Aclimatándome al desierto

2 de julio, El Salvador

Poco a poco voy conociéndome los rincones de este pueblo, si bien uso aquí la palabra rincón en sentido traslaticio, pues entre las anchas y espaciosas calles de El Salvador no se ve rincón alguno, propiamente dicho. Hay sobre la avenida principal un pequeño restaurante en la acera suroeste, que queda a la sombra de las fachadas casi todo el día; y, como por las mañanas está cerrado, sus mesas –que dejan siempre en la calle– me vienen de perlas para sentarme a escribir si no me apetece consumir nada, como suele ser el caso a estas horas, poco después de mi desayuno o colación, graciosa pero impropia palabra que usan mis recepcionistas para referirse a la bolsita con porquerías artificiales que me entregan cuando salgo de la habitación por la mañana. Según me explicó el mapuche, desde que se declaró la emergencia covidiana –y hasta la fecha, aunque hace tiempo que decretaron su finalización– el hotel dejó de servir desayunos, sustituyéndolos por esa aséptica “colación” que consiste en un yogur, una barrita de cereal, un paquetito de galletas minúsculas y un zumito de brik. El café o té nos lo autoservimos los clientes, con enorme peligro para nuestras vidas, de un termo común con agua caliente que hay sobre la mesa del espacioso y umbrío vestíbulo. Así que todos los días, antes de salir, me tomo esa colación como un niño bueno y me doy por almorzado hasta media tarde, que es cuando voy en busca de la cena. En este país las horas habituales para cenar son entre las siete y las nueve, más o menos; pero yo estoy haciéndolas un poco antes.

Un detalle curioso (lo recojo aquí antes de que se me olvide) que me llama la atención en Chile es el escaso número de fumadores que hay (o, al menos, que se ven por la calle), así como la enconada lucha de las autoridades contra ese vicio, a juzgar por la abundancia de letreros, en casi todos los establecimientos públicos, recordando su prohibición.

Ayer, a primero de mes, se fue el locuaz recepcionista mapuche de mi hotel y vino su relevo (hacen turnos de medio mes seguido a jornada completa), que parece un ciudadano muy reservado y bastante traumatizado por el pánico covidiano, y con quien hasta ahora no he intercambiado más que saludos formales.

En mis últimas conversaciones con el saliente, me habló un poco sobre la inmigración. Yo le había preguntado por la procedencia, presumiblemente foránea, de algunas personas de tez más morena que lo habitual en esta región y con aspecto –y, sobre todo, acento– que, en algunos casos, he identificado sin lugar a dudas como cubano. Me dijo el mapuche que esos extranjeros eran en su mayoría haitianos y colombianos, más algunos cubanos o dominicanos. En el caso de los primeros, al parecer llegaron a raíz de sendas políticas “solidarias” de inmigración: cuando el famoso terremoto en el caso de Haití, y no recuerdo por qué motivo en el de Colombia. Pero acuden también desde otros países hispanoamericanos: las morenazas camareras del comedor que descubrí en Diego de Almagro, por ejemplo, eran dominicanas, según me dijo una de ellas. En cualquier caso, y en opinión de mi interlocutor, muchos de esos inmigrantes viven de la caridad estatal y, además, no han venido a otra cosa; pero me cuesta mucho creerlo porque, como todo el mundo sabe, hoy día los inmigrantes no piensan sino en trabajar dura y legalmente para pagarles las pensiones a los nacionales del país de acogida.

Algunos días me doy una caminata por las desnudas lomas de los alrededores, en concreto por las del flanco norte, que comienzan a las mismas afueras del pueblo y son bastante accesibles, amén de estar rubricadas con arabescos de caminos que llevan a todas partes sin dirigirse a ninguna: los vecinos que se lo pueden permitir tienen aquí la costumbre de transitar por el monte con su moto, quad o todoterreno, básicamente haciendo el payaso y trazando así, al paso de los neumáticos, esa maraña de pistas sin sentido. Pero tampoco puedo reprocharles del todo esta costumbre, pues en El Salvador no hay muchas oportunidades de diversión y, con ese pueril entretenimiento, no hacen daño a nadie ni a nada, sobre todo habida cuenta de que el terreno, pedregoso y yermo, carece de “naturaleza” alguna que puedan deteriorar; dejando a un lado, claro está, la relativa fealdad que esas huellas confieren a las inmediaciones del pueblo. En mis paseos suelo aprovechar cualquiera de esas pistas para subir hasta donde me apetezca: la coronación de un cerro si tengo más ganas de andar, o el remonte de un collado si estoy de ánimo perezoso. El primer día me costó no poco esfuerzo llegar hasta lo alto del cerro del Asta (la priera con hache, la segunda sin ella), haciendo paradas cada dos por tres, cosa que en principio atribuí a la hipoxia hipobárica pero que, bien pensado, debió tener causa simplemente en una baja forma física, el calor o alguna debilidad pasajera, pues dicha cima está apenas a 2400 m de altitud, insuficiente para que se note la falta de oxígeno en el aire. Con posterioridad he vuelto a subir un par de veces y me ha resultado menos fatigoso.

Montaña del Indio Muerto desde el cerro del Asta

Por el extremo diamentralmente opuesto de El Salvador, hacia el sur, si bien a mayor distancia del núcleo urbano, está la montaña del Indio Muerto, erosionada y deformada por la mina de cobre que lleva su nombre. Por esa zona hay una incesante –aunque no demasiado intensa– actividad laboral, áreas parcialmente valladas y con servicio de seguridad, lo cual no invita demasiado a pasear. Pero desde lo alto de esa montaña debe de haber una vista magnífica y quizá hasta –colijo– se divise la cordillera andina desde los 3000 metros de su cima.

Un curioso efecto fisiológico de este clima, que nunca antes había experimentado y que viene incomodándome desde que llegué a Atacama, es cierta hipersensibilidad de la membrana pituitaria o las narinas que me causa una especie de ligero moqueo constante, casi siempre acompañado de un leve sangrado, y que me obliga a pasarme todo el rato limpiándome la nariz. Supongo que vendrá causado por la inusitada sequedad ambiental, de las mayores del mundo, que hay en esta región, pues otra explicación no le hallo. No es nada que deba alarmarme, supongo, pero se me hace bastante molesto.

Microvegetación de la zona, lo único que crece aquí

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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