Si Chuan. Una ventana a la China real

China es un país contradictorio e impredecible, que renuncia gustoso a un vastísimo pasado cultural milenario para abrazar con entusiasmo indiscriminado los valores más alienantes del mundo global, pero donde aún coexisten ambas civilizaciones, con sus respectivas escalas de valores, tan opuestas. Las supersticiones espirituales y el animismo se ven enfrentados al materialismo creciente; el taoísmo cae en desuso frente a la veneración por el dinero; los milenarios modos de vida tradicionales ceden frente al cemento, el microondas y la electrónica… y a nadie parece importarle un bledo. Incluso el comunismo en China es de mentirijillas, y está presente sólo como instrumento para adoctrinar y dogmatizar, pero no como modelo productivo, que allí es despiadadamente capitalista y competitivo. La población en masa coincide en que Mao no hizo nada bueno, pero aun así se lo venera.

China es, principalmente y sobre todo, ruido; pero también desperdicios, despilfarro, polución y suciedad. Sin embargo, en medio de todo eso, la población es aún alegre, afable, muy sociable, desenfadada, y conserva pocos pero relevantes valores tradicionales, como por ejemplo el respeto a los mayores, o la sumisión de las mujeres. No obstante, como en cualquier parte, las ciudades van siempre “por delante” (suponiendo que los nuevos valores sean un “adelanto”). Y la comida es en todo momento y lugar una babel de colores, sabores, variedades, sorpresas; tanto que, en ocasiones supone un desafío para los paladares menos maleables.

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Vergara

Me resulta casi imposible pensar en Vergara sin evocar al instante la curiosa expresión con que Valle-Inclán solía aludir a los acontecimientos históricos que allí ocurrieron; expresión que, en mi fantasía, venía como envuelta en el misterio y formando parte de las ya misteriosas (por periféricas y secundarias) guerras carlistas. “La traición de Vergara”, decía el escritor. ¿Qué traición había sido esa? La suponía yo íntimamente ligada al pacto del mismo nombre, pero ¿a qué se refería exactamente Don Ramón? Y he de confesar que el aprendizaje in situ de la historia relacionada con tal ciudad ha sido lo que esta vez, más que el placer de darme un garbeo en moto, me ha impulsado a ponerme en marcha.

Vergara

Vergara

El día ha salido perfecto: cálido, soleado y con poco viento. Una maravilla para el motero. La carretera provincial hasta Escoriaza es una gozada de buen asfalto y ágiles curvas, idóneas para probar la destreza propia con cierto gusanillo en el estómago. Luego, al paso por las zonas industriales de Arechabaleta y Arrasate, la ruta se afea un poco. En tres cuartos de hora, casi sin darme cuenta, estoy ya cruzando el puente del Deva, y enseguida me planto en pleno centro de Vergara, frente al casco antiguo. Pasa ya del mediodía y va apretando un poco el sol, así que dejo la moto a la sombra y empiezo a caminar, guiado sólo por el mero capricho. Quiere la casualidad que lo primero que llame mi atención sea el escudo en esquina del sobrio palacio Irizar, precisamente donde en 1839 los generales Maroto y Espartero firmaron el famoso convenio que puso fin a la primera guerra carlista.

Escudo en esquina del palacio Irizar.

Escudo en esquina del palacio Irizar.

Siempre atraído por la solemne belleza de los edificios antiguos, me acerco hasta el palacio sin saber aún lo que representa y, encontrando abierta la recia puerta de doble hoja, traspaso su umbral. Me hallo en un amplio y fresco zaguán de añejo suelo empedrado y austeras paredes, que sólo alberga una mínima exposición con unos grandes murales en que se cuentan, de una parte, la historia del edificio y, de otra, junto a dos reproducciones tamaño natural de los generales Baldomero Espartero y Rafael Maroto, las circunstancias en las que tuvieron lugar el convenio y el abrazo de Vergara. Me adueño del último folleto informativo que queda en español (los ejemplares en vascuence se aburren en su cajetín, atestiguando un deseo político) y, según visito el resto de la ciudad, voy leyendo en él los acontecimientos que la hicieron famosa; aunque no sin dificultad, pues el folleto, al intentar conciliar el rigor histórico con el dogmatismo identitario, resulta tibio y poco didáctico.

Casa Irizar, donde se firmó el Convenio de Vergara.

Casa Irizar, donde se firmó el convenio.

A poco que doy unos pasos por las calles del casco viejo me veo en la amplia plaza del ayuntamiento, frente a cuyo blasonado edificio se levanta otro, uno de los más emblemáticos y de mayor relevancia histórica en la ciudad: el Real seminario, sede que fue de la Real sociedad vascongada de Amigos del país, y originalmente un colegio de la Compañía de Jesús. Al ser expulsados los jesuitas de España, la Sociedad pidió gracia al rey para utilizar el edificio, y le fue concedida.

Ayuntamiento, con infinidad de banderas para disimular la presencia de la española.

Ayuntamiento, con muchas banderas para camuflar la española. Por detrás asoma la torre de la Iglesia.

Esto ocurría en la época de mayor auge económico de la villa, una vez que cesaron las escabechinas en que, durante dos siglos, se habían enfrentado sus familias y barrios rivales. Con la paz, vino la prosperidad a Vergara entre los ss XVI y XVIII, primero como mercado agrario, luego como enclave industrial ligado al hierro y, posteriormente, a partir de la creación de la mentada Sociedad, también como centro cultural. Fue durante esa época de relativo esplendor cuando en el Real seminario se descubriría el wolframio.

Real Seminario. Actualmente es sede de la U.N.E.D.

Real Seminario. Actualmente es sede de la U.N.E.D.

Justo detrás del ayuntamiento se yergue, majestuosa y recia, la parroquia de San Pedro de Ariznoa, de antiquísimos orígenes y verdadero embrión de la población de Vergara. En efecto, poco más que una ermita con ese nombre debió existir en estas tierras antes de que Alfonso X, en 1268, dispusiera la creación de la villa “a fuero de Vitoria”, llamándola Villanueva de Vergara. Así reza el documento:

“…Que habemos de facer una puebla en Vergara, e señaladamente en aquel logar que dicen Ariznoa; a que ponemos nombre Villanueva, e por facer bien e merced a los pobladores que agora son e seran daqui adelante, damosles e otorgamosles el fuero que han los de Vitoria.”

A este fuero sucesivos reyes añadirían otros privilegios con el interés de que la villa se poblase mejor.

Por tanto, a semejanza de otras localidades vascas de mediana importancia, Vergara nace en el seno de Castilla y sólo a esta corona (salvo después a la española) ha pertenecido en la historia. No hay, pues, fundamento alguno para su inclusión en territorios que hoy reclaman la independencia histórica. (Es de señalar, por cierto, que Vergara siempre se escribió así: con uve, y que el actual nombre oficial Bergara, con be, no puede responder más que a una artificial “euskaldunización” -si se me permite la palabra- de corte político.)

Parroquia de San Pedro de Ariznoa, embrión de Vergara.

Parroquia de San Pedro de Ariznoa, embrión de Vergara.

Observo la iglesia y, pese a la elegancia de su relativamente moderna fachada sur, escudo nobiliario incluido, me gusta bastante más su pórtico lateral oeste -otrora entrada principal- con ese romántico aire medieval que le confieren las sombras, las columnas de madera y los peldaños desgastados; pero más aún me atrae, cuando doblo la esquina con curiosidad infantil, el estrecho, húmedo y frío callejón porticado del flanco norte; y al caminar una docena de metros a lo largo de su pared hay una puerta abierta al interior de la parroquia, que aparece por completo sumida en las tinieblas. Una abertura que parece absorberme con una fuerza que no puedo resistir.

Pórtico oeste de la parroquia de San Pedro.

Pórtico oeste de la parroquia de San Pedro.

Sigiloso y obediente, entro en la iglesia con reverencia y expectante curiosidad, como quien traspasa el umbral hacia otro mundo. Me hallo sumergido en una total oscuridad que mi vista tarda unos segundos en comenzar a penetrar. Cuando las tinieblas se aclaran un poco, veo que estoy junto en una nave lateral de la iglesia, paralela a la central. A mi izquierda, un rectángulo lechoso en la oscuridad denuncia la existencia de una puerta medio entornada; quizá hacia la sacristía. Frente a mí, la nave principal aparece inmersa en una difusa luz grisácea, muy tenue, cuyo origen no puedo precisar. A mi derecha, resguardados de esta mínima claridad por el suelo del coro y  por los gruesos pilares del edificio, hay unos bancos sumidos en la mayor de las penumbras. Con gran lentitud, voy buscando mi camino a tientas para sentarme en uno de ellos; y la madera, al sentir mi peso, emite un pequeño crujido que resuena en el silencio absoluto.

