Los tiempos mas dificiles para la humanidad

.

Sin duda alguna, estamos siendo testigos — ¿qué digo?, estamos participando de los peores tiempos que la humanidad haya conocido jamás.

Porque, hasta donde sabemos -y no creo que haya nunca pruebas que indiquen lo contrario-, desde la aurora de nuestra especie, todo a lo largo de la historia humana, cada civilización o cultura, cada tribu o pueblo, cada sociedad o raza, pequeña o grande, débil o poderosa, sabia o ignorante, siempre ha creído en el más allá, de un modo u otro. Durante un millón de años no ha habido ciencia o conocimiento lo bastante avanzado para proporcionar respuestas a las cuestiones fundamentales de la vida, y la gente se volcó en la fe y las creencias. Creían en dioses, espíritus, animismo, naturaleza como un ente superior, reencarnaciones o cualquier recurso similar, todos ellos con el mismo factor en comun: una explicación para la vida, basada en otra vida tras la muerte. Cualquiera de estas creencias que analicemos apunta en la misma dirección: la vida no acaba totalmente cuando morimos.

Por tanto, para todos y cada uno de los humanos que han existido antes de nosotros (y han sido unos cuantos) la vida tenía sentido, de modo que en realidad no tenían que preocuparse por ese tema y podían así concentrarse en las rutinas diarias de “verdadera importancia” para no morir demsiado temprano: cazar, recolectar comida, reproducirse, cuidar a la prole, vestirse, ponerse bajo techo… Hasta nuestros días, lo unico de lo que teniamos que preocuparnos era, simplemente, de vivir; y esto de la mejor manera posible, sin poner cuidado a cuestiones relacionadas con el mas allá porque de esos asuntos se encargaban poderes superiores e inalcanzables para nosotros: el Sr. Trueno y el Sr. Rayo, el Sr. Sol y la Sra. Luna, Mr. Terremoto, Mr. Volcán, Madre Naturaleza, y por supuesto todo el elenco de dioses mayores y menores, espiritus, diablos, ángeles, musas de todas clases. ¿Que no habíamos podido cazar un búfalo para almorzar? Mala suerte, pero no un problema demasiado grave, porque esos hombres tenían un propósito y por tanto una fuerte motivación para seguir intentando la caza. ¿Que no se han podido recolectar raíces suficientes para la cena? Mala suerte, quizá lo hayan querido así los dioses; intentémoslo con más ahínco mañana. ¿Que un hijo murió de algunas fiebres? Otro tanto de lo mismo. Y así sucesivamente.

Pero hoy en día “sabemos mucho mejor” que antes. Llegaron los científicos, llegó ese mentado Darwin, doctores, sabios e investigadores de todo tipo llegaron que nos dejaron tan diáfanamente claro que no hay vida tras la muerte, y que la propia vida es tan absurda y por completo carente del menor sentido, que no podemos seguir ignorándolo durante mucho más tiempo. Y ahora es cuando tenemos un problema. Por primera vez en la historia de los hombres; fíjate, lector: por primerísima vez, tenemos que ocuparnos personalmente de un asunto que hasta ahora habíamos alegremente, y con éxito, delegado en criaturas imaginarias. Y no es un problema trivial, que se diga. De hecho, es el mas difícil con que cualquier persona podrá nunca enfrentarse, ya que atañe al resto de las facetas de su vida, hasta el día de su muerte.

Cierto que aún somos minoría y, a pesar de que la información está ahí para quien quiera echarle mano, todavía la mayor parte de la poblacion en la mayor parte de las sociedades escogen ignorarlo, y se aferran a las viejas creencias (por  mucho que algunos locos se crean ateos). Pero esa situacion no durará mucho. ¿Cuánto, uno o doscientos años quizá? Eso no es nada ¿Cuánto tardará la humanidad al completo en trabar conciencia de tan desastroso hecho: el absurdo de la vida? De momento, quizá la juventud sea la más expuesta, no sólo porque se ha librado de una educación religiosa en muchos casos, sino sobre todo porque los jóvenes son demasiado listos y no se les puede engañar tan facilmente respecto a esas cuestiones. Están en internet, dominan los ordenadores y pronto este conocimiento: cuando un ser vivo muere, es su final absoluto y definitivo. Punto. Nada de almas en pena vagabundeando por ahí, nada de espíritus cogiendo la lanzadera hacia el Purgatorio, nada de vírgenes esperando ser desfloradas en la otra vida si no las desfloraste en esta; nada de nada.

Y este es el peor drama que los humanos hayan podido jamás imaginar, y estoy seguro de que nunca pudieron predecirlo: el derrumbe de las creencias y los valores. Porque ahora que la vida no tiene ningún sentido, bueno… ¿pues qué sentido tiene ninguna otra cosa? ¿Para qué seguir viviendo, en primer lugar? Ningún valor consistente podrá perdurar porque los valores se arraigan en creencias más o menos persistentes; pero si no hay creencias, entonces ¿qué nos impide las conductas más grotescas? Estamos perdidos, terrible y patéticamente perdidos. Ahora sólo somos unos cuantos, pero creceremos en número y pronto todos los seres huanos estaran perdidos igualmente. Y entonces, ¿que? En nuestros días, nuestro único Dios parece ser el dinero. Y no es que antes a la gente no le importara el dinero, ni mucho menos; por supuesto les importaba; pero el dinero y el poder servían al mismo propósito que la vida misma: ad majorem gloriam de la memoria que aquí se dejaría, y para asegurarse una buena acogida allí. ¿Pero ahora? Es el dinero por el dinero, sin que sepamos realmente para qué. Pronto, estoy seguro, el dinero tampoco será suficiente a cubrir el enorme vacío dejado por el fin de las creencias.

