Anticatólico y españolista

A menudo me pregunto si puede un detractor de la Iglesia Católica ser honestamente españolista (en el sentido de “patriota español”).

Pero, antes de seguir adelante, definamos.

Según el DRAE (y a los efectos de este artículo), españolismo o españolía significa “amor o apego a lo español, a las cosas características o típicas de España”, mientras que María Moliner lo define como “afición o admiración hacia España o sus cosas”. Quizá la palabra patriota (quien ama a su patria, “nación a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos”) se acerca más a lo que quiero expresar, pero hoy en día se le ha dado una connotación negativa que prefiero evitar en el título.

Hechas estas precisiones, retomo la pregunta que me hago a mí mismo: ¿qué clase de españolía podrá sentir aquel que detesta o desprecia el catolicismo? Últimamente esta duda me asalta sobre todo -aunque no sólo- con respecto a un conciudadano muy concreto y al que escucho con relativa frecuencia: César Vidal.

Ahora bien: ¿qué son “lo español, lo característico o típico de España”, “sus cosas”, en la españolía definida más arriba? ¿Cuáles son esos vínculos que ligan con España al patriota?

El carácter de un pueblo es en gran parte el resultado de su historia (aunque ésta a su vez se vea en cierta medida determinada por aquél). Lo bueno, malo o regular de cada idiosincrasia nacional se forja generación tras generación -en una evolución paulatina y constante que nunca se detiene- a lo largo de los siglos, fruto del entorno económico, político y espiritual (también medioambiental) en que esa sociedad se desarrolla. Sus valores y aspiraciones predominantes, su temperamento, su moral e incluso su folclore van destilándose gota a gota de tal ambiente, impregnando desde la cuna lo más hondo en sus ciudadanos -casi siempre sin darse ellos cuenta- y formando así su cultura. Y creo que puede darse como cierto que, en todas las sociedades humanas desde tiempo inmemorial hasta la reciente muerte de los dioses, la religión (vale decir: creencias espirituales) ha jugado un papel fundamental a la hora de crear la atmósfera en la que aquéllas están inmersas. Me parece a mí que es la religión lo que, más que otro factor alguno, palpita no ya bajo un determinado modo de vida, sino tras el espíritu que lo impulsa: anhelos, objetivos, temores, prioridades, tabúes, leyes, relaciones sociales, instituciones, ética, filosofía, modo de hablar… No por casualidad todos los pueblos que comparten una misma religión (excepto, tal vez, algunos países islámicos del sudeste asiático) se parecen bastante entre sí, ni es por capricho que se hable del “mundo cristiano”, del “mundo musulmán”, del “mundo budista”, etc., como divisiones de la humanidad relativamente homogéneas. No digo, ni mucho menos, que la religión sea lo único que hace de un pueblo lo que es, pero sí que ocupa quizá el primer lugar entre los factores sin los cuales dicho pueblo no podría entenderse ni concebirse.

En el caso español, le tocó en suerte el catolicismo, que es además toda una cultura por derecho propio. Para bien o para mal, desde el tiempo de los godos lo que sobre toda otra cosa el pueblo ibérico ha mamado con la leche materna, lo que ha corrido por sus venas casi ininterrumpidamente durante más de quince siglos ha sido el catolicismo (los musulmanes ocuparon y dominaron largo tiempo la tierra pero no los espíritus, los corazones, las creencias del íbero, que siguió siendo cristiano), así como la monarquía ligada a él. La reconquista, el descubrimiento y colonización de las Américas, la exploración del Pacífico, la expansión del imperio, el dominio de los mares, los tercios de ejército, los insignes pintores y escritores y, en fin, todas esas glorias de aquel pueblo (tan distinto, ¡ay!, al de nuestros días) de las que, por cierto, mucho se envanecen bastantes españoles de hoy las protagonizaron hombres en su inmensa mayoría impulsados por la fe católica. Cada uno de ellos buscaba probablemente riquezas y fama personales, fines egoístas, sí, pero el motor último de sus voluntades era, en general, el afán de honra o prez inmortal, en no pocas ocasiones la evangelización; y, esto, era esa fe lo que lo informaba, la creencia religiosa en otra vida después de la muerte, los principios formales y espirituales del catolicismo.

Aun así, no son esas meritorias páginas de nuestra historia lo más relevante aquí: también los españoles han escrito, como todos los pueblos, muchas otras vergonzosas e infames. Lo importante es que España y catolicismo han sido indisociables desde los reinos godos hasta, quizá, el fin de la autocracia franquista; que durante quince siglos nuestra nación fue católica de la cabeza a los pies, la monarquía más tenazmente defensora de Roma; que tanto lo mejor como lo peor del carácter y del genio español, de nuestras costumbres, de “lo nuestro”, fueron fruto en muy buena medida de aquel credo; y que no veo yo cómo España puede ser entendida sin el catolicismo ni ser amada odiándolo o simplemente desdeñándolo. Si la Iglesia Católica no es parte fundamental de las “cosas características y típicas de España”, entonces no sé yo qué pueda serlo. Así, respondiendo a mi segunda pregunta, creo poder decir sin temor a equivocarme demasiado que “lo español”, lo que nos es “característico y típico”, nuestras “cosas”, nuestros “vínculos históricos”, en casi cualquier aspecto al que atendamos (sea el comportamiento, el carácter, los hábitos, las leyes, etc.), tienen de un modo u otro su origen o su manifestación actual (al menos hasta últimos del pasado milenio) en dicha iglesia.

