Captando el alma polaca.

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Conducir por Polonia supone un cierto desafío y, ante él, los motoristas debemos extremar las precauciones; en todos los sentidos.

Pese a tener una vasta red de ferrocarriles que llega hasta el último rincón y pueblo del país, al salir esta nación de la órbita socialista y entrar en Europa optaron por la apuesta facilona y cortoplacista: el transporte por carretera. En lugar de modernizar sus vías, trenes e instalaciones ferroviarias, se vendieron a la poderosa industria del motor y desde entonces invierten los fondos para desarrollo en la infraestructura del asfalto y en fomentar el uso (o al menos la compra) de coches y camiones. De modo que sus rutas soportan un tráfico muy considerable, lo que, unido a sus agresivos hábitos de conducción y sumado al pobre pavimentado de, aún, muchas de sus carreteras, resulta en una experiencia vial algo peligrosa.

Polonia es, por ejemplo, el único país donde he visto esta señal de tráfico:

koleiny

Koleiny.

Koleiny son unas ondulaciones o canales longitudinales que se producen y quedan en el asfalto de mala calidad al paso continuado de tráfico pesado en los días de mucho calor. Estas ondulaciones, que normalmente tienen el ancho de vía de un camión, pueden “apoderarse” del volante de nuestro vehículo y hacernos perder el control de la dirección. En moto, el peligro es aún mayor, al verse modificado el plano sobre el que las ruedas apoyan.

Por otro lado, aquí es costumbre adelantar sobre línea contínua y -peor aún- con tráfico de frente cuando la anchura de los arcenes lo permite, de modo que los conductores dan por sentado que tanto el vehículo adelantado como quien circula en sentido contrario han de echarse a su derecha para permitir el adelantamiento de los cagaprisas. Y no se te ocurra protestar, porque te sacarán el índice por la ventanilla y, si es preciso, se detendrán para enzarzarse contigo en una pelea a puñetazo limpio, uno de los pasatiempos favoritos en las naciones eslavas.

No hace falta decir, por último, que a los polacos en general les fascina la velocidad y los adelantamientos en cadena; de manera que, entre unas cosas y otras, el extranjero que se aventura a conducir por este país debe andarse con mil ojos y mucha calma.

A lo largo de este viaje estoy escogiendo siempre carreteras de segundo o de tercer orden, pero en Polonia eso puede resultar una equivocación, porque estas últimas están con frecuencia en muy mal estado, con un pavimento tan rugoso y lleno de parches que parece uno estar conduciendo sobre adoquines, como me ha ocurrido innumerables veces estos días.

La ruta más o menos directa que he seguido desde Miedzylesie hasta Torun (mi siguiente objetivo importante) me ha llevado tres días. Primero he pasado por Breslavia, una bonita ciudad en rápido proceso de modernización (con la consiguiente pérdida de su carácter) donde he pasado una noche para quedar con un amigo; y después he seguido hacia el norte cruzando inacabables llanuras de sembrados y explotaciones agrícolas. El sol ha apretado fuerte, con máximas de hasta 37 grados y una humedad sofocante. Esta tierra — pese a que mis amigos polacos se ríen cuando lo digo — tiene en verano un clima tropical, con altas temperaturas, mucha humedad y, consiguientemente, frecuentes y aparatosas tormentas vespertinas. Una de ellas, la más fuerte, me cayó el día que hice parada en Jarocin, un pueblo en pleno centro de esta aburrida región. Por suerte, empezó a llover cuando anochecía y yo estaba ya a resguardo en la habitación del hotel.

En cuanto a lo del aburrimiento, me refería sólo al trazado recto de las carreteras, porque en general, sobre todo si uno sabe mirar a su alrededor con ojos verdaderamente curiosos, hay muchas cosas interesantes en este país que, hasta antesdeayer, como quien dice, ha vivido en la órbita del socialismo soviético.

Estación de Sulów Milicki.

Estación de Sulów Milicki.

Una de esas cosas, de las que a mí me fascinan, son sus estaciones de ferrocarril, con sólidas y duraderas construcciones de ladrillo, casi siempre descuidadas cuando no en semiabandono, su entramado de raíles, sus muelles de carga y los sempiternos vagones de mercancías olvidados en las vías muertas, todo ello muda muestra de un pasado cercano, que nos habla, desde el silencio y la quietud, de una actividad y una vida que ya no existen.

