Sin prisa pero sin pausa mi ruta boreal continúa, y en ella van sucediéndose etapas que, aunque recientes, confundo un poco en la memoria, donde mezclo los pueblos de un día con los paisajes de otro, la cafetería de ayer –que aquí le dicen kahvila— con el supermercado de antier, y sólo con esfuerzo y la ayuda del mapa consigo desliar la madeja y separar los hilos; de Ristijärvi a Taivalkoski es uno, de ésteí a Salla es otro y de Salla a Sodankyla el tercero.
A Taivalkoski llego por la ruta de Suomussalmi, recorriendo 160 km de lo mismo que días anteriores, aunque no exactamente: ahora, cada vez me topo con más renos por las carreteras, donde el tráfico es tan escaso –incluso en plenas vacaciones de verano– que los animales pastan, sin temor alguno a los coches, sobre la misma cuneta; se mueven como Perico por su casa en este país sin vallados ni obstáculos artificiales, y es muy frecuente encontrárselos en mitad de la calzada, rumiando, sin alterarse un ápice frente a la presencia humana. Sin embargo no son silvestres: aunque se críen por ahí, todos están identificados con su collar y tienen su dueño. Si alguien que esto lea tiene reparos hacia la carne por el ganado estabulado, Finlandia le haría replantearse tales ideas; aunque, en realidad, declararse vegetariano es sólo una pose social. En libertad viven estos animales casi toda su vida, hasta que son sacrificados, y la mayor parte del año no comen otra cosa que lo que la naturaleza les ofrece. A nadie extrañará, pues, saber que el reno es uno de los platos más exquisitos de Finlandia y su carne una de las más tiernas y sabrosas que catarse puedan.
Lo mismo que Ristijärvi, Taivalkoski es otro de esos pueblos con ambiente cero, o cero coma algo. Por todo local donde hacer vida social hay, cabe la explanada que hace las veces de plaza y estación de autobuses, un restaurante turco donde sirven kebabs y pizzas, y en sus traseras un pub cerrado; fin del recuento. Por suerte hay también una hospedería tipo bed & breakfast llamada Ruska, que es donde he pasado la noche; un lugar modesto regentado por una familia encantadora. Bueno, en realidad lo lleva sólo una señora, que es quien vive aquí, aunque estos días disfrute la visita de dos hermanas. Apenas una de ellas habla inglés, pues las otras sólo han aprendido el ruso como lengua extranjera;no hay que tener mucha percepción para darse cuenta enseguida de que aquí, igual que en los países bálticos, Polonia, Ucrania y lo que fue la órbita soviética, el ruso es el idioma extranjero más útil, incluso por delante del inglés. De todas formas, no hemos tenido dificultad para entendernos. Acogiéndome con notable afecto y simpatía, me han puesto en una bonita habitación y se han deshecho en amabilidades.
Aparte, por primera vez en este viaje he ido a la sauna; en parte porque, a base de ir hacia el norte, el pegajoso calor de las últimas semanas va remitiendo un poco, pero sobre porque Ruska tiene la sauna en el sótano y el agua de la ducha sale muy fría, de modo que –a falta de lago helado– es posible refrescarse bien el cuerpo tras salir medio cocido al vapor de la celda caliente. También me han invitado las señoras a su mesa para cenar, dándome palique y preguntándome sobre mi viaje; y, para remate, la dueña me ha aplicado, con un masaje, una pomada antiinflamatoria sobre los hombros, que se recargan mucho de ir agarrado al manillar. Y todo esto gratis, por pura amabilidad. Sea mi gratitud para la anfitriona de Ruska B&B y sus hermanas.
De las varias rutas que hay hacia Laponia y estas desoladas regiones boreales he escogido la menos frecuentada, la más solitaria y tranquila, la que discurre junto a la frontera; y es así como –vía Kuusamo– he llegado a Salla, 25 km al norte del círculo polar ártico. Y agradezco que –salvo una escultura con la leyeda Napapiiri (círculo ártico)– no haya en este punto de la carretera ninguna otra basurilla turistoide para sacarle partido facilón a hecho tan prosaico como es sobrepasar el paralelo sesenta y siete, con sus injustificadas connotaciones de aventura; como si tuviese más mérito cruzar esa latitud que la que pasa por mi pueblo, pongamos por caso. ¿Qué es, al fin y al cabo, el círculo polar? Tal vez habría que desmitificarlo un poco, pues sólo marca la latitud a partir de la cual, al menos un día al año, es posible ver el sol de medianoche; es decir que por encima de este paralelo hay al menos un día al año en que el sol no se pone, y cuanto más al norte, más días. Pero ahí acaba el misterio, ésa es toda la aventura.
Ahora bien, no sé si por el napapiiri o por cualquier otra causa, Salla no es un pueblo cualquiera. Aunque mucho menos conocido que Rovaniemi –toda una ciudad y capital de Laponia– o incluso que Kemijärvi, Salla tiene su aquél. El lema turístico de este pueblo es: En mitad de ninguna parte, y a fe mía que lo está, exactamente ahí, en medio de ningún sitio. Aunque sólo sea por esta circunstancia ya no puede resultarme indiferente: ¿acaso no es este que estoy haciendo un viaje a ninguna parte? Muy bien podría ser, pues, Salla el destino que me esperaba. Pero no, esto no es más que una idea poética, claro está; y no es que el sitio me desagrade, ni mucho menos, pero no me dice el corazón que haya arribado a mi meta… suponiendo que tenga alguna.
