Bielorrusia. Cap. 8: El expreso

EL TREN EXPRESO

Aunque la distancia entre Brest y Viciebsk es sólo de seiscientos veinte quilómetros, el tren nocturno emplea trece horas y media en recorrerla: va despacio y hace varias paradas. Aunque, ¿quién necesita un expreso de medianoche que vaya a toda velocidad? Si el objeto de los coches-cama es que puedas dormir durante el trayecto, flaco favor harían a los pasajeros si no les dieran tiempo a conciliar un buen sueño.

Mi tren salía a las seis de la tarde. Tenía billete para una litera superior en un compartimento de cuatro. Estos trenes de la antigua URSS tienen dos o tres tipos de coches-cama: los más económicos, de tercera clase, son vagones corridos, subdivididos en secciones abiertas con tres literas dobles cada una: dos transversales enfrentadas y una longitudinal al otro lado del pasillo. Los vagones de segunda tienen compartimentos cerrados y cuatro plazas por cada uno. Estos dos son los más habituales, y todos los trenes de larga distancia llevan vagones de ambos tipos. Algunos llevan, además, vagón de primera clase, con sólo dos plazas por compartimento. En segunda y tercera hay que pagar un pequeño extra por la ropa de cama; y es que no todo el mundo la necesita: hay quienes llevan la propia, o quienes hacen un trayecto corto y no tienen pensado dormir. Aquí, por cierto, todo el mundo prefiere las camas inferiores (a juzgar por lo rápido que se agotan), pero a mí me gusta más arriba, porque durante las primeras horas de viaje las de abajo hacen de asiento común y tienes menos libertad para tumbarte cuando te dé la gana.

Al entrar en mi compartimento había ya una familia: un hombre cercano a los cuarenta años, una jovencita de unos veinte y una pareja de niños. La jovencita era guapísima, y mucho más joven que el hombre. Parecía más su hija que su mujer, pero me fijé en que llevaba alianza. La niña se abrazaba al padre y lloraba con un llanto callado, tan sentido y conmovedor, tan desconsolado que le partía a uno el corazón. No decía una palabra ni soltaba el abrazo del padre. Sólo hipaba en silencio, con la nariz mocosa y los ojos enrojecidos, rodándole mejillas abajo los lagrimones. Confieso que, a mi vez, llegué a derramar una lágrima de simpatía. Dos minutos antes de partir el tren, el padre se despidió de los otros y se apeó del vagón; y entonces comprendí la causa de aquel pesar. Confieso de nuevo que sentí una punzada de envidia: debe de ser muy bonito sentirse así de querido. Pero la tristeza de los niños es perecedera: al cabo de un rato la pequeña pareció haberse conformado ya con la realidad.

El viaje fue estupendo. Mientras duraba la luz del día estuve mirando por la ventanilla: en el hueco de su marco pasaban frente a mí, como una película, los campos tristones y feraces de la inacabable llanura que es Bielorrusia, el paisaje débilmente iluminado, al bies, cuando el sol poniente asomaba entre las nubes del horizonte: labrantíos, prados, granjas, bosques, alguna pequeña aldea, pero sin una sola elevación ni apenas un desnivel. En lontananza me pareció ver unas lomas, pero resultaron ser las altas copas de una arboleda.

Cuando me cansé de mirar me preparé la litera: por cada una hay, en los altillos del compartimento, una colchoneta de algodón y una pequeña almohada, más un grueso edredón que casi nunca es necesario, pues la calefacción en estos trenes suele ser más que suficiente, cuando no demasiada. La ropa de cama que te entregan, industrialmente lavada y planchada a presión, incluye dos sábanas y un funda de almohada. Quizá el único inconveniente que tiene para mí la litera de arriba es que resulta un poco más complicado prepararla, pero esta desventaja queda de sobra compensada por el aspecto positivo ya mencionado.

Para mi sorpresa, dormí como un bendito, arrullado por el traqueteo y guarecido dentro de la crisálida sensorial que me proporcionaron unos tapones y un lorazepam. Al principio resentí las risas que se traían en el compartimento vecino, pero no tardaron en acallarse. A eso de la medianoche, supongo que en Minsk, sentí que se marchaba la familia que había abordado conmigo en Brest y que llegaban otras dos personas, pero no hicieron más ruido que el imprescindible. Cuando volví a despertarme faltaba poco más de media hora para llegar a mi destino. En esta parte del país el aspecto del campo había cambiado por completo: la misma campiña de doce horas atrás, pero cubierta de nieve. Esto es lo que yo buscaba.

PRIMERAS IMPRESIONES DE VICIEBSK

Al apearme del tren sentí el frío cortante en las mejillas. El suelo estaba en su mayor parte cubierto de nieve, que se convierte en hielo allá donde el paso frecuente de peatones la apelmaza y compacta. Por esos lugares hay que pisar con mucho cuidado para no dar un resbalón.

La parada del trolebús estaba apenas a cincuenta metros de la estación y, antes de dirigirme a ella, tuve la precaución de comprar, en un quiosco que por allí había, un par de billetes; pero no me habrían hecho falta: en esta ciudad, al contrario que en la europeizada Brest, aún persiste la figura soviética del cobrador (o, para ser más precisos, la cobradora, pues la mayoría son mujeres), de modo que el pasaje puede adquirirse a bordo por el mismo precio.

Como eran las siete y media de la mañana, había por las calles el movimiento de una ciudad que despierta: trabajadores acudiendo a sus destinos, comerciantes abriendo sus negocios, estudiantes encaminándose a sus clases, gente aquí y allí tomando un café en un puesto callejero… Eso sí: como el parque móvil de Bielorrusia es bastante reducido, las avenidas son muy anchas y la mayoría de los ciudadanos utiliza el transporte público, el tráfico nunca es denso.

El trolebús me dejó a menos de cuatrocientos metros del apartamento que había alquilado, pero aún tardé casi diez minutos en llegar, porque no era fácil encontrar el atajo bajo la nieve y porque aquí las calles son difíciles de cruzar: su desmesurada anchura (que, en las avenidas, puede exceder los cincuenta metros), la clara insuficiencia de pasos de peatones (a menudo distanciados trescientos metros entre sí) y los largos tiempos de espera en los semáforos (casi siempre más de un minuto) hacen que pasar de un lado al otro resulte una empresa que conviene pensarse dos veces. Siempre es posible, por supuesto, cruzar a las bravas por cualquier punto, pero se arriesga uno a una multa, porque aquí esas infracciones se las toma muy en serio la policía. Así, las vías más anchas dividen estas ciudades en sectores casi independientes, con escaso tránsito de peatones entre unos y otros: la gente hace la vida en su sector con preferencia a cruzar la calle para acudir a los comercios o servicios de los colindantes. No es raro, por ejemplo, que haya dos tiendas o restaurantes de la misma cadena (y no digamos ya del mismo género) físicamente muy cerca pero separados por esas invisibles barreras urbanas. Éste es quizá uno de los principales reproches que le hago a estos sistemas herederos del bloque oriental: el desprecio por la conveniencia del peatón en las ciudades.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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