Así, este nuevo conocimiento sobre nuestras vidas sin significado llevará, en el mejor de los casos, al hedonismo o al suicidio (sí, cuento al suicidio entre los mejores casos porque es indudable que resulta la manera más rápida y eficiente de acabar con el problema); y en el peor de los casos, nos abocará a una vida de absoluta e inevitable infelicidad.

Que Dios se apiade de nosotros, entonces.

.

Publicado en Ensayo | 2 comentarios

Orduña (2ª parte)

Campanario de Sta. María.

Detalle del campanario de Sta. María, en Orduña.

Juan de Garay, conquistador y colonizador, tercer adelantado del Río de la Plata, explorador del río Paraná y fundador de Santa Fe y Buenos Aires, nació en Orduña en el año de Nuestro Señor de 1528. Pero, antes de esta efeméride, la ciudad habría de conocer una de las historias más inacabables de pleitos y batallas librados por su tenencia.

Así dije al concluir la primera parte de este capítulo motero dedicado a Orduña y, al parecer, así fue. Con mi chuleta de historia en la mano, aparco a Rosaura en una sombra y me dedico a intentar evocar los momentos de un pasado muy remoto.

Orduña aparece mencionada por primera vez en las Crónicas de Alfonso III, como villa existente ya en el s. VIII. Se dice de ella que estuvo siempre poseída por sus propios habitantes, y que pudo haber tenido un origen altomedieval, quizá a partir de cristianos que huían de la invasión musulmana. De ser esto cierto, estaríamos ante una fundación eminentemente castellana, de modo que sólo muy tangencialmente estaría Orduña ligada a Navarra, por no mencionar a un País Vasco que, en estricto rigor, jamás ha existido (mal que les pese a muchos de sus ciudadanos contemporáneos). Sus primeras murallas eran tan gruesas que podían pasar dos carros de par en par.

Una de las calles más antiguas de Orduña, que desemboca en la primera muralla.

Una de las calles más antiguas de Orduña, que desemboca en la primera muralla.

Al traspasar el umbral de piedra de esta muralla, si se cierran los ojos y se orientan bien los sentidos, por un momento puede participarse de las sensaciones que tendrían sus primeros pobladores; puede incluso escucharse, con un poco de fantasía, el ajetreo de la villa: martillos machacando sobre los yunques de las herrerías, el rebuzno de las acémilas, el cacareo de las gallinas, el rodar metálico de los carros sobre el empedrado, hortelanos voceando sus mercancías en la plaza…

huecomuro

Puerta abierta en la muralla original, que denota su anchura.

Pese a origen tan antiguo y -al parecer- autónomo, varios siglos tras su fundación Orduña habría de perder para siempre (hasta hace bien poco) su independencia, cuando en 1218 el rey Fernando III le concedió al Señor de Vizcaya, Lope Díaz II de Haro, la tenencia sobre la villa. La familia Haro, que no era pródiga en nombres, bautizaba a sus descendientes con el apellido de su padre y, para mayor confusión de la posteridad, los apellidaba con su nombre, creando una línea sucesoria digna de un sainete. Así, a la muerte de Lope Díaz pasó Orduña a su hijo, Diego López III de Haro, quien en 1229 le confirió el mismo fuero de Vitoria y quien, al llegar Alfonso X al trono, se desnaturó de la Corona y pasó a servir al rey de Navarra; y, queriendo a la fuerza conservar la ciudad que de gracia se le otorgara a su padre, las tropas castellanas hubieron de sofocar el levantamiento.

Una de las calles más antiguas de Orduña, que desemboca en la plaza.

Parte de la ampliación. La sierra al fondo.

Más tarde, a mediados del s. XIII, el propio Alfonso X concede a Orduña privilegio para una ampliación de seis nuevas calles, le otorga un fuero real distinto del señorial y le da el monopolio sobre el tráfico mercantil de la zona, recogiendo así y promoviendo el auge comercial y el crecimiento demográfico de la villa.

Pero aún no se veía acabar el siglo cuando los Señores de Vizcaya (a la sazón Lope Díaz III de Haro, que no debe confundirse con Diego López III, su padre) vuelven a la carga exponiendo al rey castellano sus quejas, quien responde que “e lo que decides que Orduña debe ser vuestra e que la dio el rey Fernando en donación a Don Lope e a Doña Urraca vuestros agüelos, verdad es; mas vos guerreastes desde ella e desde alli fecistes mucho mal en la tierra, e fuero es de Castilla que si de la donación que el rey da le facen guerra e mal en la tierra, que la pueda tomar con fuerza e con derecho”, negándole así el señorío que reclamaba Lope Díaz III, quien no obstante, a la muerte del rey, busca el apoyo de Sancho IV (que andaba pleiteando la Corona contra sus sobrinos) y afianza su poder en los dominios de Orduña, concediéndole carta de “amayorazgamiento de Vizcaya”.

Impresionante lateral de la iglesia-fortaleza de Sta. María.

