No es mera casualidad que, desde hace dos días, una inolvidable música de Artemiev suene a todas horas dentro de mi cabeza: es la banda sonora de Siberíada, uno de esos must-see rusos que –por estar el mercado cinematográfico europeo vendido al capital– nunca llegan a nuestras pantallas. En la película, narra Konchalovski la historia de Yelan, una minúscula aldea en Siberia perdida de la mano de Dios; y a través de una saga familiar que abarca tres generaciones cuenta cómo la revolución de octubre de 1917 y otros acontecimientos sociales del s XX cambian por completo, y deciden, el destino del remoto pueblo. ¿Pero cuál es la relación entre este emotivo drama y el mío personal –mucho más modesto– de los presentes días? Pues los paisajes y las noches subárticas. Estos atardeceres que se prolongan durante horas y estos inacabables bosques de coníferas salpicados de lagos me traen constantemente a la memoria las escenas de Siberíada, cuya música parece anegar mi cerebro con tenaz realismo.
He dejado atrás Rautalampi y estoy pasando por algunas localidades que nada tienen que ver con ese encantador ambiente que allí enontré; al contrario, son lugares casi inhóspitos, donde no hay un alma por las calles y a las cinco de la tarde ya no queda un sólo comercio abierto, salvo quizá el súper, que suele cerrar a las seis. Así Varpaisjärvi, un pueblo perdido al que he llegado por la ruta de Kuopio y donde un muy oportuno motel de carretera me ha decidido a pasar la noche de ayer. Dando un paseo llegué a un curioso cementerio donde, sobre una praderita de brillante hierba con flores rojas y blancas, se elevan alineadas en varias filas decenas de placas a modo de lápidas, con los nombres de quienes cayeron en la Segunda Guerra Mundial luchando contra alemanes y rusos. Supongo que no descansarán sus huesos debajo, aunque tal vez sí, todos revueltos en fosas comunes, sin saber quién es quién y sólo una placa homenaje para recordar a cada uno de ellos. Triste generación la de aquellos años. He contado ciento cuarenta y dos losas, que son muchas losas para lugar tan pequeño; quizá fueron a la guerra, y perecieron, todos los hombres del pueblo que estaban en condiciones de tomar las armas…
El motel, que es tranquilo, cómodo y asequible, no deja más huella en mi memoria que estas tres virtudes, junto quizá a la de un desayuno autoservicio bien surtido y de calidad. No esta aún muy avanzada la mañana –para lo que es mi costumbre– cuando le coloco a Rosaura las maletas y enfilo hacia el nordeste buscando cruzar la ruta 87 para tomar ahí rumbo norte, cruzando por mitad de ninguna parte; como este viaje.
Empiezan ya por aquí a ser las jornadas algo más aburridas en lo que a conducir una moto se refiere, porque los bosques se extienden, monótonos, durante inacabables quilómetros de terreno llano, sin apenas una curva o una loma que amenicen la conducción. Verdes trigales, aún sin agostar pese a lo avanzado del verano, y a la orilla de muchos lagos hay marjales arañados por moribundos pinos –cuando no pútridos– de esquelético tronco. Aun así, y pese a las interminables rectas sin apenas tráfico, yo no acelero: no me fascina la velocidad ni tengo necesidad alguna de gastar el doble o ganarme una multa; ruedo casi siempre –como la mayoría de fineses– por debajo de los límites legales; pero es que además –y a diferencia de ellos– a mí no me espera nadie en ningún sitio; sentado tras el manillar de Rosaura me recreo plácidamente con una conducción tranquila observándolo todo a mi alrededor.
De pronto, en un tramo absolutamente recto y desierto al norte de Rautavaara, un extenso parche deforestado de cincuenta hectáreas o más, con toda la tierra vuelta hacia arriba mostrando el negro sustrato de turba (el mismo que le da ese color característico a las aguas finlandesas), me hace detener la motocicleta. ¿Qué están haciendo o van a hacer aquí? Me meto por un camino y, a pie, ando varias decenas de pasos sobre la tierra suelta, surcada aquí y allá por canales con agua y montículos longitudinales de ripio blanquecino. Al fondo se ven unas grandes máquinas amarillas de un tipo especial que desconozco. El panorama me desconcierta por lo devastado y extraño. ¿Será uno de esos polémicos campos para extracción de turba? Se estima que ésta es, con diferencia, el recurso energético más contaminante de Finlandia, y hay en el país un gran debate respecto a su extracción. Pero el que yo esté pisando uno de tales campos no pasa de ser especulación mía; nadie hay por aquí a quien preguntar y me quedo con la incógnita. Quizá alguno de mis amigos finlandeses, si leen estas palabras, podrán alumbrarme sobre la naturaleza y objeto de un lugar como éste.
