ver con su aspecto. Quizá en esta otra foto se aprecia mejor:

El Puente del Diablo.

El Puente del Diablo.

Había en Olargues, además, un pequeño museo en una enorme casa bajomedieval de extraña e intrincada arquitectura, dedicado a las artes y tradiciones populares para honrar la memoria de sus mayores, del que me llamaron la atención algunos objetos, como un cuaderno de ejercicios de una niña llamada Marie-Jeanne Poujade o un viejo periódico de Lyon, ambos de 1918, pronta a acabar la Primera Guerra Mundial.

No sé bien por qué me fijé especialmente en ellos; acaso porque me recordaron a otros similares que había en casa de mis abuelos, cuadernos escolares o periódicos de aquella misma época, pronto hará un siglo; no tan distintos, incluso, de los que aún se editaban cuando yo era pequeño.

Cuando Marie-Jeanne Poujade iba a la escuela.

Cuando Marie-Jeanne Poujade iba a la escuela.

La Broderie, editado en 1918.

La Broderie, editado en 1918.

Por cierto que la dicha casa tenía también algo de mefistofélico, de siniestro, con dos entradas que daban a distintas callejas a diferentes alturas, su estrecho patio interior de tapias altísimas, como un pozo cuadrangular, sus muros y plantas en muchos planos de corte, llena de recovecos, sus recias puertas, pequeños ventanucos y bajas bóvedas. No es que ninguno de estos elementos pertenezcca, de por sí, al Reino de la Oscuridad, pero el conjunto podía muy bien haberse llamado -como el puente- Casa del Diablo y nadie se habría extrañado de ello.

Una de las entradas a la casa-museo. Curiosa la arquitectura con muchos planos de corte.

Una de las entradas a la casa-museo. Curiosa la arquitectura con muchos planos de corte.

Más aún: tan sólo con darle un giro al enfoque con el que se mire, estoy seguro de que en una grisácea y tormentosa tarde otoñal la propia villa de Olargues, con sus calles estrechas y reviradas, sus empinadas cuestas y ese torreón puntiagudo en lo alto del monte adquiriría un aspecto verdaderamente satánico.

Pero no aquel día de cielos tan azules, a cuyo atardecer fui a dar con mis huesos a una habitación en un tranquilo hotel de Lodève, una pequeña ciudad llena de moros que, salvo por su arbolada ribera, me hizo poca impresión, sobre todo al compararla con los pueblos de que acababa de visitar. Además, estaba ya cansado de andar pateando calles y no tenía las neuronas muy receptivas, de modo que tras una hora de exploración y haber sacado apenas un par de fotos fui a recostarme en una de las tumbonas en la luminosa terraza del hotel para leer un poco antes de cenar; lo que hice al aire libre, en el jardincillo de un restaurante cercano que me habían recomendado. Y fue un acierto, porque por primera vez la cocina francesa estuvo, en mi experiencia, a la altura de su fama internacional.

Lodève.

Lodève.

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Sintiendo los contrastes

Para salir de Andorra a Francia no hay muchas alternativas: Pas de la Casa; así que en esta ocasión disfruté el lujazo de la falta de libertad (y que nadie me venga diciendo que la libertad no es un castigo). Bueno, en estricto rigor sí que hay una elección posible: se puede ir por el túnel o por el puerto; pero, siendo un motero al que gustan las alturas, las curvas y los espacios abiertos, no tuve ninguna duda.

Justo en Pas de La Casa, el pueblo, eché un buen rato mirando al nutrido tráfago de turistas y sobre todo moteros que acude allí para hacer compras, echar gasolina y quedarse a comer en algún restaurante. Brillaba el sol en un cielo sin nubes, poniendo vivos colores y reflejos de luz en los objetos. Me resultó entretenido simplemente curiosear entre las motos, ver la animación de aquel sitio, la gente, los grupos, la ropa, la variedad… Sobre todo había franceses, pero también catalanes y de otras partes de España. Aproveché para tomar mis últimas tapas de este viaje en una conocida franquicia vasca donde me atendieron con mucha simpatía, y tanto me entretuve que pasaba ya largo el mediodía cuando cogí a mi Rosaura de nuevo para seguir camino.

El cruce de la frontera es indoloro: hay una reducción de velocidad y unas cabinas, pero están vacías; supongo que los carriles están vigilados por monitor, como mucho.

Una vez en Francia, lo primero que llama la atención al conductor atento es el cambio de paisaje: en esa parte de los Pirineos el lado francés es sensiblemente más feo, pelado y sin árboles, y hay que bajar bastante hacia el valle para volver a encontrar bosque. Pero no me importó mucho, porque aquel día (y los siguientes) descubrí que las carreteras secundarias francesas son un paraíso para el motero: bien asfaltadas y llenas de curvas de esas divertidas, ni muy rápidas ni muy lentas, enlazadas, bien peraltadas, seguras y en número incontable. Desde luego, un país para gastar el neumático trasero como Dios manda: en curva (y nunca mejor dicho).

Aix-les-Thermes. El prepirineo francés.