Imponente lateral de la iglesia-fortaleza de Sta. María.

Desde luego, no habían de quedar así las cosas: fallecido este Lope Díaz, vuelve Orduña a manos reales y, para reafirmar dicha posesión y congraciarse con sus habitantes, Sancho IV le concede una feria anual de 15 días. Por ese tiempo también se construye otra muralla, quedando parte de la primera integrada en la iglesia-fortaleza de Santa María. Y es imponente recorrer el perímetro de ésta, y mirar hacia arriba a sus altos contrafuertes, a su guerrero paseo de ronda, a sus exiguas ventanas y a sus recios muros de aspecto impenetrable.

Detalle del guerrero paseo de ronda que flanquea la iglesia de Sta. María.

Detalle del guerrero paseo de ronda que flanquea la iglesia de Sta. María.

Los vaivenes guerreros de Orduña no han hecho más que empezar. Aprovechando la minoría de Fernando IV, un nuevo De Haro entra en escena: Diego López V, hermano del fallecido Lope Díaz III, que confirma el mayorazgo de los Señores de Vizcaya sobre Orduña; mas, al morir él y acabar su descendencia, de nuevo la villa se separa de Vizcaya y vuelve a la Corona, ya por cuarta vez; si bien que por breve tiempo en esta ocasión, pues en la lucha dinástica entre Pedro I y Enrique de Trastámara, éste la entrega a su hermano Tello, el Señor de Vizcaya de turno. Y aunque, muerto que hubo Tello en 1370, el propio Señorío de Vizcaya queda incorporado a la Corona en Juan I de Castilla, posteriormente Enrique IV confirma los privilegios de Orduña, la restituye a los Ayala (nuevos Señores de Vizcaya) y la exime de pagar alcabala a la merindad de Castilla, para finalmente otorgarle, en 1467, el título de ciudad, con lo que se convierte Orduña en la única población de Vizcaya que lo ostenta.

Ominosa leyenda bajo el pórtico lateral de Sta. María.

Ominosa leyenda bajo el pórtico lateral de Sta. María.

De modo que aquí tenemos otra vez a la ambiciosa casa de Ayala, a la que ya hemos visto señoreando villas en otros capítulos de esta serie. Primero le había pleiteado a Orduña algunas de sus aldeas, obteniendo el dictamen favorable de la Chancillería de Valladolid, y más tarde el mariscal García de Ayala obtiene de Enrique IV el oficio de Justicia de Orduña; nombramiento que sería revocado por los Reyes Católicos en 1476, no sin violencia, pues el de Ayala se negó y hubo de ser repelido. Cuatro años después, entre otras varias provisiones a su favor, los mismos reyes confirman a Orduña el privilegio de no poder ser apartada ni enajenada de la corona real, revocan cualquier merced que de ella o de sus términos se hubiese hecho a los Ayala y aseguran su defensa y la de sus aldeas frente al mariscal y su hijo, que continuaban con la alcaidía del castillo; y a éstos, si bien les otorgan perdón por los alborotos ocurridos al intentar apoderarse de Orduña, les exigen pagarle una elevada suma “por los males que recibió dellos”.

unacalle

Colorida calle de bares en la zona más moderna.

Mientras tanto, durante estos cambios entre el realengo, el mayorazgo y el señorío, Orduña había experimentado una segunda ampliación gracias a la coyuntura comercial derivada del aumento de la contratación mercantil entre Castilla y el Cantábrico, y nuevamente se amplió la muralla, abarcando la plaza del mercado; pero, cuando parecía que las batallas por su tenencia quedaban atrás y la prosperidad económica se asentaba sin alborotos, en 1535 parte de la ciudad fue destruida por un incendio, descendiendo así su importancia económica. Especial mención merece el edificio de la Aduana, notable por su arquitectura, solidez y situación; construido en 1793 costó tres millones de reales.

Este no es el edificio de la aduana, sino el ayuntamiento, que es más bonito, erigido contra la muralla fundacional.

Como puede verse, el pasado navarro o vascuence de Orduña es poco menos que nulo. Su vasconización reciente sólo obedece a intereses políticos (que son, en última instancia, económicos). Pero, lo que es más importante aún, puede comprenderse el absurdo de mantener en nuestros días la vigencia de unos fueros cuyo objeto ha desaparecido hace siglos: se decretaron con el fin de estimular la repoblación de ciertas regiones; una vez lograda ésta, los fueros pierden sentido; mantenerlos artificialmente hoy en día implica un agravio comparativo para el resto de la nación española.

Y si has aguantado hasta aquí, lector, siguiéndome por los meandros de la historia de Orduña, sus iteradas y confusas etapas, los incesantes cambios en su posesión, etc., seguro que te gustará si te guío ahora por algunos de sus evocadores rincones y, sobre todo, por sus alrededores, más que nada si eres un motero aficionado a las curvas y los paisajes; y es que Orduña goza de una ubicación paisajística privilegiada, en mitad de un amplio valle feraz y hermoso, como lo describió Madoz, entre altas y escarpadas montañas de belleza natural singular.

Vieja casa molino en las afueras.

Vieja casa molino en las afueras.

Callejeando por la ciudad podemos encontrarnos con este rincón que parece anclado en el pretérito, este enorme caserón medio destartalado que acaso fue un molino, por su ubicación junto a un riachuelo, o una casa de posta, y que ahora parece deshabitado; o quizá lo esté sólo por fantasmas del tiempo de nuestros bisabuelos.

