Cálida y algo ventosa, invitaba la tarde a pasear y saqué mi abatida osamenta para airearla por las calles del castizo barrio de Carabanchel. Me guiaba, en esta ocasión, la arisca desnudez de la tapia que, infranqueable, rodea el abandono de la finca Vista Alegre, cedida a beneficencia en el año de 1887 siendo rey Alfonso XIII y regente su madre, María Cristina. Al doblar uno de los recodos del perímetro desemboqué en el anacronismo de una pequeña plaza donde agonizan, asediados por el cemento y el asfalto, acaso los últimos restos del antiguo municipio: el viejo ayuntamiento, dos o tres casas centenarias y la secular parroquia de San Sebastián Mártir, junto a cuyos cimientos han desfilado ya más de quinientos años de historia.
¿Qué me indujo a entrar? No lo sé. Quizá la humilde placa que, deslucida y rota, conmemora su quinto centenario, o la búsqueda de un recogimiento que casi siempre encuentro en las iglesias. Al traspasar su puerta, me sorprendió un susurro de voces en el inmenso ámbito vacío y grave: allá al fondo, tras el altar, el cura oficiaba misa y, perdidos entre las hileras de bancos, cinco fieles otoñales, sólo cinco, asistían a la celebración, acompañando a aquél en los rezos. Me invadió una lasa tristeza: la nostalgia de una cultura que se extingue; quizá, también, el testimonio de mi propia vida. Permanecí unos minutos bajo la umbría nave, abrumado por el fragor de los recuerdos evocados al son, sempiterno y oscuro, de la letanía y a la vista de los celestes capiteles e iconos. Luego, espantando a los fantasmas con un imaginario ademán de la voluntad, salí de nuevo a la luz de la primavera.
El catolicismo no es, para mí, cuestión de creencias, sino de raíces.
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Si no fuera porque está colgado de tu blog, habría creído estar leyendo a Becquer.
Dentro de ser consciente de mi barroquismo, ¡lo tomaré como todo un cumplido!
It is!