¿Absoluto? No tanto. A medida que mis ojos y oídos se acostumbran a esta oscuridad y quietud empiezo a percibir un tenue murmullo y unos levísimos susurros ocasionales. Veo unas formas silentes moverse en las sombras y, frente al altar, un cuerpo arrodillado, cubierto por un hábito, que de vez en tanto hace una reverencia. De ahí provienen los murmullos. ¿Y los susurros? Son el frufrú de los hábitos que visten unos seres con apariencia angelical, que se desplazan sin apenas rozar el suelo, sin ruido de pasos, y que evolucionan por la iglesia con movimientos que parecen estar guiados por hilos desde las altas bóvedas. Aparecen o desaparecen por la puerta de la sacristía haciendo labores varias en completo silencio, cambian las flores del altar, limpian el polvo del retablo, llenan de agua los benditarios. O entran y salen por la misma puerta que utilicé yo. Me siento como si fuera un viajero en el tiempo observando desde una burbuja invisible las escenas del pasado. Una de esas formas levanta su rostro hacia mí y parece mirarme, como si pudiera traspasar la opacidad de la negrura a mi alrededor. Es una mujer joven, grácil, quizá incluso hermosa. Luego continúa su cometido, cualquiera que sea.

Permanezco ahí largo rato, disfrutando de un sosiego espiritual, sintiéndome a salvo de los peligros y las preocupaciones del mundo exterior. Es como haber entrado en un lugar encantado, donde habitan la paz, el silencio y las sombras. Me parece formar parte de ese lugar, estar  integrado en la madera y la piedra. Una experiencia casi mística.

Cuando salgo hacia la luz y hacia la vida, un impulso me hace seguir la pista de una de las religiosas. Por el camino me cruzo con otra, también joven, que me  lanza una fugaz mirada con una leve sonrisa en los labios. Los pasos de aquélla me llevan hasta la puerta del vecino y secular monasterio de la Santísima Trinidad. Son hermanas Clarisas; o quizá sólo beatas

Monasterio de la Santísima Trinidad. Clarisas.

Monasterio de la Santísima Trinidad. Clarisas.

Un exhaustivo recorrido por las callejuelas del casco viejo me brinda la ocasión de contemplar una abundancia de casas nobles, blasonadas, elegantes e incluso suntuosas, que atestiguan la eficacia que, para poblar la villa, tuvo la concesión de privilegios a los “fijosdalgo” que en ella se estableciesen.

A diferencia de otras fundadas en la misma época del medievo, con idénticos objetivos de afianzar fronteras y expandir el comercio, Vergara no fue amurallada; lo que no significa que fuese un ejemplo de paz, ya que durante los ss XIV y XV se libraron en sus calles las batallas de una continua contienda entre bandos, integrados por los distintos barrios o aldeas que la componían, y continuación en buena medida de las rivalidades ancestrales entre las familias Ozaeta y Gabiria.

Con la energía de un chaval que explora por vez primera un castillo, subo las empinadas cuestas que, detrás de la ciudad, llevan hasta el antiguo convento de la Soledad, desde donde se dominan los tejados de toda la villa y el cauce del Deva. Frente al convento hay un parche de hierba y un frondoso árbol de fresca sombra, bajo cuyas hojas descanso un rato del esfuerzo de la subida, porque chaval ya no soy. Es este un lugar idílico que, como tantos otros en el País Vasco, parece haber quedado trabado en los espinos del tiempo.

Antiguo convento de la Soledad.

Antiguo convento de la Soledad.

Desde aquí, bajo a la fresca y arbolada orilla del Deva, no sin echar un vistazo a Rosaura, que sigue intacta y a la sombra. Desde uno de los puentes del río se divisa, en contraste con el bosque de la ladera, la parroquia de Santa Marina, testigo del famoso abrazo entre los dos ejércitos combatientes.

Río Deva y parroquia de Santa Marina al fondo.

Río Deva y parroquia de Santa Marina al fondo.

Me encamino hacia allí, para hollar con mis propios pies el escenario de aquel encuentro… o de aquella traición.

En la primera mitad del s XIX la prosperidad que disfrutaba Vergara, reflejada en la abundancia y riqueza de sus palacios y edificios, se interrumpió al verse la villa involucrada en las guerras carlistas y ser escenario de algunos de sus principales acontecimientos. Cuenta la historia que, a la muerte de Fernando VII, la región se encontró dividida entre los liberales, partidarios de su viuda la regente Cristina, y los carlistas, en apoyo de su hermano el príncipe Don Carlos. Fiel en una primera batalla al bando liberal, la Vergara no tardaría, sin embargo, en rendirse sin resistencia a los carlistas, quedando bajo el mando del general Maroto. Sin embargo, a medida que los liberales fueron avanzando en otros frentes y que las calamidades (hambre, enfermedades, inundaciones) se adueñaban del pueblo, empezó a plantearse la conveniencia de llegar a un acuerdo que pusiera fin a esa guerra fratricida y la miseria que acarreaba, de modo que se estableció el diálogo entre los generales de ambos ejércitos que batallaban en la región, y que finalmente acordaron el mentado pacto, en virtud del cual los carlistas rendían sus armas al general Espartero a condición de que la corona respetase sus fueros, que la regente quería abolir. Y este acuerdo, firmado en el palacio Irizar como queda dicho, fue sellado y escenificado públicamente con el abrazo de ambos generales a las afueras de la villa, junto a la iglesia de Santa Marina.

El Deva a su paso por el

El Deva a su paso por el “campo del abrazo”,que quedaría a la izquierda.

Tal es el acuerdo al que Valle-Inclán, o acaso sólo alguno de sus personajes, se refiere como la traición de Vergara, al entender que la causa carlista fue de esa forma traicionada. Queda por fin, gracias a esta visita, aclarada la incógnita que para mí encerraron durante años las palabras del escritor gallego, y disipado el simple misterio que contenían.

Cumplida la misión, ya sólo me resta volver. Pero antes, como es mi costumbre, busco un lugar agradable donde pedir vino y pincho. Lo encuentro en la casa de Aróstegui, donde devoro con fruición un sector de tortilla, sentado a una mesa bajo la sombra de un frondoso árbol. Esta vez, para variar, he pedido una pepacola. Desde donde estoy puedo ver la moto, que espera ser cabalgada pronto.

Palacio Laureaga.

Palacio Laureaga.

Hay, en el extremo oeste del campo del abrazo, un palacio llamado Laureaga, mandado construir en el s XVI por el linaje Izaguirre, quienes hicieron inscribir en la reja de una de sus ventanas la siguiente inscripción: “Ni la busques ni la temas”. Se refiere a la muerte. Sabio lema bajo el que vivir… si se es capaz de ello.

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Salvatierra

Leyenda junto a la puerta norte

Leyenda junto a la puerta norte

Nada más llegar a Salvatierra desde Zalduendo (descrita en mi anterior capítulo) y dejar la moto dentro del recinto amurallado, me topo con esta curiosa aunque algo confusa leyenda que se exhibe junto a la Iglesia de Santa María, cabe la puerta norte de la muralla; confusa por cuanto ambos acontecimientos (la integración de la puerta norte en el palacio de los Ayala y la pérdida del condado de Salvatierra por el comunero) sucedieron casi con un siglo de diferencia, y no todo el mundo ha de saber que el Don Pedro López de Ayala “comunero” del segundo párrafo es el nieto (en realidad, el tataranieto, según un amable lector nos dice en su comentario a esta entrada) del Pedro López de Ayala mencionado en el primero. Y es que varios fueron los Pedro López de Ayala que, sucediéndose unos a otros, señorearon la Villa de Salvatierra a lo largo de los ss XV y XVI. Así, con este pequeño rompecabezas por descifrar, comienzo mi exploración de la Leal Villa de Salvatierra.

Cada vez que visito uno de estos pueblos encuentro entretenido el ejercicio de imaginar su evolución, cómo se originó o en qué circunstancias fue fundado, y me gusta mirar con los ojos de la fantasía hacia el pasado, ensayando posibles escenas de su historia.

Si me remonto a los principios de nuestra era, s. I aC., veo a los romanos, en su avance por Hispania, encontrarse con un pequeño asentamiento de pastores euskaldunes en lo alto del otero que ahora ocupa Salvatierra. Estas tropas exploradoras informarían a Roma de lo que iban hallando, y años o décadas más tarde Roma hace pasar por aquí la calzada XXXIV ab asturica burdigalam para comunicar Astorga con Burdeos. Ya tenemos uno de los pilares para que Salvatierra fuese un lugar importante en el futuro. Hay vestigios de presencia romana en la zona hasta el s. V dC. Para entonces, esta región delimitaba la frontera entre el condado de Vasconia y la Hispania visigoda.

Vista desde Salvatierra hacia las sierra del Aratz.

Vista desde Salvatierra hacia la sierra de Urquilla y el monte Aratz.