Detalle de las ventanas abiertas en el muro de la casa.

Estas ventanas son un ejemplo de la arquitectura adusta y práctica de hace dos siglos, cuando se vivía al aire libre y cuando la luz en los interiores era más un estorbo que una ventaja: las alcobas eran tan sólo para dormir, o para folgar, y la luz no se hacía necesaria.

Colegio de la Compañía de María.

Colegio de la Compañía de María.

He aquí un detalle que me llena de nostalgia: un colegio de la Compañía de María, como al que iban mis hermanas cuando eran muy niñas, cuando el tiempo aún no existía y los cielos brillaban siempre luminosos y un poco blanquecinos, con esa claridad especial de las ciudades del sur, que me hacía siempre tener los párpados medio entornados.

Y ya fuera de la ciudad, siguiendo hacia el sur por la misma carretera por la que entramos, enseguida se enfilan las empinadas cuestas con sus curvas de horquilla que trepan y trepan por la ladera casi vertical de Sierra Salvada hasta llegar, en su cima, a lo que ya es Burgos. Desde arriba se contempla la vista más magnífica de todas: el hermoso y feraz valle oval del Nervión donde Orduña puso su cuna, tesoro ambiciado por reyes y señores, protegido, templado y fértil, donde se hacen esos chacolís que podrían sobrepujar a los de Francia…

Según avanza la tarde, queda el valle medio en sombra bajo las crestas de Sierra Salvad.

Según avanza la tarde, queda el valle medio en sombra bajo las crestas de Sierra Salvada.

Caída de agua al vacío, uno de los más bonitos espectáculos del parque natural que abarca Sierra Salvada. Burgos vierte sus aguas sobre Vizcaya, fecundándola.

Caída de agua al vacío, uno de los más bonitos espectáculos del parque natural que abarca Sierra Salvada. Burgos vierte sus aguas sobre Vizcaya, fecundándola.

¿Y qué me queda ya? Os he acompañado por lo mejor de Orduña: sus carreteras, sus paisajes, su historia, sus calles. Ahora sólo me resta despedirme como siempre en mis escapadas moteras por Vasconia: con unos buenos pinchitos, ganadores de algún concurso, regados con un buen chacolí.

Este pincho, elaborado en Orduña, fue galardonado en el concurso vasco del 2012.

Este pincho, elaborado en Orduña, fue galardonado en el concurso vasco del 2012.

¡Hasta la próxima, amigos!

Publicado en Vasconia en dos ruedas | Deja un comentario

Final de trayecto

.

Me costó un gran esfuerzo terminar de abrir los ojos: desde hacía un buen rato los párpados me pesaban como si fueran de plomo; y en la lucha contra el profundo sopor en que me hallaba iba intentando discernir y comprender mi realidad inmediata, recomponiéndola -igual que un puzzle- con las piezas del presente que, una a una, iban llegando a mi consciencia -no directamente, sino como por osmosis- a través de los sentidos, y con aquellas otras que -como relámpagos que iluminan la noche- lograba rescatar del otro lado de la memoria: antes de coger el autobús donde me había quedado dormido.

Supe que viajaba a través de la ciudad. En el asiento notaba el ronroneo del motor, que acentuaba mi modorra; percibía también los cambios de marcha, las paradas y los acelerones, las curvas, e incluso me parecía escuchar, como desde muy lejos, las voces de otros pasajeros. Durante un fugaz segundo que logré apenas despegar los párpados, vi el piso pardo y poco iluminado del ómnibus. Era uno de esos metropolitanos dobles, articulados, y yo iba junto al acordeón de goma negra que permite el giro.

No sabía a ciencia cierta desde cuándo, pero tenía la sensación de llevar ya muy largo rato viajando; no podía faltar mucho para el final del recorrido. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? En pugna con la pesada somnolencia en que me hallaba inmerso, como si estuviera bajo el efecto de un potente somnífero al que iba ganando terreno con trabajosa lentitud, fui recordando que había escapado precipitadamente, empujado por un repentino desasosiego, de un piso donde se celebraba algo, quizá un cumpleaños; pero la memoria, entremezclada aún con el sueño, se negaba a proporcionarme más detalles, por el momento. Sí, había habido francachela en aquella casa, voces, comida y bebida; pero a mí me entró de pronto la angustia y sentí la necesidad imperiosa de huir… Fue entonces cuando salí del piso y, guiado por el instinto, alguna corazonada o quizá tan sólo las prisas, cogí este autobús con la idea, tan vaga como -ahora lo comprendía- infundada, de que tenía forzosamente que llevarme a casa. Mas ahora, pese al tardo razonamiento a que me limitaba esta especie de letargo en que había caído, me daba cuenta de que fue un impulso equivocado: aunque es difícil calcular el tiempo cuando se duerme, llevaba -pensé- quizá ya una hora de trayecto y era más que probable que me encontrase en algún extremo de la ciudad, tan alejado de mi destino como al principio.