Mas, como digo, con su poquito de gracia y ambiente este pueblo viene a romper la abstinencia social de los últimos cuatro días y seiscientos quilómetros. Sin apenas darme cuenta, durante estas jornadas he salvado ese paréntesis que parece existir entre la Finlandia habitada y lacustre, con su convencional vida europea, y esta otra un poco mágica y un mucho mítica de leyendas sami y auroras boreales, donde el tiempo se mide ya de otra forma y donde el sol juega al escondite con las sombras, la luna lo juega con las noches y éstas a su vez con el sol, cerrando así un círculo que bien podemos llamar polar.
El único hotel del pueblo, Takka Valkea, tiene varias habitaciones libres; tiene, de hecho, muchas habitaciones libres. Es un edificio feo, estilo soviético, situado en el cruce donde la 950 –por donde he subido– encuentra a la 82, eje transversal que comunica Rovaniemi con Rusia. Cuando llego, el restaurante está aún cerrado y la señora que me atiende es bastante hosca, aunque bien puede deberse a su dificultad con el inglés; pero no, desde luego no es muy afable. Tampoco lo es otro hombre que anda por allí, quizá su marido. Pero el hotel es decente, tranquilo y cómodo. Me llaman mucho la atención las llaves de las puertas, de un tipo que yo no había visto nunca y que debió ser el precursor de las modernas llaves con chip inteligente; se trata de una tarjeta rígida perforada, que es un sistema robusto, práctico y muy fiable.
Despojado de la indumentaria motera, me pongo cómodo y salgo a dar un paseo para explorar las posibilidades que me ofrece Salla. Tengo suerte y doy con la oficina de turismo unos minutos antes de que cierre. Allí, una dependienta muy simpática me entrega un par de folletos y me explica lo que hay por los alrededores: muchas rutas de senderismo y una estación de esquí a sólo diez quilómetros; así que cojo a Rosaura y me acerco hasta allí para curiosear: hay un par de pub-restaurantes, una kahvila, un camping con cabinas para alquilar e incluso un hotel con spa incluido; y el ambiente parece muy tranquilo, como de familias que pasaran allí el verano. Me decido a hacer una de las rutas de senderismo indicadas, muy bonita, que discurre en gran parte por un marjal y se camina casi todo el tiempo sobre largos troncos partidos longitudinalmente en dos, a modo de pasarela, sobre el terreno pantanoso. Al acabar la caminata entro en uno de los restaurantes, donde hay un numeroso grupo sentado a una mesa larga, pero todas las demás están desiertas y no me decido, así que vuelvo al pueblo.
De regreso en Salla me siento en la terraza de una pizzería a tomar un par de porciones y una cerveza. Se está estupendamente. Los rayos del sol se sienten aún con fuerza porque, cercano al horizonte, burla con facilidad la sombra de los toldos y me da de lleno en la cara. Hay alguna gente en otras mesas cercanas y su conversación, que no entiendo, me aísla a la vez que me arropa. Entretanto, leyendo el folleto que me habían dado me familiaricé un poco con la historia de Salla, que por su proximidad con Rusia fue escenario de varias batallas durante la SGM: ocupada previamente por el ejército rojo, los fineses lucharon al principio junto con los alemanes para echar a los rusos, y al final contra los alemanes para expulsarlos.
Cuando estoy de vuelta en el hotel, ya en la habitación, alguien llama a mi puerta. Es un hombre quizá de mi edad o algo mayor, con barba y coleta entrecanos, que me pregunta si es mía la moto que hay abajo. Le digo que sí y entonces, sin que lo invite, se cuela en el cuarto y empieza a contarme que él también es motero y que va camino de Murmansk, en Rusia, donde hay una concentración de motos vintage. Finlandés simpático y muy charlatán, pese a su paupérrimo inglés, es un verdadero entusiasta de las motocicletas extrañas, personalizadas, incluso hechas a mano. Tiene en su tablet cientos de curiosas fotografías que me enseña sin parar de hablar y sin que parezca importarle que no entiendo la mitad de lo que dice. Un excéntrico, auténtico veterano de las dos ruedas, está contento de poder hacerme partícipe de su entusiasmo y excitado por el encuentro al que se dirige, acompañado de su mujer y conduciendo una moto con sidecar muy bonita. Entre otras cosas interesantes, me cuenta que en el este de Finlandia mucha gente se saca un visado ruso de múltiple entrada con objeto de poder pasar al país vecino tan a menudo como sea necesario para comprar cigarrillos o alcohol, y sobre todo para repostar gasolina, que es mucho más económica; y aunque el visado les cueste un centenar de euros, al cabo del año lo amortizan con creces.
Eso sí: el tipo se enrolla como las persianas, y si no es porque su mujer viene a buscarlo creo que se habría quedado a dormir en mi cuarto. Antes de marcharse me regala una pegatina de su motoclub: una joya, con el nombre de una marca rusa de motocicletas muy conocida en el submundo de las custom: Ural Roikka. Su aliento apestaba a tabaco y, cuando se va, me ha dejado la habitación oliendo peor que un cenicero lleno de colillas; pero de algún modo ha conseguido comunicarme su entusiasmo y, tras el encuentro, me siento un poco más optimista. Se conoce gente interesante en estos lugares raros.
Como soy incapaz de levantarme temprano salvo imperiosa necesidad, cuando a la mañana siguiente salgo de la habitación el tipo ya se ha ido, probablemente hace horas. Me habría gustado acompañarlo a Murmansk, pero, como suele suceder en estos encuentros casuales con otros moteros, cada uno tiene su rumbo y no es probable que lo modifique espontáneamente. Además, un visado para Rusia no es algo que pueda conseguirse de la noche a la mañana. Con un gesto de la cabeza me sacudo estos pensamientos y, aparejando a Rosaura, pongo la proa hacia Savukoski y Sodankyla, que es la puerta del gran norte…