El español que admire lo que siglos atrás hicieron sus ancestros ha de ponderar que, caso de haber sido -pongamos por caso- protestantes, musulmanes o budistas, con toda probabilidad no lo hubiesen hecho (y ahí está el caso de la pérfida Albión para comparar). A los pueblos, como a las personas, hay que aceptarlos tal como son, con lo que de ellos nos gusta y lo que nos desagrada; no puede pretenderse cambiar sólo un aspecto sin esperar que el conjunto se desequilibre y se desvirtúe; y mal españolista puede ser, creo yo, quien menosprecie una parte tan esencial de “lo suyo” como ha sido el catolicismo. Si al querer apreciar nuestra nación histórica desechamos su moral y valores católicos, la mojigatería y beatería, su bien o mal entendida fe, las vírgenes y santos, su fanatismo religioso a veces, su caridad o piedad, su liturgia y, en fin, todo aquello que deriva de dicha creencia, no sé yo si quedaría mucho más que el folclore: la cocina, los toros, el donjuanismo, los bares de tapas… la charanga y pandereta que decía Machado; cosas vistosas y atractivas pero bien superficiales; en una palabra: la españolería (que es al españolismo como la patriotería es al patriotismo). Y quién sabe si incluso detrás de la fiesta nacional (los toreros suelen ser devotos creyentes), el cante jondo, la jota aragonesa (¡que no les toquen a la Virgen del Pilar!) o incluso el gazpacho no palpita también algo católico, como lo hay tras las fiestas y celebraciones -siempre en honor a santos o por la expulsión del moro- por cualquier rincón de nuestra tierra. No es improbable que los curas y los párrocos hayan contribuido como ningún otro elemento, a lo largo de los pasados siglos, a formar nuestro carácter e idiosincrasia. ¿Qué España aman, pues, los anticatólicos, los que en general menosprecian no ya el credo en sí sino a quienes lo predican o lo observan? — me pregunto yo. Una España imaginaria que lleven ellos dentro de sí, supongo, pero no la histórica y verdadera. (Aunque esto último ya no reza, desde luego, para los tiempos actuales.)

El talentoso y controvertido teólogo español, doctor en historia y derecho César Vidal Manzanares (ahora nacionalizado norteamericano) tiene una popular web y un canal de Telegram en los que, entre otros asuntos, analiza las noticias internacionales y presenta su visión de la historia, la religión, la economía y la geopolítica. Nacido y educado católico (como todo español de aquelos días), en su adolescencia se unió a los Testigos de Jehová, que después abandonó para abrazar la protestante Iglesia Evangélica, de la que aún es prosélito y que promociona con el mismo fervor mesiánico con que denosta al papado). Inteligente, políglota, de gran erudición, bien informado, y afortunado poseedor de una memoria descomunal, ataca y rechaza sin descanso, con profundo y sentido desdén, las siguientes entre otras realidades: la monarquía española, la Iglesia Católica, la dominación musulmana, el franquismo, el comunismo republicano y por supuesto la España democrática contemporánea; en resumen: toda nuestra historia desde hace más de diez siglos hasta el presente. Pero el principal blanco de sus invectivas es sin lugar a dudas el catolicismo, al que embiste sin cuartel con enfermiza obsesión, aprovechando al vuelo, para ello, cualquier ocasión que se le presente o trayendo por los pelos el tema cuando no viene a cuento. Uno de las máximas de redacción de sus editoriales es la de incluir siempre alguna referencia desacreditadora o denigrante hacia el clero católico, un poco al modo como -según se dice- hacía Catón el Viejo al finalizar los debates en el senado romano con la famosa frase: Cartago delenda est. No es coincidencia que los dos países más vituperados por el señor Vidal sean Polonia y el Vaticano. Casi podría decirse que su proyecto vital consiste en acarrear al clero católico la mayor deshonra y menoscabo posibles; destruirlos, si en su mano estuviera.

Al mismo tiempo, empero (y de aquí mi perplejidad), ataca también con afilada lengua todo lo que considera hostil o perjudicial a su país natal y a sus compatriotas, hablando y comportándose como un verdadero adalid de España.