Es posible, aunque no está claro, que sobre el asentamiento de pastores nómadas los reyes navarros fundasen en el año 824 una minúscula aldea con el nombre vasco de Hagurahin (lugar del adiós), que estuvo bajo el dominio de la corona de Navarra hasta que en el año 1200 Alfonso VIII de Castilla la conquista y la anexiona a su reinado. Y desde tan lejana fecha hasta nuestros días ha sido castellana de forma prácticamente ininterrumpida. Buscaba Castilla fortalecer sus fronteras y establecer caminos que comunicaran la Rioja con el Cantábrico, y, con esos fines, unas décadas tras anexionarse Hagurahin, concretamente en 1265, Alfonso X (el sabio) funda sobre dicha aldea una villa a la que bautiza con el nombre de Salvatierra, le concede el fuero de población y ordena que sea amurallada. Intramuros, se le conferirá el trazado característico de otras villas de la zona, como Antoñana, de tres calles paralelas orientadas de norte a sur y comunicadas por cantones, y con una iglesia-fortaleza en cada extremo. Debido a estas medidas, pronto la villa prosperaría y se convertiría en un estrátegico cruce de caminos: la vía este-oeste entre Navarra y Astorga, y la vía norte-sur entre la Rioja y el Cantábrico.

Iglesia fortaleza de San Martín, en el extremo sur del recinto amurallado.

Voy explorando el lugar guiado por los hitos de información histórica (escritos con un lamentable sesgo maniqueísta y antiespañol) distribuidos por los lugares más relevantes, y basándome en ellos puedo ir reconstruyendo los hechos y eventos que conformaron la historia de esta ciudad.

La calle Mayor, que comunica intramuros las puertas Norte y Sur.

La calle Mayor, que comunica intramuros las puertas Norte y Sur.

Uno de los cantones que comunican la calle Mayor con la calle XXX

Uno de los cantones que comunican la calle Mayor con la calle Zapatería-

Corría el año de 1367 cuando Salvatierra, bajo el reinado y dominación de Enrique de Trastámara, se vio invadida por un poderoso ejército del legítimo heredero al trono de Castilla, Pedro I (apodado “el cruel” por sus enemigos y “el justiciero” por sus seguidores); y llegaba acompañado por aliados ingleses (el afamado príncipe Negro, conde de Lancaster), gascones, franceses, navarros e incluso Jaime III de Mallorca. Ante tan numeroso ejército, la villa se rindió sin luchar. Y al morir Pedro I dos años después, su hijo Juan I de Castilla donó Salvatierra en mayorazgo al canciller Ayala, pasando luego en herencia a varios López de Ayala durante cuatro generaciones. Fue el nieto de este canciller, Don Pedro López de Ayala y primer conde de Salvatierra, el que protagonizó en 1440 los hechos que se narran en la leyenda de la primera foto, a saber: la integración de la puerta norte dentro de la fortaleza de los Ayala, que obligó a los villanoos a entrar a la ciudad pasando por el cementerio, sobre las tumbas de sus antepasados, lo que le granjeó al conde su antipatía.

La muralla en el lado oeste, contra la que en épocas de paz se construyeron vivviendas, ahora subsimida por ellas.

La muralla en el lado oeste, contra la que en épocas de paz se construyeron vivviendas, ahora subsimida por ellas.

Un siglo después, en 1520, el conde de Salvatierra de turno, nieto del anterior, que estaba comprometido con la causa comunera, por razones poco comprensibles ordenó a los vecinos de Salvatierra que preparasen a trescientos hombres bien equipados para sublevarse contra Carlos I y que no obedeciesen a la Hermandad de Álava. Sin embargo, el pueblo hizo caso omiso de las órdenes del conde y, en la guerra de las comunidades, la villa no fue contra el rey, sino contra su señor. El conde la cercó pero los habitantes la defendieron, gracias a lo cual pudo ser tomada por las tropas reales. El conde, vencido y hecho prisionero en Durana, fue despojado de cuanto poseía y la Salvatierra pasó a la corona real. En diciembre de 1523, Carlos I, en atención a los servicios prestados a su causa, le concedió el título de Leal Villa, destiuyó al último Don Pedro López de Ayala, “el comunero”, lo apresó y lo privó del título de conde. Este Don Pedro murió en cautiverio en 1524, sin que se sepa a ciencia cierta dónde ni en qué circunstancias.

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Solitaria ventana abierta sobre la muralla este. Algún galán haría el amor a la joven doncella asomada a la reja.

Mientras leo documentos y hago fotografías se me pasan las horas de la tarde descubriendo los bonitos callejones de esta importante plaza medieval. Pero aún me quedan por aprender trágicos sucesos. En una pequeña placita con seis copudos árboles que la mantienen en sombra me paro un momento y leo la historia sentado en un banco.

Pese al acuerdo redactado en la capitulación, Salvatierra no se libró inmediatamente del señorío, ya que un tal Don Atanasio, heredero de la casa de Ayala, lo reclamó para sí durante décadas; y sólo en 1569 se cerró por fin, a favor de la villa, el pleito librado durante cuarenta años. Pero lo peor no fue este largo aunque incruento pleito, sino la epidemia de peste que en aquella época hizo su presencia allí, y el simultáneo y devastador incendio que sobrevino en agosto de 1564, que ardió durante veinticuatro horas y asoló Salvatierra. Tan sólo un edificio civil quedó en pie: la conocida hoy como Casa de las viudas. Hubo que tapiar puertas y ventanas de ambas iglesias, tanto era el hedor que los cadáveres desprendías, y prohibióse también el paso de ganado; pero aun así la peste consiguió salir de las murallas, produciendo una mortandad del 40% de la población.

Ayuntamiento o Casa consistorial, en el lugar más alto del cerro, junto a la ermita.

Ayuntamiento o Casa consistorial, en el lugar más alto del cerro, junto a la ermita.

A diferencia de otros pueblos que he visitado con la moto en el norte de Álava, toda esta zona es mucho más castellana. Los esfuerzos de los sucesivos Lehendakaris por potenciar el vascuence no han dado aquí mucho resultado, pues apenas escucho a nadie hablarlo, salvo alguna madre joven y progre para dirigirse a sus hijos. Y es que durante siglos, desde la anexión por Castilla e incluso tal vez antes, el vasco fue abandonándose poco a poco por los habitantes de la región de forma voluntaria, al ser considerada una lengua burda e inculta. Respecto a las épocas, no hay ninguna fuente de inforrmación, y desde luego no lo son las conjeturas de la propaganda antiespañola, pero es de suponer que, habiendo sido romanizada cinco siglos y posteriormente dominada por Castilla cerca de un milenio, el vascuence debió quedar desplazado en época muy temprana. Lo que, en cualquier caso, es rotundamente falso es que dicho abandono fuera resultado de una prohibición (hasta quizá el franquismo). Una encuesta de 1970 daba sólo tres vascoparlantes en la llanada alavesa. La recuperación del vascuence es, por tanto, absolutamente artificial, de raíces políticas y no históricas, así como forzada es el nuevo nombre oficial de Salvatierra: Augurain, que quiere recuperar el de la mínima aldea que hubo en el mismo lugar hace un milenio. Pero ni siquiera Juan Perez de Lazárraga, escritor en vascuence, usa el nombre de Agurain.

El sol empieza a declinar. He pateado Salvatierra durante varias horas, he recorrido sus murallas por dentro y por fuera y me he asomado a las entreabiertas ventanas de viejos edificios, con su olor a oscuro, rancio y humedad. Estoy seguro de que muchos de esos sótanos y desvanes aún duermen, casi intactos, en la quietud y el silencio lleno de ecos de la edad media.

El interior de una de los palacios más viejos de Salvatierra, la casa de XXX

Interior de un viejo palacio de Salvatierra, la casa Begoña.

Como reflexión un poco al margen, a medida que voy conociendo Vasconia y su historia (muy sesgada, en general, por folletos y paneles de desinformación editados por las autoridades locales), me llaman la atención dos hechos: uno, que muchas localidades de Álava se muestran orgullosas y defiendan a capa y espada los fueros que les concedió Castilla al tiempo que reivindican su hermanaje con Navarra que no les concedió fuero alguno. Otro, que reclamen su total independencia como nación cuando la mayoría de sus argumentos se basan en una anterior pertenencia al reino de Navarra. Parecería mucho más lógico que reclamasen su reabsorción por la Comunidad Navarra.

Y aún se da otro fenómeno que, aparentemente casual, a poco que haya uno visitado diez pueblos en el País Vasco parece más bien obedecer a un proyecto: en casi todas las localidades existe, en pleno centro de los lugares históricos y con frecuencia junto al Ayuntamiento, bien visible y ocupando por regla general, contradictoriamente, casas que fueron palacios de títulos nobiliarios otorgados por Castilla, una herriko-taberna con la fachada llena de etxeras (las banderas con las que se pide el acercamiento de los presos vascos). Estas tabernas, que con frecuencia ofrecen poca variedad de pinchos y pobre calidad de servicio, han de estar subvencionadas por la causa; de otro modo, es difícil entender su supervivencia en lugares turísticos tan estratégicos, considerando la mucha competencia que hay aquí en el sector de la restauración.