He pensado: “la ciudad” Sí, pero… ¿qué ciudad? He sido viajero durante tantos años que con frecuencia, al inicio del despertar mañanero o tras alguna pesada siesta, me cuesta trabajo saber dónde me hallo, en qué ciudad o país. Y eso mismo estaba ocurriéndome entonces, mientras pugnaba por despertar del todo. De nuevo pude entreabrir un momento los ojos, venciendo el plúmbeo peso de los párpados, y aproveché para tantear alrededor en busca de mis pertenencias; aún no sabía cuáles, pero sí que llevaba algo conmigo. Durante un breve instante de alarma pensé no hallarlas, al notar vacío el asiento vecino; ¿acaso algún pasajero había aprovechado que estaba dormido para sustraérmelas? Pero enseguida me alivió sentir al tacto un macutillo; sí, ahí estaba. Vale. Pero la ciudad… aún no podía recordarla, de entre las muchas en las que he vivido. Intenté deducirlo a base de lógica: esos asientos de madera, ese autobús articulado y renqueante, esas ventanillas oscurecidas por la mugre de años… Debía de estar en Polonia, o quizás en Ucrania…

Y así mi consciencia, durante un buen rato, fue debatiéndose para intentar moverse a través del fluido extraordinariamente viscoso del sueño. ¿Quizá -me pregunté un momento- me habían puesto algún narcótico en la bebida? Mas en seguida deseché la idea: ¿quién haría eso, y para qué? Era absurdo. Pero, entonces, ¿de dónde me había caído aquella soñarrera? No podía recordarlo, así que seguí librando asaltos contra ella hasta que, tras un agónico y postrero esfuerzo de la voluntad, logré sacudirme ese pegajoso abrazo de Morfeo; ¡por fin! Me sentí libre. Abrí los ojos y miré a mi alrededor: ya no quedaba nadie en el autobús salvo el conductor y yo; era el último pasajero, así que -deduje- debíamos estar llegando al final de la ruta, fuera este cual fuere: casi con seguridad, a juzgar por lo largo del viaje, en el extrarradio. En cualquier caso, y en tanto no me recobrase de aquella extraña resaca, si ni siquera sabía qué ciudad era esa, ¿cómo podía pensar en hallar el modo de irme a  casa? Tenía que bajar del autobús, tomar el aire, acabar de despejarme…

Con notable torpeza recogí, uno a uno, los tres objetos que traía conmigo: una cajita de cartón con un disco duro de segunda mano, una pequeña bolsa transparente, sin asas, que contenía ocho o diez tappon de corcho, y mi macutillo negro. El disco duro y la mochila no planteaban ningún desafío a mi razón; pero, en cuanto a la bolsa con los corchos se refiere, aquello ya era otro cantarrr: esa pertenencia introducía en la escena un elemento surrealista que me llenó de perplejidad: sabía, sí, que eran míos, pero no recordaba en absoluto de dónde habían salido ni para qué los llevaba. Los miré primero un poco atónito y, luego, con una sonrisa de resignación, seguro de que el misterio se resolvería por sí solo en cuanto lograse recobrar por completo mi lucidez.

Me levanté del asiento y, sujetándome a las barras para no caer, porque en ese momento el conductor giraba hacia una bocacalle, me dirigí hasta la puerta delantera para a descender en la próxima parada. Hacía sol y, tras los vidrios sucios, se veía un pequeño parquecito con árboles. Y entonces sin esperarlo, según me preguntaba cómo haría para regresar a casa, en un repentino destello de clarividencia, como quien experimenta una revelación, tuve la certeza de que desde allí sería imposible regresar; y de que, aparte, jamás lo lograría en un transporte convencional; era una imposibilidad física a la vez que metafísica. Y acto seguido supe, con la sorpresa de quien, frente a una puerta de aspecto impenetrable, halla que cede a la mera presión del brazo porque no tiene el cerrojo echado, supe que no me separaba de mi casa más que una suerte de… ¿cómo describirlo..? una suerte de membrana imaginaria… Comprendí que yo era como una bacteria en el interior de una gota de agua aislada y que, para lograr salir de ella, me bastaba con… dar un paso mental para emerger, con inusitada facilidad, desde la dimensión onírica en que todo aquello había sucedido al verdadero mundo real de mi dormitorio.

¿Real? Bueno, quizá sólo un orden de magnitud inferior en una secuencia infinita de universos más allá de cuyas fronteras la palabra realidad pierde todo significado y, con ella, también nuestra existencia misma.

.

Publicado en Relatos | Deja un comentario

El extraño mercado electrónico de Hua Qiang Bei

huaqiang0

Puede decirse que Hua Qiang Bei es el mercado electónico más grande del mundo y, desde luego, uno de los lugares más extraños y chocantes en los que he estado.

huaqiang5

Adentrándose en el pleno corazón de Shenzhen, en China, hay una calle llamada Hua Qiang Bei, que le presta su nombre al área circundante: un distrito de aproximadamente ciento cincuenta hectáreas, con un montón de grandes y desaliñados edificios de varias plantas, cada uno de ellos lleno, literalmente, de cientos de pequeñas tiendas, más bien como puestos de un mercado, que a su vez están repletos a rebosar de miles de componentes electrónicos, apilados en estantes o empaquetados en bolsas a reventar, bajo el usado vidrio de los mostradores, totalizando sin duda centenares de millones de unidades. Y todo esto compone una suerte de astroso mundo futurista, algo a mitad de camino entre Blade runner y Tron: una verdadera jungla enredada de silicio y germano, difícilmente descriptible tanto en su aspecto como en su atmósfera.

