El autobús en que vine hasta Copiapó salió de Coquimbo con bastante retraso, pero el viaje fue muy cómodo. Además, como compré un asiento de los llamados “salón cama” en la primera fila del piso superior, pude disfrutar a gusto del paisaje. La carretera se alejó en seguida del mar y transcurrió ya, para el resto del trayecto, por otro mar, cada vez más árido y seco: uno de eriales y cerros pedregosos, yermos, sin vegetación alguna (o tan diminuta que no pude apreciarla en la distancia). Total: seis horas de montañas peladas y parduzcas, enormes cuencas desnudas o llanuras arenosas salpicadas con algunas dunas. Al final, en el fondo de un amplísimo valle circundado por cordilleras, desde la altura de la meseta vi Copiapó, extendiendo sus calles de noroeste a sudeste y formando, junto con el vecino pueblo de San Fernando sin solución de continuidad, un largo y único núcleo urbano de unos ocho o diez quilómetros de longitud.
La trampa turística de la exención del IVA en Chile
El asunto del alojamiento no fue un aterrizaje suave, aunque tampoco tan accidentado como el día anterior en Coquimbo. La cosa fue así:
Había reservado habitación en un hotel de la cadena internacional Ybis, que –aunque cara para lo que ofrece– es lo bastante seria como para respetar la exención del 19% de IVA a turistas extranjeros, lo cual supone un goloso ahorro; pero al pagar surgieron dos inconvenientes, uno salvable y el otro no. Resulta que, al objeto de beneficiarse de dicha exención, hay que pagar en divisa extranjera (los hoteles admiten casi exclusivamente dólares, rara vez euros y nunca otra moneda), pero los establecimientos no traducen el precio en pesos a divisas según el cambio oficial, sino según el que les parezca oportuno, por supuesto siempre desfavorable para el cliente. He ahí la trampa. No obstante, como la diferencia era poca, acepté pasar por el aro. El problema fue que, a la hora de realizar el pago, me ocurrió exactamente lo mismo que el día anterior con el bus desde el aeropuerto hasta Santiago: el datáfono no aceptaba mis tarjetas de débito (andando el tiempo aprendí que esto era igual en todo el país; importante información para el viajero extranjero en Chile); así que, como no llevaba tarjeta de crédito ni dólares frescos en cantidad suficiente, tendría que pagar en pesos –y por tanto sin descuento– o buscarme otro hotel. El lector que ya vaya conociéndome adivinará que opté por esto último, si bien valga decir en mi descargo que el precio del Ybis con IVA se me salía de presupuesto, máxime habida cuenta de que dicha cadena no es la octava maravilla.
De hospedaje en hospedaje
Como ya eran cerca de las siete y no estaba yo para andar con muchas exigencias me conformé con lo primero y más cercano que encontré, y que gozaba de aceptables referencias en internet: el Amaru, un pequeño hospedaje de seis u ocho habitaciones, limpias y con calefacción, más desayuno incluido. Aunque la calle era muy ruidosa, el cuarto vacante que les quedaba no tenía ventana al exterior, y como ya era de noche poco me importaba lo oscuro; así que me vino como un guante. Además el resto de huéspedes eran trabajadores, de modo que la quietud fue casi absoluta. Después de todo, la maniobra no me salió mal. Cuando le mencioné a la recepcionista o dueña la exención del IVA me puso una cara de “no, no” (ya empezaba yo a darme cuenta de que muy poco provecho iba a poder sacarle a ese reclamo turístico chileno), pero igualmente pude arrancarle una rebaja porque le insinué que, de otro modo, reservaría y pagaría través de Booking, con lo cual ella obtendría un menor beneficio.
Una vez duchado y mudado lavé alguna prenda de ropa y salí luego en busca de un lugar para cenar. De camino pude ver que la inmensa mayoría de las construcciones en Copiapó son de una sola planta, algunas de dos, salvo unos muy pocos edificios altos. Las calles, algo estrechas, son de un único sentido y soportan un tráfico constante pero fluido. La población de todo el término, según los datos que he encontrado, ronda los 150.000 habitantes, pero no sé cuántos de ellos vivirán en el conglomerado urbano. Cené en el restaurante El encuentro familiar, como ya describí en un anterior capítulo, y de regreso a mi pensión me dediqué a reservar otro alojamiento algo mejor y menos caro para los días siguientes.