Por eso, cuando escucho su programa, no puedo evitar preguntarme: Pero entonces, ¿qué clase de patriotismo es el suyo? Al despreciar todo lo que España ha sido (más lo poco que ahora es), nuestro pasado y nuestro presente, el modo de vida católico que nos ha sido tan característico, el espíritu y aspiraciones del pueblo, muy poco queda de lo que enorgullecerse y por lo que sentir españolía. Con esas antipatías, ¿cómo puede César Vidal ser en modo alguno españolista? Cierto es que nunca lo he oído preciarse explícitamente de serlo; pero entonces ¿cómo interpretar sus frecuentes expresiones de apego y preocupación, sus protestas de fraternidad y cariño, el inequívoco enfoque proespañol de los contenidos de su canal? Cuando uno lo oye hablar, cree estar escuchando a un verdadero nacionalista. Pero ¿qué España tiene este hombre en la cabeza? ¿O es un fariseo?

Y esta confusión que me causa el señor Vidal me la causan también, por extensión, tantísimos españoles que dicen (o dijeron) amar nuestra historia pero reniegan de la Iglesia Católica y de la monarquía (y consecuentemente de todo lo que éstas han contribuido en la formación de “lo nuestro”). De hecho, si bien se piensa, todos aquellos españoles que, en los últimos dos siglos, intentan o intentaron, apoyan o apoyaron un radical cambio de nuestra sociedad y con cuyas ideas y beligerancia provocaron cruentos episodios civiles, rechazando entre otras cosas -en distinto grado pero indefectiblemente- el clericalismo católico (pienso en los afrancesados, la masonería, los “ilustrados”, los liberales y -sobre todo- el furibundo anticatolicismo o ateísmo de algunas izquierdas republicanas), podrían estar -no voy a negarlo- animados por las mejores intenciones, pero se me escapa su posible filiación patriótica, pues esa rotunda y revolucionaria transformación de la nación española que buscaban (y aún buscan algunos, no se sabe bien hacia qué) implica un rechazo frontal a la España del momento.

Si ser patriota es sentirse ligado a la patria por vínculos jurídicos, históricos y afectivos, pero es uno desafecto a lo más propio del país y quiere darle un brusco giro a su historia o subvertir las leyes nacionales; si la españolía es el amor o apego a las cosas características o típicas de España (de la del momento, obviamente, no de una futura e imaginaria) pero execra uno el característico catolicismo español, origen a su vez de tantos otros rasgos típicos de esta nación — bueno, entonces no entiendo cómo podría considerarse a sí mismo ni españolista ni patriota.

Llegados a este punto, siento la conveniencia de aclarar que no estoy tratando de defender aquí a la Iglesia Católica ni ese sentir de apego a la nación. Aunque sorprenda al lector, el que suscribe no es persona religiosa, ni siquiera creyente, ni tiene especial vínculo emocional con nuestra Iglesia, menos aún con la actual monarquía (que ha perdido ya casi toda su razón de ser -al haber perdido la sociedad el sentimiento de majestad- y que para colmo está al servicio de intereses supranacionales). Pero tampoco me considero patriota y quizá ni siquiera españolista. Lo que trato de defender, o al menos de buscar, es la coherencia en las actitudes. Un servidor admira la España histórica, la que durante cinco siglos creó un imperio sin precedentes que abarcaba la mitad del orbe, y que no tiene absolutamente nada que ver con la de hoy, ni como Estado ni como pueblo (por eso yo establezco una diferencia muy clara entre aquellos españoles y estos españoles, que sólo tienen en común el sustantivo. Aquellos desaparecieron para siempre como lo hicieron los neandertales). Pero, aun siendo un descreído, me parece que sin el espíritu del catolicismo no habrían sido posibles aquellas gestas ni aquellos genios, y aunque sólo sea por eso creo que la Iglesia Católica merece un respeto. Hasta hace medio siglo, en que sobrevino (de la mano de la falsa democracia) una pérdida acelerada y generalizada de la fe, un servidor podría -caso de haber tenido conciencia política en aquel tiempo- seguramente haberse considerado un patriota, un españolista, pues no habría sido imposible que sintiera amor, apego o admiración hacia la España de entonces y sus cosas (aunque venía ya muy diluida y disminuida tras siglo y medio de injerencias extranjeras, leyenda negra, complejos de culpa e inferioridad). Pero en la actualidad el españolismo me parecería algo incoherente en mi fuero interno. No así, por lo visto, para César Vidal, defensor de una España que jamás ha existido, ni para esos otros españoles que, al parecer, no ven o no vieron contradicción entre su patriotismo y su deseo de transformar de arriba a abajo esa misma patria presuntamente admirada.

Tal vez me faltan conocimientos o me sobran prejuicios para comprender a esos supuestos españolistas; tal vez carezco de la necesaria lucidez mental para ver dónde está mi error; pero mientras tanto, a falta de mejores razones, sólo se me ocurre que esos de quienes hablo no son del todo honestos consigo mismos, o bien hay algo de hipocresía en ellos.

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Trotamundos, apátrida, disidente y soñador incorregible
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