huaqiang2

Una vez que llegas a Hua Qiang Bei, probablemente tras viajar en metro durante varias leguas de inacabables túneles, enseguida tienes la sensación de que este es un sitio muy especial; y, si ya ha anochedido, puedes incluso pensarte como un Deckard siguiéndole a Zhora la pista de sus sintéticas escamas de serpiente, o quizá mejor un Roy sacándole información a algún chino diseñador de ojos: habrás de pasar junto a decenas de puestos con fluorescentes, donde se venden toda clase de comidas cuyos olores entremezclados se fusionan, a su vez, con el humo de los coches y de la descomunal maquinaria de obras; innumerables tiendas, una tras otra, atestadas con semiconductores NPN; una muchedumbre que entra o sale –como hormigas en un termitero– de cada uno de los grandes edificios que albergan el kernel Hua Qiang Bei: Segbuy, el gigante electrónico.

huaqiang3

Y, cuando tú mismo te conviertes en hormiga y entras, perderás toda noción del tiempo, de la orientación y quizá hasta de la realidad. Como si fuesen subterráneos, carentes de oquedad alguna que deje entrar la luz del exterior, cada edificio es un laberinto poco iluminado de compartimentos, estrechamente dispuestos, donde es teóricamente posible –si eres capaz de dirigirte al rincón adecuado– encontrar hasta el último componente de hardware que puedas necesitar; aunque mucho más probable será que te pierdas en este aparentemente caótico mundillo, entre humanoides que lo mismo están arreglando una placa con un soldador eléctrico que clasificando cables multicolores o ristras de diodos autoluminiscentes, o comprobando circuitos impresos con un polímetro; y todos ellos parecen por completo enfrascados en sus actividades, cuando no están almorzando noodles o soba en una esquina, echando un pitillo en un taburete o echando una cabezada sobre el mismo mostrador, en aparente indiferencia hacia cualquier cliente potencial e ignorando por completo lo que pueda estar ocurriendo a su alrededor.

huaqiang1

Este es, lector, el mercado electrónico de Hua Qiang Bei; algo entre desguace y fábrica; un lugar que puede superar la fantasía creativa de muchos guionistas de ciencia ficción. Lástima que mis torpes fotografías no puedan transmitir una idea de hasta qué punto este lugar puede parecer extraño. Espero que mis palabras lo hayan descrito mejor.

huaqiang4

Publicado en Relatos, Viajes | Deja un comentario

Regatear en Kowloon

.

tazaYa están hechas todas mis compras en Kowloon.

Para aquellos que no lo sepáis, Kowloon es uno de los barrios de compras y mercadeo más populares de Hong Kong y, aunque ahí puedes encontrar casi cualquier cosa, es sobre todo famoso por artículos de electrónica, móviles, cámaras (nuevos o usados), y por un gran mercadillo callejero con textiles, menage, complementos, adornos y otras chucherías.

Pues bien: aunque me tengo por un regateador implacable, por muy duramente que negocie cierto artículo con esos vendedores callejeros, una vez que llegamos a un trato no puedo evitar la sensación de que me han engañado; y, de hecho, no sería la primera vez que, tras regatear un buen precio para cualquier objeto, cuatro puestos más allá me encuentro ese mismo objeto puesto a la venta con un precio “de salida” 10% menor de lo que yo finalmente pagar por él…

Así que, si alguna vez vas de compras a Kowloon, sigue mi consejo: sé mucho peor que implacable: ¡sé inhumanamente cruel!

.

Publicado en Consumo, Viajes | 8 comentarios

Lamma: el sueño de Hong Kong

.

Si una ciudad pudiese soñar, Hong Kong soñaría con Lamma.

Algunos rascacielos de Hong Kong vistos desde Lamma

Algunas de las torres de Hong Kong vistas desde Lamma

Apenas a dos kilómetros frente a sus costas y a poco más de diez minutos en ferry cruzando el canal, esta pequeña isla desdibuja su incierto perfil sumida en esa eterna bruma que habita el cálido mar del sur de China. Con su aletargada vida pesquera, sabia y discreta como el olvido, Lamma es el plácido yin con que el incesante ajetreo de Hong Kong contrasta su yang; el reposo y la calma de un lobulado reducto peatonal, antagónico al vertiginoso babel cartesiano de fugas y prisas; un enclave natural y selvático frente al imperio vertical del acero y el cemento; una economía modesta y sin pretensiones frente a la exigente tiranía del crecimiento, el consumo y las finanzas.

El tradicional barquito que hace de taxi local entre el dédalo de embarcaciones

El tradicional barquito que hace de taxi local entre el dédalo de embarcaciones

Cuatro líneas de ferry, a través del canal, enlazan el área metropolitana de Hong Kong con sendos pequeños y tranquilos puertos pesqueros de Lamma; y este mismo canal que los comunica es el que hace de frontera y barrera, invisible y difusa, entre el ajetreo de una parte y la paz de la otra. Así, lo primero que siente el pasajero recién desembarcdo al poner sus pies en la isla es el perenne sosiego que aquí reina, y el alivio por haber dejado atrás las urgencias y las prisas; y, si es su primera vez en Lamma, muy pronto advertirá otra grata circunstancia: la total ausencia de vehículos: salvo unos contados, minúsculos motocarros para el reparto local, aquí sólo bicicletas y peatones circulan por las estrechas y tranquilas calles, por los angostos y bien cuidados caminos. Lamma es, desde luego, una isla de reposo.

