Llego a la “terminal terrestre” de Tacna con tiempo sobrado: aunque hay tres o cuatro empresas que viajan a Moquegua, el próximo autobús no sale hasta dentro de hora y media, así que, una vez comprado el boleto, me toca hacer tiempo como pueda. La estación es grande, pero tiene poca vida y ofrece escasas oportunidades para engañar al aburrimiento. Como además he perdido hace unos días el libro que venía leyendo no me queda mejor opción que sentarme en un restaurante, pedir una infusión de coca y ponerme a escribir un rato.
“Terminal terrestre”, pienso. A menudo me pregunto por la razón de los nombres que dan en Hispanoamérica a las cosas más sencillas. ¿Por qué no “estación de autobuses”, que es preciso e inequívoco? Terrestre no especifica mucho: sólo se opone a marítima y aérea, y puede no tener nada que ver con el transporte de viajeros; una empresa de logística de mercancías, por ejemplo, puede tener terminales terrestres. Por otro lado, tampoco termial es la palabra más adecuada, pues con frecuencia los autobuses no terminan (o comienzan) su recorrido en ella, sino que hacen parada y continúan viaje. Pero si esta expresión es pobre, mucho peor es la que utilizan en Chile, donde les dan el cursi nombre, rozando la pedantería, de “terminal rodoviaria”. ¡Dios mío! Rodoviario, amén de ser una palabra inventada que no figura en el diccionario de la lengua española, intuitivamente suena más a ferrocarril, que es transporte rodado por vías. ¿A quién se le ocurren esos términos? Parece como si los distintos países hispanoamericanos estuviesen compitiendo por ver quién es más… imaginativo (dicho sea compasivamente). Sigue leyendo