Tras esa primera noche en la mencionada celda sin ventana exterior, donde por cierto dormí bastante bien, me mudé a otro hostal considerablemente más alegre y con abundante luz diurna. Era un pequeño negocio familiar, ya casi en las afueras, con seis o siete habitaciones generosamente bañadas por el sol y abiertas directamente a un despejado patio interior de tierra que fungía también como aparcamiento. Los cuartos eran espaciosos y limpios, con el suficiente mobiliario, mullidas camas y una mesa bajo la ventana, por la que entraba a raudales la luz directa del astro rey. Un lugar en el que me habría quedado una semana de no haber sido por dos problemas: uno, el constante ruido del tráfico e incesante ladrido de los perros; otro, la usurera actitud de la dueña, que me cobró más por la segunda noche (con una inverosímil disculpa que sería larga de relatar) que por la primera, pese a haberle pagado aquélla en mano en lugar de a través de Agoda, con lo cual ella se ahorró, además, la comisión que esa plataforma les cobra a los hoteleros por cada reserva.
Así que, no queriendo recompensar ese detalle avaricioso, me busqué para la siguiente –y última– noche en copiapó un tercer alojamiento. Este quedaba aún más alejado del centro que el anterior, y acabó costándome en incomomodidad más de lo que me ahorró en platita, que fue poco: el hostal Cactus, del que ya algo quedó dicho en el capítulo anterior. Allí, mientras duró el calor diurno, estuve la mar de bien, pero dos o tres horas después del crepúsculo empezó a derramarse, paredes abajo de mi cuarto, una corriente de aire frío procedente del techo que me obligó a dormir con la ropa puesta; y aun así me desperté de madrugada medio aterido. No llegué a descubrir por dónde se colaba aquella corriente fría, pues rendijas no vi ninguna. Quizá era simplemente culpa de la irradiación nocturna, que enfriaba el techo de fino contrachapado y éste, a su vez, el aire interior. Esto, sumado a los inevitables ladridos de los perros callejeros (de los que toda Iberoamérica parece tener inagotable suministro, como si los criaran en enormes granjas y luego los soltaran por todo lo largo y ancho del continente) y los no menos frecuentes ruidos de coches o motos a escape libre, determinó que esa última noche en Copiapó durmiese bastante regular. Tal fue el precio que pagué por aferrarme a mi sentido de la ética social.
Breve consideración sobre el consumo cívico
Y es que soy yo de la opinión de que al ciudadano, si desea mejorar su sociedad, le cabe tanta responsabilidad personal en intentar “educarla” como la que les corresponde a los poderes públicos o a los poíticos. No vale quejarse, creo yo, de las prácticas abusivas o usureras de los comerciantes si luego va uno y las recompensa –teniendo razonable ocasión de no hacerlo– reincidiendo en la compra de sus productos o servicios. Y quizá contribuya uno, con tales hábitos “educativos” y –desde mi punto de vista– cívicos de consumo, a combatir dichas malas artes del capitalismo mal entendido, más que tantos como a sí mismos se dicen anticapitalistas pero que luego, en su día a día, resultan ser los primeros aburguesados. Vamos, pienso yo.
Por lo demás, nada especial hice durante mis cuatro días de estancia en Copiapó; lo de siempre: escribir, pasear, leer, escuchar las noticias sobre la guerra en Ucrania y, llegada la hora, sentarme a comer o cenar en algún restaurante; el último de los cuales fue, por cierto, el primero donde, en Chile, me han puesto un plato intragable: un filete fibroso, correoso como suela de zapato y excesivamente asado, guarnecido con un insípido arroz y una rodaja de tomate seca y blanquecina. O sea, una basura que, para colmo, me costó diez o doce lucas. Pero son los gajes del viajero que no conoce los lugares y que, además, se pasa a veces de ahorrativo. Está costándome trabajo asumir el elevado nivel de precios en Chile, pero no me quedará más remedio si quiero mantener mis planes de pasar aquí los tres meses. Ya veremos qué acabo haciendo.