Cinco quilómetros al sur del extraño pueblo de Andenes, en el extremo norte de Andoya, las dentadas crestas de las montañas de Bleik hincan sus colmillos desiguales y afilados en la oscura panza de las nubes una fría y gris mañana de lluvia, proporcionándome una de las visiones más escalofriantes de todo mi tránsito por Noruega; un panorama que, además, me sugiere tomar la carretera de sotavento para ir hacia el sur de la isla, pues colijo que la que discurre por el oeste será más lluviosa y desapacible.
Cuando llego a Strand, de donde arranca el puente que lleva a Sortland, no puedo evitar detenerme a hacerle unas fotos. No es que sea bonito, pero su altura y longitud impresionan.
Noruega parece haber adoptado una filosofía muy pragmáatica en lo que a puentes se refiere, porque veo el mismo modelo repetido una y otra vez. Debe de haber unas cien de estas feas pero imponentes estructuras enlazando la miríada de islas que conforman el accidentado litoral.
Pero entremos en materia. Cualquiera que haya tenido la curiosidad (y la paciencia) de seguir estos capítulos en los que vengo narrando mi cambiante e incierto viaje a ninguna parte y dando cuenta de las vicisitudes e impresiones que voy teniendo a lo largo de él, estará ya familiarizado con el Trollfjord, uno de los barcos que hacen la ruta costera Hurtigrutten. Ya en dos ocasiones me lo he cruzado por casualidad: la primera en el muy septentrional puerto de Kjollefjord y la segunda en el de Tromso, donde estuve incluso tentado de cogerlo para hacer una parte de su recorrido. Según me dijeron en la oficina de turismo, quizá el tramo más bonito sea el tránsito por el angosto canal de Tengelfjorden entre las islas de Hinnoya y Austvagoy, que mide veinte quilómetros de largo y, en algunos tramos, menos de doscientos metros de ancho, y está flanqueado por montañas cuyos picos alcanzan los mil metros de altitud.
Pues bien, ¿quién me iba a decir a mí que habría de coincidir por tercera vez con el barco justo en la embocadura de ese canal!?; ¿quién, que nuestros caminos –uno por tierra, el otro por mar– se cruzarían de nuevo en el preciso instante en que el Trollfjord enfilaba la entrada de la estrecha garganta y yo acometía el puente que la cruza? He parado la moto y he tenido la suerte de ver, hacia el lado norte, cómo el barco se acerca sorteando los islotes del fiordo, y, hacia el sur, una panorámica de la garganta que va a recorrer.
Es entonces cuando se me ocurre seguirlo por tierra con la moto e improvisar un pequeño reportaje fotográfico en su tránsito por los veinte quilómetros del Tengelfjorden, aprovechando que hay una carretera que corre paralela al canal.
Por cierto que nada más pasar bajo el puente algunos de los pasajeros en cubierta se vuelven para fotografiarlo y, quiéraslo o no me fotografían a mí con él; así que mi pequeña silueta, solitaria sobre la baranda, acabará por ahí en más de un álbum de viaje.
Aunque el Trollfjord se desplaza a una velocidad considerable –tal vez más de quince nudos– no me cuesta trabajo perseguirlo, gracias entre otras cosas a que la carretera no tiene tráfico ninguno. Lo adelanto y me detengo luego un poco más adelante, en algún puntos con buena visibilidad, para hacerle fotos; y así varias veces. Pero tan insistente es mi caza que, en cada parada que hago, más pasajeros sobre cubierta se agrupan en la regala de babor, adivino que mirándome con curiosidad. Algunos me saludan.
¡Y qué extraña vista, desde la orilla, la del barco discurriendo por ese canal tan angosto como un río, bajo las empinadas laderas de las montañas, en cuyas cotas más altas aún persiste la nieve!
En este juego paso un rato divertido y hago cantidad de fotografías, entre las que, desde luego, no puede faltar una con los dos ingenios protagonistas de la carrera: Rosaura y el Trollfjord.
Abandono al fin la persecución cuando, pasado el islote de Ulvoya, el barco vira a estribor hacia los sempiternos glaciares y lo pierdo de vista.
