La visión de un mapuche

En primer término, residencias para mineros hechas con contenedores. Más lejos, una planta fotovoltaica.

 

1 de julio, El Salvador

Me hallo sentado a una soleada mesa (donde el calor empieza ya a incomodarme un poco) en un quiosquillo callejero donde sirven café, bebidas y snacks emplasticados. En otra mesa, cuatro trabajadores de Codelco despachan una refacción de media mañana. Al otro lado de la avenida unos jardineros riegan y cuidan con mimo el parque central: en esta tierra las zonas verdes sobreviven a duras penas y necesitan que se les prodiguen cariños de enfermera. Los columpios del parque bostezan de aburrimiento: como en casi todas partes, salvo en el mundo musulmán o el África negra, la tasa de natalidad en Chile no supera los 1’4 hijos por mujer (datos de 2022), de modo que apenas hay niños; menos aún en este pueblo, como bien se comprende, dado su carácter de campamento minero.

Llega un momento en casi todos mis viajes en que los días empiezan a correr sin darme cuenta, como cuando estoy en casa. Al principio, la novedad y falta de familiaridad con el entorno y las costumbres hacen que cada jornada parezca más plena de acontecimientos y que, por tanto, en virtud de un simple cálculo subconsciente, haga un efecto (engañoso) de mayor duración. Luego, a medida que me aclimato al país y al funcionamiento de la vida en él, el día a día empieza a resultarme más sencillo, disminuye mi nivel de atención y alerta, mi mente se distiende y acabo por establecer las inevitables rutinas, verdaderas aniquiladoras del tiempo: cuando las actividades comienzan a repetirse, los días a semejarse entre sí, es cuando la vida con más prisa se nos escapa de las manos. ¿En qué punto quedó, hace cuarenta y ocho horas, el hilo de mi relato? ¿Qué es lo último que consigné en este cuaderno? En realidad, poco importa. Baste anotar ahora, como resumen, que en este pueblo he tenido suerte y encontrado más o menos lo que venía buscando: una habitación aceptable y asequible, un lugar de rara tranquilidad y un clima muy grato: sin más que algún cirro ocasional sobre el puro azul del cielo, las máximas diurnas oscilan entre 20 y 22 grados y las mínimas nocturnas entre 5 y 10. La vida en El Salvador es sosegada, tienen escaso tráfico sus anchísimas avenidas y se respira ese ambiente tan peculiar de los lugares lejanos y aislados, donde la gente (en su mayoría varones) camina sin prisa ni cuidado, cruzando la calle por cualquier sitio, con parsimonia, acude sin apuro a sus quehaceres diarios o toma el sol en un banco del parque. A las horas de comer, grupos de joviales mineros, de cuatro en cuatro o de seis en seis, abarrotan la media docena de restaurantes que hay aquí, saludándose o gastándose bromas entre ellos, que tales son las principales manifestaciones de expansión que observo en esta tierra.

El desierto. Una visión con tintes marcianos.

Hoy he apalabrado en el hotel quedarme cuatro días más, para redondear así la semana. Cansado de los estridentes y nada placenteros lugares donde me he alojado hasta ahora, me apetece alargar en lo posible –y dentro de lo razonable– la estancia ahora que me encuentro bien. Al fin y al cabo no tengo mejor cosa que hacer y me sobran días para estar en Chile, aunque, con toda probabilidad, a no mucho tardar me iré al Perú, donde el turismo es infinitamente más barato, si he de hacer caso al recepcionista del hotel. Un tipo peculiar, por cierto, y con el que estoy teniendo algunos largos ratos de interesante conversación. Es una de esas personas que tan pronto parecen tener algún tipo de daño cerebral como se descuelgan con ideas que revelan un pensamiento muy lúcido (salvo que se trate de ese mismo juego del azar que permite a un reloj parado dar la hora correcta dos veces al día).