A media tarde, tras casi doscientos quilómetros de moto, por el lado de Sotkamo llego a Ristijarvi, a cuyas afueras mi mapa localiza un hospedaje, Saukkovaara. Se trata de una estación de esquí que ofrece alojamiento también en verano, y me quedo atónito al ver que está llena de… ¡tailandeses! ¿Qué hacen aquí? Están por todas partes y llenan por completo uno de los galpones y varias de las cabinas. Parece que fuesen una colonia; van a lo suyo, se cocinan la cena frente a las puertas o en una barbacoa grande que hay junto al hotel, tienden fuera la ropa lavada… Está claro que no han venido desde Tailandia para pasar aquí un fin de semana. Quizá sean trabajadores que acondicionan las instalaciones para cuando llegue el invierno; no lo sé.
Saukkovaara está sobre una colina, y abajo, como a un quilómetro a vuelo de pájaro, se ve el pueblo. Me apetece una cerveza y algo de sociedad, así que voy hacia allá andando por un camino entre los árboles. Pero cuando llego, Ristijarvi resulta ser la localidad más inhóspita que he pisado, hasta ahora, en todo el viaje: no es que los sitios estén cerrados –como en otros pueblos por donde he pasado– sino que ni siquiera hay “sitios”; tras recorrerme las dos únicas calles, cuyas casas están dispersas y deslavazadas, no he visto ni un pub o un restaurante; sólo un fast food cerrado junto a la gasolinera cerrada. He pasado frente a un par de comercios, también cerrados, cuyo tipo no acierto a reconocer; desde luego no son de alimentación. También hay dos o tres edificios que parecen como de servicios publicos, quizá un centro social o una clínica, un colegio, vaya usted a saber. No hay nada abierto y apenas son las siete.
Este poco atractivo lugar parecería abandonado si no fuera porque, según camino, me he cruzado con algunos coches; y me pregunto: no habiendo comercio alguno abierto, ¿a dónde irán?, ¿de dónde vendrán? Visitas entre vecinos, supongo; se conoce que no les gusta andar. Por lo demás, no parece que ocurra nada, que algo pueda tener lugar aquí. Todo lo contrario que en Rautalampi. Me cuesta trabajo imaginar cómo se puede vivir en un pueblo que carece de un solo establecimiento público de reunión donde hacer vida social; y es raro, porque los finlandeses son sociables. No me anima el panorama, desde luego, a quedarme aquí más del tiempo estrictamente necesario.
Un tipo sobre una moto muy ruidosa me ha pasado varias veces, seis o siete al menos, hacia una dirección y hacia la otra. También me pasa un coche de ruidoso motor conducido por un chaval que, además, lleva la música a todo volumen. ¡Esta juventud, siempre haciendo ruido! Los coches, las motos, la música… No sólo en Finlandia, sino allá donde uno vaya; en Europa, en Asia o en América; en localidades grandes o pequeñas; en unas culturas y en otras; por doquiera, el ruido parece ser el único valor universal en nuestros días, lo único que toda persona sabe hacer para llamar la atención cuando no sabe hacer cosa alguna de más mérito. Lástima; no por ellos, sino por mí; porque el ruido me molesta mucho. Me gusta pensar –con Schopenhauer, ¿o era Maquiavelo?– que la inteligencia es la capacidad inversamente proporcional a aquélla para soportar el ruido; aunque quizá no sea verdad, porque en ese caso yo sería un genio.
Cuando regreso al hotel el sol está pronto a ocultarse, pero como atardece tan despacio me da tiempo a sacar varias fotografías. Desde esta loma, el paisaje hacia poniente es espectacular. Los bosques de coníferas, los lagos y el rojizo sol tan septentrional me hacen tararear interiormente, una vez más, los expresivos acordes de la música de Artemiev…
Another great post about your travel in Finland. You can read about peat energy on Wikipedia http://en.m.wikipedia.org/wiki/Peat_energy_in_Finland
…but please remember that someone with green connections has written this article and it may not be neutral.
The thai people are likely to be seasonal berrypickers, scores of them fly in for the late summer. We have plenty of Finnish unemployed but very few of them use this free opportunity to make some money. Maybe the unemployment support is too good or they are lazy. Who knows?
Thanks a lot for this positive feedback. I already came across that wiki page you tell me, but didn’t find an answer to my question about that deforested dark land plot.
It makes sense the Thai being berrypickers. As to immigrants doing the job while unemployed locals comfortably sit at home getting their allowance, I’m afraid this is taking place all over our excessively welfarish Europe. It’s the same here. It’s a hard to address issue.
By the way, I’ve just realized your funny nickname and your email address. Be careful with the latter: it’s so covetable someone might try to take it from you. :-)
Well, the dark plot is where they “harvest” peat. Peat is the “dark stuff”
So, that explains it. I’m glad to know I was right. :-) Thanks for commenting!