Típica herriko taberna, propaganda camuflada de libertad de exprresón.

Típica herriko taberna, propaganda camuflada de libertad de exprresón.

Hoy día, Salvatierra es un pueblo que se deja conocer bien y que hace disfrutar al turista con su visita. Las dos majestuosas iglesias en sus extremos vigilan el trazado de bonitas calles, tranquilas (gracias a la sabia restriccion del tráfico intramuros) y bien cuidadas, llenas de formidables casas cuyas fachadas adornan soberbios escucos nobiliarios. Pequeñas plazoletas de diverso aspecto la alegran, y las olbeas de la calle Zapatería, construidas en tiempos con una altura suficiente para que pudiera pasar un jinete, le dan una gran autenticidad. El ayuntamiento y la antigua ermita relucen pintados de un color quizá algo escandaloso, y no falta una infinidad de bares y restaurantes, que ofrecen sobrada variedad de ambientes y decorados donde consumir los deliciosos pinchos de que Vasconia se enorgullece y el burbujeante chacolí que produce.

Regreso despacio hacia la puerta norte, donde dejé a Rosaura. A mitad de camino efectúo el ritual de Vasconia en dos ruedas: un chacolí y un pincho. Es un bonito y cálido bar, con mucha madera y luces amarillentas, cuyo amable camarero me sirve el vino en copa helada y el pincho en plato caliente. Continúo luego caminando hacia la iglesia de Santa María. La goma de mis botas rechina en los adoquines. Antes de subirmea la BMW echo un último vistazo a la que fuera Leal villa de Salvatierra, ahora sólo Agurain, despojada de su lealtad a Castilla. Aparece ya en sombras bajo el cielo aún azul, el sol iluminando ya sólo los recios muros de la fortaleza de Santa María.

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Leña del árbol caído

Durante la pasada semana los españoles nos hemos hartado de leer y escuchar, por todos los medios de comunicación, cientos de voces pontificando, desde el rencor o la envidia, desde la animadversión o el derrotismo, desde el escarnio e incluso la perfidia, cómo la candidatura olímpica de Madrid había sido una ridícula quimera, un despropósito o una loca aspiración; cómo Madrid no podía haber ganado y cómo se mereció perder. Estos cenizos retroactivos, futurólogos del pasado e hinchas del fracaso ajeno se han dedicado a fondo a atizar los rescoldos donde aún hoy se consumen la esperanza o la ilusión de millones de españoles, y el trabajo de todos los que lucharon por conseguir que Madrid fuera sede para el 2020. Pero hacer leña del árbol caído es, me temo, síntoma de poca valentía y bastante ruindad; peor aún cuando se dispara desde el púlpito de las ondas o desde las columnas de opinión. Bastante pena tienen quienes apostaban por el éxito para que ahora vengan los que, antes del 13 de septiembre, no apostaron por la derrota, a cebarse en los despojos. ¿Dónde estaban todas esas voces antes del fallo del Comité Olímpico? Tanto enterado que hoy expresa su sagacidad a posteriori o su mezquino corte de mangas, ¿dónde se hallaba? Ninguno de estos profetas “ex post” se atrevió a pronosticar el resultado. Pero, claro, resulta muy fácil adivinar el pasado.

Lamentable actitud la de esa España que se enfanga en el derrotismo o que les desea a otros lo que no querría para sí.

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El condado de Salvatierra

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El otoño se abre temprano camino en la llanada alavesa, tiñendo de siena las hojas de los árboles; pronto – el fin de semana menos pensado – montar en moto por estas tierras no será una experiencia tan placentera como ahora. Agarro una cazadora ligera y el casco jet, echo un vistazo al mapa, otro al cielo, y saco a Rosaura de paseo. Vamos a visitar la que, durante siglos, fuera Leal Villa de Salvatierra.

Pese a que algunas nubes altas enturbian el azul celeste y afean los colores de la tierra, el aire se siente tibio y agradable. Da gusto.

Doy un rodeo por el embalse de Ullibarri para entretenerme un poco con las ágiles y conocidas curvas de la carretera que lo bordea, frecuente ruta de domingueros y motoristas. La primera parada, obligada, la hago en el Etxe-Zuri, lugar de encuentro de unos y otros. Más que invitado me siento compelido a parar, cuando veo la media docena de motos en batería, como monturas en un pesebre, que se exhiben en el aparcamiento. Rosaura no desentona. Hay en la terraza un grupo de moteros carbonilla dándose un festín, y supongo que serán suyas las cabalgaduras de horquilla delantera invertida.

Un generoso pincho de tortilla y una sidra me sirven de almuerzo. Algunos rayos de sol que se cuelan por entre los altocúmulos me calientan el cuerpo y me reconfortan el alma. Me gusta la costumbre vascongada de pedir en la barra y sentarse luego a una mesa, sin la presión (ni el recargo) de los camareros de terraza. Aquí no hay dos precios, como en muchas otras partes de España. Te sirven, pagas, y tomas tu consumición donde te parezca.

Vista desde la iglesia de Ozaeta

Vista desde la iglesia de Ozaeta

Al acabar, monto y enfilo la carretera que discurre a lo largo del templado y fértil valle del Barrundia, protegido de los fríos vientos del norte por la sierra de Urquilla, moteado de aldeas entre los sembrados y las arboledas; aldeas que han perdido, en gran parte, su sabor de antaño a causa de las urbanizaciones que casi todas albergan: el amable clima y la cercanía a la capital hacen de este valle objetivo idóneo para una segunda vivienda. Los prados están llenos de sanas y ubérrimas vacas lecheras. Lástima que la industria láctea regional esté secuestrada por una política de inmersión cultural que les impide colocar mejor la rica y espumosa leche que aquí se produce.

Cautivado por el gallardo perfil de su iglesia sobre una loma hago una parada en Ozaeta. Bajo el pórtico, un grupo de chavales beben y charlan en español. A lo largo del costado sur de la iglesia está el típico bolatoki.

Unos kilómetros más adelante llego a Narbaiza (o Narvaja), y esta vez es la triste casona abandonada de algún indiano, junto a la carretera, lo que me hace detenerme. Cerrada la recia puerta de doble hoja, ajada y cenicienta la madera de ventanas y galerías, rotos algunos vidrios, llenas las paredes de desconchones, desdentado el alero de los tejados, es en verdad el nostálgico recordatorio de un tiempo que ha poco se ha ido para siempre. Un cartel de “se vende” rubrica el triste destino de estas construcciones que un día se erigieron con orgullo y quizá rebosaron de vida.

Vieja casona en venta de algún indiano, en Narvaja.

Vieja casona en venta de algún indiano, en Narvaja.

Me doy un paseo por la aldea, que parece como desierta; no se oye un ruido ni se mueve un matojo. Me gusta colarme en los pueblos cuando sestean porque el recogimiento en que se sumen me permite captar mejor su esencia y deja el campo abierto a mi imaginación. En un extremo de Narvaja se erige otro testigo de un pasado mucho más remoto y decadente aún: la casa semiarruinada de alguna noble familia, invadida por los yerbajos, hundida la techumbre a trozos, tuerta de celosías, exhibiendo aún en la fachada un escudo de armas que ya a nadie importa. El brillante canalón del alero atestigua el estéril esfuerzo de algún último heredero por evitar la ruina del edificio. En los valores de la vida moderna ya no hay lugar para estas mansiones; otras son las prioridades del dinero.

Decadencia de la nobleza.

Decadencia de la nobleza.

Entretanto, en otros rincones de la aldea, se hace acopio de leña para el invierno y se ponen a secar las ristras de pimientos en las ventanas que dan al sur.

Pilas de leña junto a un viejo caserío. Narvaja.

Pilas de leña junto a un viejo caserío. Narvaja.

Ristras de pimientos a secar.

Ristras de pimientos a secar.

Al doblar una esquina me encuentro con una tercera reliquia del pasado, este no tan remoto: el viejo letrero de una escuela en los tiempos de la dictadura, milagrosamente respetado por la fiebre antifranquista. No era yo tan niño cuando aún se daban clases en estos sobrios edificios que tan severísima educación cobijaron.

Vieja escuela de tiempos de la posguerra.

Vieja escuela de tiempos de la posguerra.

Atravesando un rastrojo me encuentro con esta curiosa construcción, que no sé lo que es. Parece un cruceiro gallego, pero lo que alberga no es una cruz. Cualquiera que fuese su objeto original, hoy día sólo sirve para que algún campesino guarezca las rejas de su arado.

Sierra de Urquillo desde Narbaiza.

Sierra de Urquillo desde Narbaiza.