Aix-les-Thermes. El prepirineo francés.

Por supuesto, en cuanto pude me desvié de la carretera única y demasiado transitada que sale de Andorra: en Ax-les-Thermes, donde cogí la de tercer orden que va hacia el este hasta Quillan, y de ahí una secundaria hasta Couiza, donde otra vez me desvié dándole la espalda al poniente.

Toca aquí decir que lo segundo que me llamó la atención de nuestro país vecino -pese a que ya lo sabía- fueron los precios: la gasolina pegó un doble salto mortal desde los 1’25 € de Andorra, pasándose los 1’40 € de España por el forro, hasta los 1’60 € el litro; y en un bareto perdido de pueblo, por un miserable vasito de Cocacola vertido de una litrona me cobraron 2’80 €. ¡Ya les vale! Bueno, eso me sirvió para mentalizarme de lo que encontraría durante los días siguientes, y a partir de ahí conseguí más o menos olvidarme de andar comparando precios.

Lo que en lo alto de los Pirineos era una mañana cálida se convirtió, a lo largo del día y al descender de altitud, en una tarde de calor pegajoso (Francia es, en general, bastante más húmedo que España) que me obligó a prescindir del tres cuartos y a conducir en mangas de camisa. Se acercaba el reloj a las cinco y aún no había encontrado un hotel que me pluguiese cuando, examinando un pequeño y abarrotado letrero informativo (típicos en Francia), uno de sus rótulos captó mi atención: aguas termales a 2 km. Eso podía estar bien como fin de jornada, así que me desvié por una estrecha carretera, que debía ser de cuarto orden, y enseguida llegué al encantador pueblecillo de Rennes-les-Bains, cuyas casas y calles me recordaron a alguna acuarela romántica que tengo vista de Colomer.

Rodeado de una espesa arboleda, el lugar no tenía desperdicio; parecía sacado de una película costumbrista del siglo pasado: calles estrechas bordeadas de casas altas, antiguas, con carpintería de madera vieja y vidrios desiguales; un río sin orillas sobre el que se asoman directamente las ventanas de los edificios, y varios puentecillos que lo vadean; una pequeña plazoleta, muy tranquila, con dos restaurantes y una panadería donde también sirven café por las mañanas, para el desayuno; y un escondido rincón donde un pequeño manantial vierte sus aguas termales en el río, tras ser aprovechadas en una pileta pública, donde los parroquianos suelen ir al atardecer y las parejas, seguramente, por la noche.

Rennes-les-Bains

Rennes-les-Bains

Pedí alojamiento en un vetusto hotel de clásico nombre, Hotel France, junto al río, que no desmerecía del cuadro; estaba regentado por una señora sonriente y escueta, tan vieja como el edificio. La recepción era una cabina de tamaño regular, acristalada hasta el techo, y las llaves colgaban de un tablero al alcance de cualquiera. El comedor, silencioso a esa hora, se abría sobre el mismo vestíbulo tras una puerta doble de cristales, con visillos. El piso y las escaleras eran de madera que crujía con los pasos. La habitación, de una sencillez pueblerina: un pequeño aseo, un camastro enorme de hierro, un armario y una mesilla. La puerta tenía una de esas cerraduras antiguas de llave grande y torturada. La ventana daba en vertical sobre el río, a considerable altura, y desde ella se dominaban los tejados de las casas de enfrente, los puentecillos y un pequeño parque olvidado. La decadencia de aquel sitio me enamoró.

Desde la ventana de mi habitación.

Desde la ventana de mi habitación.

Un hotel de los de antes.

Un hotel de los de antes.

Me chocó, por el fuerte contraste con el innegablemente policial Estado español, que no hubiese nada parecido a un registro de huéspedes; la señora no me pidió absolutamente nada: ni el dinero, ni un documento de identidad, ni tan siquiera mi nombre. Nada. Aquí tiene usted la llave y ya me pagará mañana cuando se marche. Y así fue también, más adelante, en todos los otros alojamientos donde me hospedé en Francia y en otros países civilizados europeos, con alguna rara excepción. Me resulta por tanto irrisorio -no puedo evitarlo- que anden los republicanos, en España, montando revuelo porque quieren presidente en lugar de rey, una fruslería, mientras que muestran una sumisión perruna a cuestiones de mucho más calado democrático y práctico, como esta del control policial, por ejemplo.

Pero acabemos mi historia de ese día.

Me di un baño, por supuesto, como tenía pensado; pero en la piscina municipal, que era también de aguas termales, no en la pequeña pileta que he descrito, pues ésta sólo la descubrí más tarde. Mientras me secaba tumbado al débil sol del ocaso me quedé dormido un rato, escuchando las voces ininteligibles de los otros bañistas, el acento dulce y arrullador del francés. Al despertar me sentí como nuevo, y con hambre. Cené una ensalada o algo así en una pizzería de la plaza. La gente me saludaba por la calle; los jóvenes también. Son educados estos franceses; y todo el mundo, desde luego, trata de usted a los desconocidos.

Aquella noche me fui a la cama con la cabeza llena de fantasías.

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