Uno de los barrios más curiosos y viejos de Yung Shue

Uno de los barrios más curiosos y viejos de Yung Shue

Viejos recuerdos de la China imperial, aún presentes en Lamma.

Viejos recuerdos de la China imperial, aún presentes en Lamma.

A lo largo de sus calles se alinean pequeñas tiendas y restaurantes, junto a los consabidos hospedajes familiares; y, aunque abundan los turistas y no faltan residentes expatriados, el lugar tiene su propia vida y sabor locales que poco necesitan al forastero: quien sepa mirar tras los comercios más vistosos, cuyos precios y letreros están dedicados a la clientela foránea, observará una población permanente, feliz y tranquila, de ciudadanos asiáticos que han preferido habitar este retiro, o que no han sucumbido aún al glamour de Hong Kong.

Arranque del camino a Sok Kwu

Arranque del camino a Sok Kwu

El camino a Sok Kwu se adentra en la espesura.

El camino a Sok Kwu se adentra en la espesura.

Desde Yung Shue, el principal pueblecillo de la isla, mi paseo favorito son los cuatro quilómetros de ondulante camino, vigorosas  pendientes y variado paisaje, que lleva hasta el pequeño puertecillo pesquero en la bahía de Sok Kwu, sobre el litoral opuesto, donde una docena o más de restaurantes se alinean sin solución de continuidad, ofreciendo al visitante su exposición de sugerentes peceras con marisco y pescado, o sus vitrinas repletas de cautivadoras botellas de cerveza bien fría.

Piscicultivos en Sok Kwu, tras un recodo del camino.

Piscicultivos en Sok Kwu, tras un recodo del camino.

Para dar gusto y cabida a los comensales más perezosos tiene Sok Kwu su propia terminal de ferry que enlaza directamente con la gran metrópoli, de  modo que puedan llegar, comer y marcharse en un rápido vini, vidi, vinci; pero yo prefiero, desde luego, el doble paseo desde Yung Shue, que me despierta la sed y el apetito a la ida, y me ayuda a bajar la digestión a la vuelta. Ya de regreso, me siento en cualquier terraza para beber un té despacioso mientras observo a la gente.

El pequeño puerto pesquero de Sok Kwu

El pequeño puerto pesquero de Sok Kwu

Y así vuelan en Lamma los días con paradójica lentitud de sus horas; y esta naturaleza dual del tiempo, esta montaña mágica de Mann, actúa sobre mí como un narcótico, haciéndome sentir que no soy real, sino como si Hong Kong, soñando con esta isla, me soñase a mí también.

mirandoAlMar

Pequeña playa soñolienta de Hung Shing Ye

Publicado en Viajes | 2 comentarios

Sabores de Japón

(Pincha en cualquier foto para verla ampliada.)

toriyaki3

Fue de pura chiripa encontrar este restaurante japonés en el distrito Shekou de Shenzhen (China); ¡y vaya un descubrimiento! Se ajustaba al dedillo a mis preferencias: buffet libre de comida japonesa, de una exquisita calidad, experta cocina, todo preparado frente al cliente, en su misma mesa, con una limpieza extrema, una gran variedad de platos, batidos, zumos naturales, postres y lo que sea; todo lo que puedas beber y comer durante dos horas, por el ridículo precio de 20 €. ¡Dios mío!

toriyaki2

Cuando llegas, te sientan a una gran mesa con una docena de otros comensales, donde hay dos enormes planchas, cada una a cargo de un cocinero. Coges el menú y empiezas a pedirle todo lo que quieras a un camarero, que pasa tu orden a la cocina, donde a su vez preparan los ingredientes para los cocineros; y una vez éstos reciben las bandejas, cocinan, fríen, cuecen, hierven o hacen lo que cada plato requiera, sin más ayuda que dos espátulas grandes, una en cada mano. Todo se prepara en las planchas; incluso cocer huevos, a base de verter agua sobre la plancha caliente a su alrededor y cubriéndolos con una tapa semiesférica. ¡Impresionante!

toriyaki1

Muy pocas veces en la vida me he dado un festín semejante: sushi, sashimi, tenpura, carpaccio (o sea, sashimi de ternera), pescado fresco, la mejor carne de ternera asada con cebolla, batidos de mango y de plátano, zumo de sandía y de papaya, ensalada de frutas, ensalada de mango y foie-gras, ostras, vieiras, langostinos, vino… Incluso helado Haagen-Dazs de postre. En lugares y ocasiones como ésta, hay que dejar a un lado cualquier pensamiento de dieta, por supuesto.

Pero lo mejor de todo es ver a los cocineros, cómo lo hacen todo con sus espátulas, que manejan a la velocidad del rayo: desde extender el aceite hasta trocear la carne, desde mezclar los ingredientes hasta servir los platos, desde cortar la mantequilla hasta dejar la plancha limpia como una patena, todo hecho con una destreza y una ejecución impecables. Un verdadero espectáculo. Sólo contemplarlos vale bien el precio del buffet, así que bien puede uno considerar que el resto, o sea la comida, es gratis. ¡Chapó!

Lo que me pregunto es: ¿cómo le ganarán dinero a ese restaurante?