Ya de regreso para continuar mi viaje, me doy cuenta de que he aparcado la moto cerca de una bonita y rica casona, seguramente rehabilitada. Me resulta curioso el contraste con las otras que he visto en la aldea. Estos son los nobles y los indianos de ahora. Cambian las modas y los estilos, pero donde hay buen gusto siempre se nota.

Casa en Narbaiza.

Casa en Narbaiza.

Comienza el sol a declinar hacia poniente y continúo yo mi camino hacia oriente. En esta época del año, es la mejor hora del día para la moto, y puedo incluso prescindir de la cazadora. Conduzco sin prisa, mirando todo a mi alrededor; llevo la visera levantada y la postura erquida, recibiendo de lleno el cálido aire de la tarde.

Desde Narbaiza ya destaca contra el cielo el maltrecho campanario, medio conquistado por la hiedra, de la iglesia en ruinas de Galarreta. Apenas queda nada más de ella, salvo el trozo de muro en que estaba la puerta, con una curiosa decoración que recuerda a la grecia antigua. Y como el hombre es un animal de rapiña, al torreón le faltan los sillares hasta media altura; es de suponer que, tras el derrumbe de la iglesia, los lugareños los saquearon para construir sus casas.

Meditando sobre estos viajes caigo en la cuenta del asombroso esfuerzo constructor de la Iglesia Católica: no hay en zona cristiana aldea, ciudad o población, por pequeña que sea, que no tenga su ermita o su parroquia, su catedral o su iglesia, cuando no son varias o muchas. Me admiran la energía, la tenacidad y constancia con que, durante ya dos milenios hace, se erigen estas construcciones, recias, duraderas y costosas. Sólo la fe o la ambición, mantenidos siglo tras siglo, pueden haber impulsado ese esfuerzo; que ha hecho, por cierto, de España lo que es y de los españoles lo que somos, nos guste o no.

Y antes de girar hacia el sur en busca de Salvatierra hago la última parada en este valle: Zalduendo, hito jacobeo de la ruta secundaria a Santiago y villa que fuera señorío de la casa de Oñate durante más de cuatro siglos, hasta el 1813. Un pueblo que, desde que dejo a Rosaura bajo el enorme árbol junto a la fuente, me cae bien por la afabilidad que muestran sus habitantes: todos me saludan, amistosos; cosa que resulta extraña en esta Vasconia de gente noble pero adusta. Tal vez sea porque Zalduendo es Castilla; o al menos así lo siente al visitante: no se escucha el vascuence por la calle, no hay etxeras en los balcones, y en el ayuntamiento ondea, junto a la inkurriña, la bandera rojigualda.

Me acerco hasta la iglesia, que está abierta porque dos señoras están de limpieza y cambiando las flores. Les pido permiso para asomarme y asienten con simpatía. Una de ellas entra en pos de mí y me ofrece encender las luces para que pueda contemplar mejor el retablo. Lo encuentro muy normalito, así que le miento cuando me pregunta qué me ha parecido. ¡Se la ve tan ufana!

Es un pueblo muy cuidado, de bonitas casas tradicionales y bien restauradas, donde no veo ninguna que ponga la nota discordante. Destaca en el núcleo central el palacio de Lazárraga que, con su impresionante y algo sobrecargado escudo de armas, hace de museo local. Por último, entro al bar y entablo charla con la dueña. Tienen la prensa de Navarra y me explica: es que estamos junto al límite provincial. Pido una Cocacola. Se está bien allí, leyendo el periódico; ha salido el sol un momento y entra alegre por el amplio ventanal.

Es hora de seguir ruta, así que vuelvo a la fuente, monto en la BMW y me encamino al último punto de mi itinerario: Salvatierra. Pero de eso hablaré en el próximo capítulo.

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Adiós, Lolita. (Sobre la edad para el consentimiento sexual)

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El Gobierno reformará el código penal para elevar la edad de consentimiento sexual desde los trece a los dieciséis años. La medida -se dice- va encaminada a luchar contra los abusos y la prostitución infantil, no a penalizar las relaciones sexuales entre iguales. A tal efecto, se considerará hecho delictivo (abuso) la realización de actos sexuales con un menor de dieciséis años aunque éste preste su consentimiento, pero con una importante salvedad: no habrá delito si ambos están próximos en edad y madurez, para no criminalizar conductas que puedan responder a la realidad social.

lolita-lolita

Aspiración encomiable es la de proteger a los menores, desde luego; pero hay en este proyecto, para empezar, dos aspectos que me llaman la atención. Uno de ellos es esta nueva figura de las “relaciones sexuales entre iguales”, subjetiva y ambigua donde las haya y que, además, introduce en el Código un indeseable contenido moral; por no mencionar que puede vulnerar la Constitución en cuanto restringe la libertad de los menores para elegir a sus parejas. (Aparte, esta figura sugiere -o al menos deja abierta- la posibilidad de extender, con idéntico fundamento de igualdad, la exención de responsabilidad a otras conductas tipificadas como delito.)

El otro de los aspectos llamativos es la asunción de que sólo responden a la realidad social las relaciones sexuales “entre iguales”. No niego que tales relaciones son mucho más frecuentes que las que puedan darse “entre desiguales”; pero de aquí a desterrar de la realidad social a estas últimas va un paso demasiado atrevido. Las estadísticas avalan que muchas jovencitas eligen por compañero de juegos eróticos a un adulto, sin faltar casos de jovencitos que se acuestan con adultas. ¿Esto no forma, también, parte de la realidad social?

Cuando se tipifica una conducta como delito, ha de atenderse en primer lugar al bien jurídico que se desea proteger; en este caso, la libertad sexual de los menores. Mas proteger una libertad a base de restringirla es algo que no se entiende muy bien, así que tenemos que preguntarnos: ¿qué se considera concretamente libertad sexual? A falta de una definición legal, y enlazando con la aspiración de luchar contra los abusos, parecería razonable entenderla algo así como la libertad para decidir, de manera consciente y responsable, lo que cada uno quiere hacer con su cuerpecito serrano y olé; y esta capacidad de decisión libre y madura, esta responsabilidad sexual, se tiene o no se tiene, pero es ajena a la “proximidad en edad y madurez” del compañero elegido. (Cosa muy distinta sería la mayor o menor facilidad para ser influido; pero si hubiésemos de tener en cuenta esta ductilidad de las voluntades en todas las conductas acabaríamos por prescindir del principio de responsabilidad y, a continuación, desmontaríamos de arriba a abajo todo el tinglado punitivo.) De este modo, si el legislador considerase que los menores de dieciséis años carecen de la capacidad necesaria para tomar una decisión madura sobre sus actividades sexuales, debería penalizar sin excepción todos los actos sexuales realizados con ellos; pero no es así, ya que la futura redacción del Código penal deja claro, al permitir el sexo entre iguales, que preservar la virginidad de los adolescentes hasta que puedan disponer de ella con sensatez no es su objetivo. De modo que sólo puede concluirse que la tan cacareada protección de los menores se limita a restringir el espectro de personas con las que éstos pueden aparearse: sólo con quienes estén próximos en edad y desarrollo. No se persigue, pues, que nuestros chavales no jueguen a médicos antes de los dieciséis, sino que jueguen sólo entre ellos. No se busca defender la integridad de nuestras Lolitas, sino simplemente alejar a Humbert Humbert de la fiesta.

Publicado en Estrella Digital

Carta publicada en Estrella Digital

Por otra parte, cabe preguntarse cómo se justifica el salto de los trece a los dieciséis para el consentimiento sexual en una sociedad que lleva lustros intentando orientarse hacia una educación y desarrollo sexual más temprano para los adolescentes; en una sociedad cuya emisión televisiva abunda en inacotados contenidos, llenos de erotismo, desinhibición y promiscuidad que no pueden sino estimular el interés sexual de los niños y su repetición de las conductas observadas; y en una sociedad donde, durante las últimas décadas, se ha reducido sensiblemente la edad en que los preadolescentes se estrenan en el maravilloso mundo del placer. Siendo así las cosas, ¿no es contradictorio retrasar la edad para el reconocimiento legal de esta temprana madurez sexual?

Como cabe, desde luego, preguntarse también cuál es el indeterminado límite para esa proximidad en edad y desarrollo. Si la reforma se hubiese redactado sin la salvedad del “sexo entre iguales”, sólo podría cometer tal abuso quien estuviera por encima de los dieciséis, ya que por debajo se daría la paradoja de ser ambos amantes, al mismo tiempo, víctimas y abusadores. (En efecto, si dos jóvenes de catorce y quince años se acoplan voluntariamente bajo la mirada de Eros, ¿quién habría abusado de quién? Ambos serían delincuentes y víctimas, así que ninguno debería ser castigado.) Luego es evidente que esa “proximidad” apunta a una edad más elevada. ¿Dieciocho años, tal vez? Hmm… no parece que las relaciones entre un chaval de dieciocho y una chica de quince caigan fuera de esa realidad social que el reformador afirma respetar, ya que tales apareamientos han de ser muy comunes en la liberada sociedad contemporánea. ¿Veinte años, entonces? Supongamos que sí, aunque bien podrían ser veintidós o veinticinco; no lo sabremos hasta que haya abundante jurisprudencia. (Y, mientras tanto, cada fisura que se abre a la arbitrariedad de los jueces se convierte en una gran brecha para la Justicia, con mayúscula. Inocentes pagarán por estos remilgos legales.)