Bastantes temas hemos tratado durante nuestras charlas. Por ejemplo, se alegraba este joven –como la funcionaria de correos que conocí en Diego de Almagro– de que Chile hubiese sido colonizado por españoles en lugar de por ingleses. Pese a ser descendiente de mapuches, se reía del movimiento indigenista y destacaba la incoherencia inherente al hecho de que, habiéndoseles otorgado a los indígenas la propiedad, gobierno y pleno dominio de vastas extensiones de tierra, y habiéndolas enajenado después según su libérrimo albedrío, vengan ahora quejándose y llorando tras haberse fundido el resultado monetario de tales ventas. Según él, lo que muchas de esas comunidades quieren es vivir a perpetuidad de la caridad del Estado (como los nativos de Canadá) a cuenta de los “agravios” de hace varios siglos. Y a nadie debería sorprender que la situación haya empeorado con los últimos presidentes, pues son aún más dependientes que sus predecesores del poder supranacional ejercido por las oligarquías financieras mundiales, siempre tan dispuestas a debilitar o desestabilizar estados para evitar cualquier gobierno fuerte que pueda oponerse a sus designios. Mi interlocutor situaba en Allende el comienzo de la actual decadencia chilena. Yo, de eso, nada sé. Asimismo, como aquella funcionaria, también se manifestaba en contra de la ideología de género impulsada durante los últimos tiempos, si bien él admitía la existencia de un tercer sexo, el hermafrodita, aberración genética tan real –cierto es– como excepcional. No obstante, creo yo que esto lo expresaba movido por un impulso –tal vez subconsciente– de mostrarse tolerante y abierto de mente.

En otro ámbito de opiniones, decía sentirse orgulloso de su país en lo tocante al extremado respeto por las normas de tráfico. A este respecto, puedo atestiguar que, en efecto, durante los diez días que llevo aquí he observado que los conductores acatan a rajatabla las normas de circulación: basta, por ejemplo, con que haya un peatón junto a un paso de cebra para que se detengan por si quiere cruzar, aunque éste no haya hecho el menor movimiento que indique esa intención; o bien hacen la preceptiva parada en todos los stop, por mucho que el cruce esté en mitad de una inacabable llanura con perfecta visibilidad y sin asomo de otro vehículo alguno. Aparte, todos los autobuses llevan instalado, bien a la vista de los pasajeros, un panel digital en que éstos pueden leer el nombre del conductor, la velocidad a la que va y un teléfono al que llamar para denunciar cualquier infracción o exceso que vean. Y esos límites se cumplen puntualmente, pues vengo observando que los autobuseros jamás exceden ni en un 1% la velocidad máxima, que en todo el país es de 100 km/h, autovías inclusive. Uno diría que, en algún momento más o menos reciente, algún gobierno hubiese decidido poner coto de manera drástica a las estadísticas de siniestralidad vial, y que tal política la hubiesen mantenido sucesivos gobernantes.

Hablando de lo cual, el mapuche también me explicó, en síntesis, su visión sobre las líneas generales de la política chilena; la composición del senado por ideologías, así como la tendencia de los últimos presidentes. Pero confieso que no me quedé mucho con la copla. Lo que sí entendí fue que él, personalmente, no apoyaba a los socialistas; de donde deduzco que muy retrasado no podía ser.

Algo en lo que también coincidía con la empleada de Correos era en su favorable parecer respecto a la explotación minera por parte de empresas extranjeras, aduciendo –como ella– que la llevaban a cabo de manera infinitamente más eficiente que las nacionales (léase: Codelco, empresa estatal a cargo de las minas de esta región). A mi objeción –ya expuesta– de que siempre será mejor una mala explotación cuyos frutos se queden en casa que una buena cuyos beneficios salgan del país, me contestó algo muy razonable y en lo que yo no había pensado: “Cierto; pero si la explotación estatal es tan ineficaz –como en el caso de Chile– que se hace necesario subvencionarla, eso acaba empobreciendo al contribuyente, que es quien en última instancia sufraga esa subvención.”