Desde este observatorio no puedo dejar de empaparme un rato del paisaje que se ofrece ante mi vista: las montañas elevándose sobre el mar, recortadas contra el atardecer y brindando a los cielos sus copas llenas de hielo milenario. Luego, vuelvo grupas hacia el puente y continúo mi camino.
De nuevo en la carretera principal, apenas cinco minutos hacia el oeste me da por fijarme en un pequeño letrero de pobre aspecto, escrito a mano con rotulador y descansando en un trípode sobre la cuneta, junto a la entrada de un camino: SE ALQUILA CASA, y un número de teléfono. Me gustaría viajar todavía un rato más, pues se me ha ido una hora cazando al barco, pero la tarde va bien entrada y quiero buscar ya algún lugar para dormir, así que llamo. Son 500 coronas; un precio bastante bajo para lo que se estila por estas tierras. Veremos con qué me encuentro.
El lugar esta a sólo unos cientos de metros colina abajo, por un camino de grava que desciende en pronunciada pendiente y que me obliga a extremar las precauciones: Rosaura no es una moto de campo y el ripio no le sienta bien.
El dueño está ya esperándome junto a la casa: una construcción de madera en dos plantas, algo simplona en su aspecto exterior; pero cuando me la enseña por dentro me sorprendo, porque es estupenda. La planta baja tiene recibidor, baño, un extenso salón con vistas preciosas a una pequeña bahía en el Myrlandsfjorden y una amplia cocina perfectamente equipada.
En la planta de arriba, otro baño y tres acogedoras habitaciones con camas para seis personas. Mucho más de lo que necesito, pero el precio es imbatible, así que se la alquilo por dos noches. Sesenta euros por una casa entera, bien amueblada, junto al mar y al pie de las montañas, en un entorno casi idílico y con las mejores vistas que pueda uno desear, es una oportunidad que no se ofrece todos los días.
Mi casero, un hombre bien entrado en los setenta, resulta ser, además, una buena persona. Vive con su mujer en una casa vecina la mayor parte del año, y me acogen con extrema cordialidad. Entre otras cosas, al enterarse de que vengo sin comida, me regalan algunos alimentos para cenar y para desayunar el día siguiente, porque no hay ninguna tienda en los alrededores. Son afables, conversadores y cultos. Todas las mañanas –dice él– sale a pescar en un pequeño barquito y con lo que coge tienen de sobra para comer. Una de las viandas que me dan es un fletán de su pesca, deliciosamente adobado. Me proporcionan, además, toda la información que necesito saber acerca del maelstrom (el legendario vórtice famélico de las mareas), incluyendo un horario de pleamares y bajamares, así como consejo sobre los varios ferrys que comunican Lofoten con el continente.
Estoy listo, pues, para acometer mañana una excursión por estas increíbles islas.
Increíbles paisajes, en especial el canal Tengelfjorden.
Sí. En estos capítulos de Noruega me lleva más tiempo seleccionar las fotografías que escribir el texto.
Otro muy buen artículo. Me ha gustado.
Las fotos también me parecen muy buenas.
Muchas gracias por tus comentarios, Francisco. Verdaderamente Noruega me dejó sin palabras. No esperaba algo tan espectacular.
Hola! Hace diez dias cogi el MS Trollfjord para ir de Honnigsvag a Mehamn…realmente es un barco espectacular y comodo, aunque muy turistico.
He estado tres veces recorriendo escandinavia, las tres en mi coche saliendo desde zarautz, y cuando veo tu post me emociono, creo que he estado en todos los lugares que mencionas…
Noruega es carisima, muchas veces duermo en el coche, pero como le dije a los de la oficina de turismo de hammerfest…noruega me da vida…hay que ir para creer que exista un pais asi.Un saludo muy grande.
Muchas gracias, Íñigo. En efecto Noruega vale la pena, y deja una huella indeleble en quien la visita. Hoy iba a publicar un nuevo capítulo de la serie, el último día en Noruega, pero el navegador me ha jugado una mala pasada, he perdido nada menos que tres días de trabajo y estoy terriblemente frustrado. :-(
Nunca he viajado de esta forma, improvisando, sin prisa… me llama mucho la atención, sobre todo el poder conocer gente de esos lugares, su forma de vivir…