Concluyamos el razonamiento partiendo de este último supuesto: que el consentimiento sexual de un menor de dieciséis exime de responsabilidad penal por abuso a jóvenes de hasta veinte años por término medio. ¿En qué se fundamenta esta selectiva restricción de la validez de ese consentimiento? Si el objetivo es luchar contra los abusos y progeter la libertad sexual de los menores, ¿por qué éstos pueden tener relaciones con un joven de veinte y no con uno de veintidós? La deducción me parece clara: porque en el segundo caso presuponemos el abuso y en el primero no; con lo cual acabamos de vulnerar el sacrosanto principio de presunción de inocencia. Y esto, amigo lector, me parece un atropello que, además, supone una discriminación por la edad y constituye la prueba del lacerante fracaso judicial para discernir (o la renuncia a intentarlo), en cada caso particular, cuándo ha habido abuso y cuándo no. Por el “delito” de tener relaciones con un quinceañero es más cómodo condenar a todo el que pase de los veinte (o la edad que sea), se haya violentado o no la libertad sexual, que intentar discernir si hubo abuso. Más aún: no sólo se viola la presunción de inocencia, sino que se introduce en el código penal un componente moral que, para colmo, sólo acomoda a un sector de la población: a quienes, viendo con muy malos ojos que sus hijas -siempre son las hijas- se enrollen con tíos mayores, estarán encantados de que los encierren.

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Ibarra


Los días buenos de moto duran poco en estas tierras del norte y hay que aprovechar lo que queda de verano. Aun así, conviene elegir con criterio el rumbo, para sacar el mejor partido posible a la meteorología; de modo que miro la predicción del tiempo, sobre todo el viento, y según esto marco mi derrota para hoy en el mapa.

En estas salidas cortas prefiero, mientras el clima me lo permita, usar un casco jet. Ya sé que protege menos, pero… ¡me da tanta libertad!

Los primeros quilómetros, de autovía, me vienen bien para ir entrando en calor: tanto Rosaura como yo. Luego cojo una carretera de segundo o tercer orden que no tiene indicación alguna, aunque por suerte está bien asfaltada. Empieza lo interesante. Al principio voy ganando altitud por unas lomas con fuertes cambios de rasante, flanqueadas por el azul de un pantano a mi izquierda y por el verde del bosque a mi derecha. Según voy ascendiendo, la vista hacia el agua se va haciendo paisaje. Después, la carretera se adentra más en la fronda y, durante un rato, discurre bajo una cúpula de umbríos hayedos, centenarios robledales y tupidos pinares, parcheados de cuando en cuando por algún pequeño prado. En este terreno las curvas son impredecibles y los animales más aún, así que no hay que confiarse; aprovecho para disfrutar de la silva, que parece querer trasladarme a un tiempo puro y lejano.

Inesperadamente, a la vuelta de un recodo, el bosque se abre de repente y aparece ante mí un paisaje que me golpea con su belleza en el espíritu, obligándome a frenar en seco para contemplarlo. Es Aramayo, un valle asombroso e idílico; una de esas nostálgicas Arcadias de la montaña alavesa, hecha de verdes y vibrantes prados, dorados rastrojos, oscuras florestas, perdidos y humeantes caseríos, y rodeada por azuladas montañas. Abajo, en el fondo, se ven varias aldeas y, semioculto por una colina, asoma el municipio de Ibarra.

El escondido valle de Aramayo.

El escondido valle de Aramayo.

Una de las anteiglesias de la cuadrilla de Zula.

Después del collado, a medida que desciendo hacia el valle por la empinada y serpenteante carretera, Aramayo va embrujándome más y más. En este rincón del planeta aún huele a tierra húmeda y a vaca lechera, a heno y a boñiga, al campo de una era armónica y preindustrial. Es un lugar cautivador. Por la sola fuerza de su pureza, cuesta creer que fuese la cuna del sanguinario Lope de Aguirre, como algún articulista reclama para este valle; dudoso honor.

Caseríos dispersos por el valle.

Caseríos dispersos por el valle.

En cuanto entro a Ibarra, me siento observado con cierta desconfianza. Tal vez porque estoy en uno de los baluartes del euskaldunismo -inkurriñas y etxeras- donde cada forastero puede ser un enemigo; o tal vez es sólo mi sugestión. Dejo la moto bien aparcada y, como es mi costumbre, me adentro por las callejas del pueblo en busca de rincones pictóricos. Al verme pasar un par de veces, un vecino me interpela en vascuence, con tono de interrogación. Le señalo mi cámara y le digo: “turismo”. Me pregunta entonces en español: “¿Turismo interior o exterior?”. No sé qué habrá querido decir. “Simplemente turismo”, le contesto.

Ermita a la entrada de Ibarra, de origen medieval, reconstruida.

Ermita a la entrada de Ibarra, de origen medieval, reconstruida.

En la ribera del río Aramayo, que da nombre al valle, y dominado por la decimonónica iglesia de San Martín, Ibarra quizá fue, hasta hace treinta o cuarenta años, un pueblo inmaculado y lírico, con gracia rural y encanto paradisíaco: así lo dejan imaginar el trazado de sus calles, curvas y angostas, las casas tradicionales, evocadoras de antaño, las ermitas de origen medieval, las huertas en terraza e incluso el riachuelo de cantarinas aguas que lo atraviesa.

Pero las fraguas y, con ellas, la prosperidad industrial llegaron, desde luego, antes de que las ordenanzas urbanísticas tuvieran tiempo de acotar la construcción, y en la actualidad la mitad del pueblo está estropeada por feos, discordantes y heterogéneos bloques de pisos.

Acabado mi reconocimiento de la aldea, busco una taberna donde llevar a cabo mi ritual gastronómico, pero sólo encuentro dos bares abiertos, ambos de aspecto contemporáneo y llenos de una juventud ruidosa que no me llama la atención, así que lo dejo pasar por esta vez. En otra ocasión será. Rosaura me espera al borde de la calzada y me subo a ella con cierto espíritu de complicidad, como si pudiera entenderme. Pongo en marcha el motor y paso discretamente junto a los bares, levantando algunas miradas. Por mucho que yo quiera, esta moto nunca pasa desapercibida. Ya en la incorporación, doy gas y emprendo el regreso, monte arriba, curvas arriba, inhalando a fondo el aroma del heno. Por el camino me cruzo con un grupo de moteros, pero ninguno me saluda. ¿Se están perdiendo las buenas costumbres?

Al llegar al collado me paro de nuevo y echo una postrer mirada sobre esta Arcadia milagrosa y anacrónica, como las que describía Palacio Valdés. Pese a mis propósitos, me pregunto si realmente algún día volveré.

Diciendo adiós a Arcadia.

Diciendo adiós a Arcadia.

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Prueba F 800 GT 50.000 km; opinión y crítica: ¿una moto “barata”?

Dos años después de haber comprado esta moto (nueva, de concesionario), y tras haber recorrido 50.000 km con ella, se hace imprescindible una revisión a fondo del artículo original. Ya no tiene sentido mantener mis “primeras impresiones”, y es hora de introducir nuevos datos y experiencias. No obstante, mantendré alguna información general, útil para propietarios o posibles compradores de este modelo.

Pero antes de meterme en faena, un pequeño jarro de agua fría para quien esté demasiado ilusionado: en mi opinión, es una BMW “barata”, donde la marca bávara ha usado componentes de calidad regular, primando el ahorro sobre el buen producto.

La BMW F800 GT color

La BMW F800 GT en color “naranja Valencia”

Equipamiento.

Dos años y 50.000 km después, sigo considerando que el paquete seguridad es algo superfluo, al menos para mi estilo de conducción. Los elementos que ofrece (control electrónico de la suspensión + testigo de presión de neumáticos + control electrónico de la tracción) no me compensan el sobrecoste. Desde que la tengo, el control de tracción ha entrado en funcionamiento exactamente cero veces, y eso que he hecho muuuuchos quilómetros con lluvia o pavimento mojado. Peor aún: caso de haber entrado en acción, no me habría evitado la caída. Este control puede resultar útil a conductores muy racing, pero no al usuario medio de una GT.

En cuanto al ajuste electrónico de la suspensión, sinceramente, apenas noto diferencia alguna entre las tres posiciones que ofrece (sport, normal, confort), así que casi no lo utilizo. Se nota un poco entre sport y confort, pero la intermedia está de sobra. Aparte, en una ocasión me falló, y al darle al botón no cambió el ajuste. Ha sido sólo una vez en dos años, y se solucionó al apagar y volver a dar al encendido, pero ahí está el detalle.