Publicado en Viajes | 2 comentarios

El abandono

DSCF1541

Cuando ascendí al empleo de capitán en el ejército, me destinaron al archivo histórico central. Era un puesto que nadie quería, por tener la mayoría de mis compañeros de ascenso aún el espíritu guerrero y aspirar, por tanto, a destinos más operativos, con mando efectivo sobre tropa y, a ser posible, con oportunidades de intervención no ya en maniobras, sino en cualquiera de los conflictos reales repartidos por el mundo. A mí me habían asignado el archivo un poco a modo de castigo, por mi espíritu crítico y contestatario, pero lo que mis superiores ignoraban era que, con dicho castigo, me habían dado todo el gusto, pues yo habría solicitado ese destino de todas maneras.

De aquella enorme sala que ocupaba el archivo, más bien oscura, abarrotada de estanterías alineadas como soldados en perfecta formación y llenas hasta la última balda de libros y legajos, a mí me interesaba un único documento: se trataba de un grueso diario manuscrito, más bien una biografía, que narraba una buena parte de la vida de un soldado, más tarde llegado a comandante, que yo tenía fundadas razones para creer había sido mi padre. Entre las páginas de ese cuaderno había una única fotografía, en blanco y negro, en la que cuatro soldados se reían, en actitud de franca camaradería, recostados sobre la tierra pedregosa de un encinar. Por el envés, en una caligrafía antigua que no era la misma con la que estaba escrito el diario, sólo había una fecha: marzo 1936.

Como responsable del archivo, tenía absoluta facilidad para consultar aquel documento con el detenimiento y la extensión que me pluguiesen; y, por supuesto, lo leí entero más de una vez con verdadero interés no solamente histórico sino, huelga decir, personal. En cada nueva ocasión, me fijaba en detalles que me habían pasado desapercibidos en la anterior; escudriñaba fechas, nombres, topónimos y referencias que pudieran ayudarme a averiguar algo más de aquel personaje a quien, por razones que ya se verán, yo atribuía mi paternidad.

El diario comenzaba así:

“Si hay algo que no puedo soportar, es el abandono.

Al cumplir los dieciséis años salí de la casa de mis padres, dejé el pequeño pueblo en el que vivíamos y me fui de voluntario a la mili. Nunca tuve la intención de abandonar para siempre mi tierra querida, con sus áridos campos, sus pinares y sus robledos, con sus casas y aldeas del mismo color que el sustrato geológico de aquellos montes, con su centenar de inolvidables aromas y con alguna moza que me había hecho suspirar; pero quise conocer otros lugares y otra gente (aunque más tarde descubrí que la gente era igual en todas partes), escapar durante una larga temporada del abrazo protector de madre y de la ciega rutina campesina de padre, aprender quizá un oficio que no hubiera en el pueblo y, en suma, dar libertad a mis jóvenes energías.

Pero la guerra estalló poco después de haberme incorporado a filas y pasé los siguientes cuatro años luchando en el frente, al que sobreviví, ayudado por Fortuna, sin más que unos rasguños y una notable pérdida de audición en el oído izquierdo. No voy a contar los horrores de la guerra porque ya  muchos otros los han descrito sobradamente con mayor o menor acierto y porque, en el fondo, yo no lo pasé mal: a pesar del peligro a que estábamos expuestos cada día, o tal vez por eso mismo, había en el frente un sentido humano de la camaradería, de la amistad y la lealtad que jamás he vuelto a encontrar en parte alguna.

Al acabar la guerra, nos concedieron un largo permiso que aproveché para regresar a mi pueblo; fue un largo viaje, cambiando varias veces de autobús, haciendo largos trechos caminando, o bien pidiéndoles jalón a algunos coches particulares que pasaban. Por aquellos días, los militares viajábamos gratis a todas partes. Yo había emprendido este camino con otros compañeros que eran también de por allí, de lugares cercanos a mi pueblo, pero yo era el único que no descartaba la idea de quedarme. Los demás, decían, querían emigrar a alguna ciudad; yo sólo quería volver al campo, abrazar a padre, besar a madre y no separarme ya de ellos.

Pero cuando llegué a la aldea la hallé totalmente abandonada. El sol pegaba con fuerza en las fachadas de piedra y barro, acentuando la sensación de soledad. No quedaba un alma allí, nadie siquiera que pudiese darme razón del destino de sus pocos habitantes. Mi casa estaba cerrada. Fui hasta el pequeño cementerio tras la iglesia y encontré bajo una misma lápida las iniciales de mis padres, junto a un año: 1937. Pese a que nunca, durante los años de la guerra, tuve la sensación, el presentimiento o el temor de que pudiera pasarles algo, lo cierto es que no me sorprendió ni turbó mi ánimo ver aquella tumba. Quizá había visto ya tanta muerte que había dejado de impresionarme. Lo que, en cambio, sí me dolía en lo profundo del alma era el abandono del pueblo. Recé una oración, corté unas flores que puse junto a la pequeña cruz y luego, cabizbajo, comencé a caminar por la vereda polvorienta hacia el pueblo grande más cercano…”

(NOTA: Este fragmento ha sido, en su totalidad, fruto de un sueño; me he limitado a transcribirlo tal como lo recordaba al despertar; por eso, siendo mi imaginación mucho más pobre que mi fantasía onírica, nunca podré concluirlo, salvo que otra noche, a lo mejor, sueñe su continuación.)

Publicado en Relatos | Deja un comentario