Cuatro décadas después, ahí es nada, al mirar cada día esta tripa irremediable cuya única ventaja es que me impide verme las vergüenzas (también en decadencia, dicho sea de paso), me doy cuenta de que en aquella edad, en aquel tiempo, y quizá de modo especial en aquel barrio, todos los chavales estábamos cachas; aunque entonces ni le dábamos valor ni éramos apenas conscientes de estarlo. ¡Bendita inocencia e ignorancia! El ejercicio continuo, no deliberado pero casi insoslayable, que nos imponía aquella vida de permanente actividad y rivalidad, donde el que se quedara atrás en los juegos y correrías era objeto inmediato de las burlas de los demás y se arriesgaba a ser excluido de los retos, en su mayoría físicos, que determinaban la pertenencia al grupo y establecían la supremacía de los más aptos, ese ejercicio -digo- ayudaba a la biología -es decir, a la naturaleza- a conformar unos cuerpos reñidos con la morbidez o con la grasa: quien más y quien menos, debajo de la camisetas tenía unas formas como Dios manda. No es que hiciésemos deporte, no (al menos, como ahora entendemos esa palabra); pero el fútbol de barrio, las carreras, los a veces violentos juegos juveniles, la simple huida “por patas” de los peligros a los que sin cesar nos exponíamos consciente o imprudentemente, las peleas o luchas inevitables entre nosotros o con los chavales del distrito vecino, las excursiones a la sierra y, en fin, todas aquellas actividades tan propias de la adolescencia en el mundo previo a la era digital, nos hacían estar en muy buena forma. Cierto es que luego, un poco más creciditos, algunos de nosotros empezamos a frecuentar el ambiente CIEF (ahí quedan las siglas para el que las conozca y, para quien no, por si quiere intentar averiguar su significado), con su piscina, su pista de atletismo y sus campos de tenis y fútbol, donde el deporte ganaba algo más de protagonismo; pero aun así, y salvo algunos que acabaron dedicándose a él, la mayoría lo practicábamos sin método, criterio ni constancia algunos, y desde luego no para “ponernos mazas”, sino por inercia, como continuación o evolución natural, y supongo que también como exigencia hormonal, de nuestra siempre inquieta dinámica. No era nuestro objetivo tallar torsos apolíneos, aspecto al que prestábamos poca atención. Esto era sólo un resultado; casi diría una consecuencia. De hecho, no había en realidad objetivo consciente alguno: éramos, simplemente, como jóvenes felinos con una vitalidad desbordante, llenos de irrefrenable energía, a quienes los juegos les sirven como preparación para la vida. Es verdad que por aquellas instalaciones destacaban dos o tres chavales de músculos hercúleos que parecían encarnación de alguna estatua renacentista o un super-héroe de Marvel y que causaban la admiración e incluso la envidia de los demás, que parecíamos alfeñiques a su lado; pero eso era sólo una sensación subjetiva fruto de la comparación, porque cuando ahora recuerdo aquella edad, aquellos tiempos; cuando evoco esos fotogramas con que la memoria almacena imágenes del pasado o cuando, por casualidad, me tropiezo con alguna de las escasas fotografías de antaño que alguno de nosotros ha sabido rescatar, bien me doy cuenta de que, en verdad, por aquel entonces todos estábamos cachas. Y lo que más conmovedor me resulta, y también irónico -hoy que uno se conformaría con perder un par de centímetros de tripa-, es comprender que ni siquiera lo sabíamos.
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