Lo que sí me parece práctico de este paquete es el testigo de presión de neumáticos; no es vital, y mucho menos para la seguridad, pero sí útil. Además el sistema compensa el efecto temperatura, de modo que siempre sabes qué presión “en frío” llevas.

Lo dicho: para mi gusto, este extra no vale lo que cuesta, y además su nombre (“seguridad”) es puro márquetin. Y lo peor es que BMW nos lo pone difícil para comprar la moto sin él, porque casi todas las unidades en stock lo llevan incorporado. Si no lo quieres tendrás que encargar una unidad sin él y esperar dos meses a que la fabriquen y te la envíen.

En cuanto al paquete confort (puños calientes + soporte de maletas + caballete central + ordenador de a bordo), siendo menos oneroso que el seguridad, resulta mucho más práctico; tanto, que no me explico cómo el caballete y los puños calientes no son equipamiento de serie, como sí lo es el ABS. También encuentro muy útil el “ordenador”, para llevar cuenta del consumo, distancias, la marcha engranada, etc.

En cualquier caso, y aunque teóricamente el comprador puede elegir la combinación de extras que se le antoje, este paquete también viene incorporado en casi todas las unidades que llegan a los concesionarios; lo cual, dicho sea de paso, da cuenta de una filosofía de márquetin engañoso, a mi modo de ver.

A horcajadas.

Uno de los tres aspectos más importantes de la F800GT es su contenido peso: 215 kg (en orden de marcha) la hacen una moto bastante manejable tanto en conducción como en parado; de hecho, es todo un logro para una moto de este porte, y muy importante para cualquier piloto pequeño (< 70 kg) que no se dedique a la halterofilia. Además, está bien distribuido, con el centro de gravedad bastante bajo, lo cual se deja notar sobre todo en los momentos críticos. Alguna vez que se me ha caído en parado he podido levantarla sin dejarme los riñones en el intento.

Sobre catálogo, hay disponible toda una gama de alturas de asiento. Yo tengo el bajo (785 mm), que va bien para mi estatura (1,72) aunque pienso que el extra-bajo (770 mm) me iría mejor, por eso de plantar bien ambos pies en el suelo; aunque supongo que eso me pasaría factura a la hora de hacer tiradas largas, pues llevaría las rodillas más flexionadas.

Interior de maleta izquierda. La bandeja queda muy inclinada.

Interior de maleta izquierda. La bandeja queda muy inclinada.

Equipaje, y tal.

Las maletas touring, que hacen parecer a la moto un burro con aguaderas, tienen un práctico y sencillo sistema de anclaje y cierre y ofrecen una aceptable capacidad de carga, y en ambas cabe un casco integral (comprobado). Pero encuentro su diseño interior poco práctico y no muy aprovechable; en concreto la izquierda, que además de perder el espacio para salvar el silenciador, al abrirla con la moto sobre el soporte lateral lo que lleves dentro se resbala y cae (si bien con la práctica acabas aprendiendo a distribuir el equipaje para sortear el problema). La estanqueidad es muy buena: jamás, pese a que me han caído diluvios, se me ha mojado lo que llevaba dentro; de lo cual se extrae una conclusión interesante: las bolsas impermeables interiores (opcionales) son del todo superfluas.

Ahora bien, precisamente aquí encuentro un detalle más de “moto barata”: los enganches se rompen con suma facilidad. Al menor golpe con un obstáculo –o incluso con una caída en parado– cascan. Por suerte, no van solidarios a las maletas y pueden comprarse aparte. Y lo que me parece ya de auténtica miseria es que la trinca interior para sujetar el equipaje va pegada con pegamento Imedio en lugar de cosida, y se despega con sólo mirarla. Yo he tenido que reforzarlas con costuras manuales. No es que sea muy importante, pero contribuye a esa desagradable sensación de producto barato.

El top case original BMW es ridículamente pequeño, y desde luego no hace honor a las siglas de Gran Turismo con que han bautizado esta moto. Aquí de nuevo (en las siglas) se pone en evidencia el márquetin deshonesto. [Fuera de crítica: yo he montado un Shad 46 y estoy encantado: es capaz y práctico. Con él y las maletas laterales me recorro Europa durante meses y meses sin problemas de espacio. El Givi era muy caro y el anclaje peor y más pesado. Puedes ver fotos en algunos de los capítulos de mi serie “Viaje a ninguna parte”.]

Buen sistema de cierre y fijación.

Buen sistema de cierre y fijación maletas originales.

Bajo el asiento, que se quita y se pone con elegante facilidad, hay varios huecos prácticos para guardar pequeños objetos: dos espacios laterales donde caben un impermeable ligero, algunas herramientas y un chaleco reflectante, más dos espacios centrales para la documentación, un kit de reparación de pinchazos, el candado o un cable para el casco.

Útiles espacios bajo el asiento.

Útiles espacios bajo el asiento.

En el lado negativo, echo mucho de menos una guantera o receptáculo donde dejar unas monedas, el tiquet de la autopista o las gafas de sol. El carenado delantero tiene sobrada anchura para tal compartimento, pero BMW ha dejado pasar este detalle que vendría fenomenal.

A los mandos.

Una vez que te montas, te encuentras frente a una instrumentación muy completa, con todos los testigos (si la has comprado con ordenador) y la información que necesites, incluyendo un útil indicador de marcha engranada. Sólo se me ocurre una mejora: en lugar del cronómetro de precisión (que no lo he usado para nada), sería mejor un reloj de tiempo de viaje parcial.

Las piñas tienen un diseño práctico y los interruptores están bien distribuidos, aunque la intermitencia se me queda algo lejos del pulgar y es difícil activarla si estás agarrando el embrague, cosa muy frecuente en giros lentos, de modo que a menudo resulta imposible señalizar una maniobra. Pero lo peor es la mala calidad: tienen un tacto “de juguete” y tengo el presentimiento de que el interruptor del intermitente va a romperse en cualquier momento, como si estuviera diseñado para romperse justo a los dos años (para que caiga fuera de garantía).

Por lo demás, considero un gran acierto que las luces largas compartan interruptor con las ráfagas: éstas hacia atrás, largas hacia delante; resulta ágil e intuitivo. Aparte, algunas funciones del ordenador se pueden seleccionar con un pulsador en la piña izquierda, que también es práctico.

Piña izquierda

Piña izquierda

En marcha.

La parte motor/transmisión deja bastante que desear, para mi gusto, empezando por el ruido del escape, que encuentro indiscreto y macarra. Ese ¡vrrooom! abierto de las aceleraciones me impide pasar inadvertido, sobre todo en conducción urbana.

Lo segundo -y esto es ya más importante- es que el cambio va duro; y especialmente el punto muerto, que en ocasiones no entra hagas lo que hagas, y puede ser necesario incluso parar el motor. A menudo, en los semáforos, tengo que renunciar a buscarlo y me veo obligado a mantener el embrague apretado. E insisto, pese a lo que digan los fanboys de BMW: no es una cuestión de rodaje: con 50.000 km va igual de duro que el primer día.

Conducción urbana.

Decididamente, la ciudad no es su terreno. Otra mala nota aquí. Cierto es que, gracias a su peso y dimensiones, resulta una moto ágil; pero varios inconvenientes se interponen seriamente entre la F800 GT y una conducción cómoda por las calles:

· Primero: la dificultad, ya dicha, para encontrar el punto muerto.

· Segundo: su mal comportamiento a bajas revoluciones, donde el par es tan pobre que, si vas a menos de 30 km/h, la moto traquetea incluso en primera, obligándonos a usar mucho el medio embrague; lo cual, siendo éste de cable y bastante duro, supone un serio ejercicio para el antebrazo. Aparte de que en tales casos, como ya dije, resulta difícil alcanzar el intermitente para señalizar.

· Tercero: la amortiguación algo dura (incluso en su ajuste más blando) resulta incómoda en las cebras sobreelevadas y en adoquinado.

· Cuarto: las maletas sobresalen mucho. Más que los retrovisores. De modo que hay que llevar sumo cuidado para no rozarse o topar con ellas a los coches u obstáculos.

Carretera.

En este terreno se encuentra más cómoda y muestra sus aspectos más favorables; sobre todo en carreteras secundarias con buenas curvas. Buena estabilidad, buen par por encima de 2500 rpm, acertada postura de conducción sport, potente frenada y buen aplomo en los giros contribuyen a una conducción segura y divertida. No obstante, no es una moto de racing, y si quieres buscar el límite no sabes cómo te va a responder. A veces desliza de atrás cuando menos te lo esperas. A menudo tengo que rectificar en una fracción de segundo e invadir el carril izquierdo… o el arcén derecho.