Montaña del Indio Muerto y mina del mismo nombre

Es decir, que, según él, Codelco trabaja a pérdidas; en cuyo caso resulta el suyo un argumento difícilmente rebatible. Como mínimo, me obliga a repensar muy bien el tema, para poder dilucidar si, finalmente, la explotación nacional beneficia o perjudica al pueblo en su conjunto. Por un lado, una explotación estatal, aunque sea ineficiente, conserva la riqueza dentro de la nación, lo cual siempre es positivo; pero, por contra, quizá el resultado final sea el de aumentar las desigualdades sociales, ya que es el grueso de los contribuyentes chilenos quienes pagan, con sus impuestos, los salarios del personal que vive de la minería, bien sean éstos mineros que, como empleados públicos, probablemente trabajarán poco y mal, bien gerentes y funcionarios con sueldos desproporcionados a sus servicios al país. Al fin y al cabo, quizá esa sea la causa del fracaso de los regímenes comunistas: que, por definición, no favorecen precisamente la eficacia productiva y, al tiempo, desincentivan la iniciativa privada. Ahí radica, dicho sea de paso, el yerro o el vicio –quizá la hipocresía– de muchos que se declaran comunistas: en que, considerándose moralmente superiores a los demás, y por tanto más virtuosos, resulta que siempre son precisamente los demás quienes deben soportar la mayor parte del coste material de esa virtud: Sí, legislemos el derecho a un salario universal, a un “ingreso mínimo vital”, pero que ese maná tan alegre y caritativamente otorgado por nosotros los salvadores lo sufraguen todos, tanto si están de acuerdo como si no; que lo sufraguen, en realidad, esos pocos que verdaderamente producen. Todavía estoy por conocer a un Juan Manuel Serrat o a un José Luis Bardem que acoja en su casa, de su propio peculio y a perpetuidad, a un inmigrante o un “desfavorecido” improductivo. Detrás de cada comunista de esa especie hay o bien un chupóptero que quiere vivir del sudor de los demás, o un burgués con complejo de mesías que desea hacerse perdonar su privilegiado estatus social. Pero éstas no son más que reflexiones mías.

Otra cosa que me explicó el mapuche fue el porqué de la bandera “italiana” del Cerro del Asta, mencionada en un capítulo anterior de este diario. Resulta que la tal bandera no es de Italia, sino del equipo de fútbol local (financiado por Codelco, o sea por el ciudadano de a pie, le guste o no ese deporte), cuyos colores son muy parecidos: verde, blanco y naranja; sólo que en lugar de este último tono le han puesto una franja roja contando con que, muy pronto, la fuerte radiación ultravioleta que reciben estas regiones apague ese color, dejándolo naranja. Muy previsores.

También me dijo el porqué de tantísmos perros callejeros como hay en Chile. Al parecer, cuando el poder global decretó el infame parón total del covid-19, mucha gente perdió su empleo y empezó a abandonar a sus perros; sobre todo a los grandes, que son más costosos de alimentar. Al mismo tiempo, el activismo de quienes se dicen protectores de los animales (a quienes les ocurre igual que a aquellos comunistas: que siempre están encantados de promover actividades piadosas a costa de la sociedad en su conjunto) dificulta que el gobierno adopte medidas eficaces (o sea, el sacrificio de esos perros) para acabar con el problema; y por eso –me dijo– las calles están llenas de ellos. No obstante, esta explicación me la creo yo sólo a medias, porque lo cierto es que en muchos países tercermundistas existe el mismo problema, con epidemia o sin ella. De mi viaje a Argentina, allá a principios de este milenio, recuerdo idéntico panorama. Otro tanto ocurre en Centroamérica, y estoy seguro de que pronto lo veré también en el Perú. Mis impresiones de Tailandia o de Filipinas, ambas pre-epidemia, tampoco son muy diferentes en este sentido. En China no, porque los chinos se comen todo lo que se mueve y, además, su falta de sentimentalismo es proverbial.

Por cierto, y para concluir, en su antipatía por China coincidía nuevamente mi buen mapuche con la señora empleada de Correos: que si los chinos están comprando todo Chile, que si son tan imperialistas como Usa, que si tienen a muchos estados atrapados por los huevos con la compra de deuda soberana, etc. Pero, al menos en la comparación con el imperialismo yanqui, creo que debo discrepar y romper una lanza por la Nación del Centro, pues hay una diferencia fundamental: para sus propósitos, China no utiliza, como EE.UU., medios bélicos ni la coacción del FMI, sino que se limita a comprar lo que está a la venta; y digo yo que si un país no quiere que otro lo compre lo único que debe hacer es no venderse. Punto. La compraventa es un contrato mercantil para el que se requiere el concurso y el acuerdo de ambas partes. Por lo demás, me resultó curioso que este hombre supiera que los pequeños negocios de los chinos fuera de su país hacen la función de informadores del PCC. Lo digo porque, al menos en España, gente que debería de estar mucho mejor informada que mi hostelero en el desierto de Atacama no conoce este interesante detalle, y muchos probablemente no querrían creerlo aunque alguien se lo contase.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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