Bien es verdad que, de esto, tienen mucha culpa los neumáticos Continental de serie, que se comportan muy irregularmente según la temperatura y el asfalto: desde tumbar como un campeón hasta patinar en una simple rotonda, casi parado y con el asfalto seco. Los encontré muy poco fiables. Después he montado Michelín Pilot y Metzeler Z6, con los que mejoró el agarre apreciablemente; ahora bien: desde que probé los últimos, unos Dunlop, creo que he encontrado mi goma ideal, porque la diferencia es asombrosa; y me da igual que me duren menos km: hay demasiado en juego para preocuparse por el dinero aquí.

En autopista

…también se deja conducir bien, pero aquí vuelve a flaquear un poco, por dos factores que –a mi entender– serían relativamente fáciles de mejorar por BMW. Uno de ellos es la insuficiente protección contra el viento a partir de 100 km/h (la cúpula sólo protege hasta los hombros y la presión del aire se sufre de lleno en el casco), y el otro es la postura de conducción: si bien resulta cómoda y efectiva para viajes cortos por carreteras secundarias o con curvas, la autovía se me hace muy pesada: al cabo de hora y media me castiga bastante las vértebras del cuello. Encuentro que el manillar, entre sport y touring, no tiene las virtudes de una cosa ni de la otra. Rotándolo un poco hacia arriba (lleva dos tornillos Torx huecos) mejora algo en conducción touring, pero no lo suficiente. Así que, entre una cosa y otra, el cuello sufre una tensión que pronto se convierte en fatiga.

En cuanto a las piernas, algo parecido: la postura que la moto me pide es aceptable para un viaje desenfadado por carreteras de curvas, pero no es la idónea para autovía: tras dos horas de carretera, siento la imperiosa necesidad de estirar las rodillas.

[Fuera de crítica: hace tiempo monté la cúpula alta de Givi, con la que estoy contento sólo a medias: aunque cubre bien hombros y cuello y ofrece cierta protección del frío a las manos, el aire pega a media altura del casco y la turbulencia (por tanto el ruido) es incluso mayor que con la cúpula original. Otra pega es que Givi no ha cuidado los detalles y, para instalarla como Dios manda, hay que modificarla un poco: agrandar las oquedades para los tornillos y acoplarle unos resaltes para ubicar los silent blocks. Para fotos con esta cúpula, mira por ejemplo este capítulo de mi blog.]

Otro inconveniente menor en autopista, aunque no despreciable, son las vibraciones del motor: por encima de 135 km/h se transmiten sensiblemente a las manos, con el consiguiente hormigueo.

A la cúpula le falta un poquito de anchura y altura.

A la cúpula le falta un poquito de anchura y altura.

Problemas:

Además de los ya mencionados, a medida que he ido haciéndole quilómetros han aparecido o se han puesto de relevancia otros problemas:

Durante mucho tiempo me ha dado la lata un ruido en el tren trasero: al circular despacio (de otro modo el viento y el motor lo sofocan), a veces escucho una especie de gemido que se repite a cada giro de la rueda, normalmente con tiempo caluroso. La llevé a cuatro talleres BMW y en todos, tras hacer las comprobaciones oportunas del eje y la correa, me dijeron que todo estaba correcto. Pero el ruido ahí sigue. Al final, en un foro BMW norteamericano, leí que la tensión nominal de la correa es demasiado alta, y sugerían aflojarla un poco. Lo hice y, en efecto, el ruido disminuyó algo. En ese caso, muy mal por BMW recomendar que la correa vaya tan tensa.

Otro, no muy grave pero enojoso y algo oneroso, es que aproximadamente cada 10.000 km la lámpara de luz de cruce se funde; y lo hace en un momento muy concreto: con el auto-chequeo electrónico al conectar el encendido. Algo debe estar mal diseñado que crea un pico de tensión en los contactos de la lámpara. Pero incluso pasando por alto el coste de una nueva (que no son baratas) y lo complicado de cambiarla, al cabo de varias sustituciones este problema deriva en uno bastante más caro: con el cuarto o quinto reemplazo de bombilla, el zócalo portalámparas, que es de plástico malo, se rompe y toca comprar una óptica nueva. Así que un consejo importante para quien tenga esta moto es evitar en lo posible girar el contacto si tienes que detener el motor sólo por unos minutos o un breve rato: mejor utiliza el botón de parada y mantén el contacto en ON: así evitarás el auto-chequeo y las consecuencias que acabas de leer.

Aparte, me parece bastante serio el que las vibraciones del motor aflojen la tornillería, incluso la más impensada. A pesar de que hago comprobar los tornillos en las revisiones, se me aflojaron los tres del soporte lateral y perdí uno de ellos; también perdí otro de una tapa del lado derecho, que por suerte el mecánico detectó, y también casi pierdo uno del retrovisor. Así que aconsejo hacer una inspección visual cada mil qulómetros.

Además de los ya mencionados, otros detalles que revelan componentes de calidad dudosa, pasables en una moto china pero imperdonables en BMW, son:

· Las gomas cubrepolvo que protegen los cables de freno y embrague son tan malas que al cabo de sólo seis meses la intemperie ya las había cuarteado.

· Las barras de los amortiguadores delanteros, así como el escape, empezaron a presentar leves manchitas de óxido al cabo de medio año. ¡Y eso que vivo en Madrid, con clima muy seco!

· La alarma que viene como extra es mala. El mando remoto tiene muy poco alcance y a veces tengo que estar diez segundos apretando el botón para que se active; y en alguna ocasión aislada he tenido incluso que desistir sin lograrlo (supongo que a causa de inhibidores en la zona). Aparte, el pitido tiene poca potencia y queda fácilmente sofocado en un ambiente ruidoso. Por último, hay que mover mucho la moto para que se dispare la alarma.

Es evidente que BMW se empeña en ahorrar hasta el último céntimo en la producción de este modelo.

Resumen.

A pesar de los problemas descritos y ese feeling de “moto china”, sus tres principales virtudes (para mi gusto) pueden llegar a compensar con creces la compra y se lo ponen difícil a cualquier competidora: tracción por correa, peso ligero y bajo consumo. Olvidarse de los engrases de cadena es algo que, para mí, no tiene precio; y sacarle 400 km a 15 l de gasolina se agradece mucho en los tiempos que corren. Pero, aun así, si tuviese que elegir de nuevo posiblemente optaría por otra moto. Esta es mi primera BMW y siento decir que la casa me ha decepcionado. Creo que la marca debería tomarse mucho más en serio los problemas mecánicos y la calidad de los componentes en todos sus modelos, no sólo en sus “buques insignia”.

Por lo demás, a mi criterio, una postura de conducción más relajada y una cúpula más alta no le restarían a esta F800 ni un ápice de sus virtudes sport y mejoraría notablemente su faceta turismo. Tal como es ahora, apellidarla GT es una tomadura de pelo. Esta moto no es una Gran Turismo se mire como se mire.

Para quien le interese, aquí van mis consumos medios de carretera, rigurosamente medidos (sólo un tripulante, a media carga):

A 90 km/h reales (que son 97 km/h de velocímetro): 3,6 l/100. (Es el consumo medio que he tenido durante los 17.000 km de mi viaje por Europa. Pero hay que tener en cuenta que la velocidad media del viaje ha salido a 57 km/h.)

A 100 km/h reales (que son 108 km/h de velocímetro): 3,9 l/100

A 115 km/h reales (que son 124 km/h de velocímetro): 4,3 l/100

En prueba de varias semanas, circulando a distintas velocidades, incluyendo también ciudad, suelo obtener un promedio de 4,1 l/100.

Estos resultados son idénticos a los declarados por las especificaciones técnicas, salvo que el velocímetro tiene un error del 8%; es decir, que BMW declara consumos 10% inferiores a los reales.

Revisión de los 10.000 km y de los 20.000 km.

Ambas sin problemas. Son revisiones sencillas que sólo piden cambio de aceite y filtros, comprobación de niveles, pastillas, electricidad, tornillería y tensión de la correa tractora. Todo normal. El filtro de aire a los 20.000 salió perfectamente reutilizable. En cuanto al aceite, y para el uso que yo le doy a la moto, me aguantaría perfectamente 15.000 km, así que en cuanto se le pase la garantía vale la pena “flexibilizar” las revisiones para dejarlas en un coste más razonable.

Revisión de los 40.000 km.

Bastante bien. La correa de tracción, que se recomienda cambiar a los 40.000 km, está en perfecto estado, sin cuarteo ni desgaste apreciables, así que no la sustituí. Las válvulas no necesitaron ajuste y estaban ligeramente abiertas, lo que me garantiza otros dos años sin tener que tocarlas. Pero esto, más que virtud de la moto, puede deberse a que mi conducción es muy tranquila. Las pastillas de freno delanteras en bastante buen estado y las traseras gastadillas, aunque aguantan; pero esto depende sobre todo del modo de conducir.

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