Estación de Kobylin.

Estación de Kobylin.

Dejo para otra ocasión -uno de esos proyectos eternamente aplazados- realizar un viaje y reportaje fotográfico por todos esos cientos, quizá miles de estaciones polacas que, con su aire de abandono, parecen estar soñando con tiempos que ya no han de volver.

Ropas a tender junto al andén 3.

Ropas a tender junto al andén 3.

Otro de los signos de identidad de este país aún predominantemente rural son sus viejos molinos de viento, ya en total desuso, que podemos encontrar repartidos por toda su geografía. Me gusta -como a buen enamorado del pasado- llevar mi imaginación hacia aquellos días en que las familias se afanaban en labores agrícolas junto a estas o similares construcciones, cuando la vida era tanto más dura para el cuerpo cuanto más sencila para el espíritu, los amores se forjaban en el campo y durante lustros no había que adaptarse a más cambios que los que imponían las estaciones. Y aún hoy, pese a toda la modernización, no es difícil encontrar en Polonia decenas de localidades cuya atmósfera ha de recordar bastante a esa de tres décadas atrás.

Junto a un viejo molino.

Junto a un viejo molino.

Para acabar este capítulo, cómo no, además de Juan Pablo II y mucho antes que él, la Virgen María protegiendo el campo, las cosechas y las casas de este pueblo que ha sido tradicionalmente tan católico y devoto, hasta que la reciente y repentina intrusión del mercado global y el materialismo sin coto han venido a redimirlos de sus religiosas supersticiones y a abirles los ojos hacia los nuevo dioses de la moda y el consumo.

Virgen María velando por el pueblo.

Virgen María velando por el pueblo.

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Memento mori

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Poysdorf es sólo un pueblo de frontera, pero con un tráfico considerable, por estar sobre la ruta principal entre Viena y Brno (estas cuatro letras no son una abreviatura de Barcelona, sino una ciudad checa que se llama así, Brno, por tonto que parezca). Tráfico por el cual la Unión Europea lo ha compensado con unos caramelitos, es decir subvencionando un parquecillo y -desde luego- costeando el asfaltado de la carretera. Pero si logramos darle la espalda al continuo pasar de vehículos y olvidarnos de ellos, resulta un pueblo con cierta gracia.

Salí de Viena por la mañana, tras mi breve estancia logística allí, y he decidido hacer noche antes de la frontera (aunque sólo he recorrido sesenta y cinco quilómetros hoy) porque tengo pensado cruzar mañana Chequia de un tirón sin detenerme a tomar ni un café. Nada en contra de los checos, pero para sólo un día no me vale la pena cambiar moneda ni intentar familiarizarme con otro país.

El hotel que he buscado en Poysdorf por internet, Eisenhuthaus, me complace desde el primer momento: una casa renovada con habitaciones grandes e impecables pero no suntuosas, un luminoso y tranquilo patio-terraza interior de aspecto mediterráneo, y unas empleadas simpáticas y serviciales. Como he llegado pronto y tengo toda la tarde por delante me doy un largo paseo por el campo, sembrado de viñedos. Esta región de Austria es vinícola, y en Poysdorf hay un par de bodegas cuyos caldos probaré después.

Al regresar de la caminata vengo a dar de bruces al cementerio del pueblo y se me antoja hacerle una visita. No soy un necrófilo, pero me gusta entrar en los camposantos de vez en cuando porque me ayuda a centrarme, a relativizar las cosas y tomar perspectiva de la vida; me imbuye cierta calma, pese al dolor emocional con el que contemplo siempre la idea de la muerte.  Me resulta útil -creo- este memento mori, recordar que vamos a morir, y que todas nuestras ambiciones y luchas, esfuerzos y esperanzas, cuitas y alegrías, todos nuestros amores, amistades y familia, las metas, los éxitos y también los fracasos, el conocimiento y sabiduría atesorados a lo largo de fatigosas décadas, el placer y el dolor… recordar que todo eso se lo tragará la nada en un instante infinitesimal, el último suspiro tras el que ni siquiera quedará el absurdo de todo ello, ni un recuerdo -a la larga- en la memoria de nadie. ¡Y triste consuelo sería aunque este recuerdo quedase!

Humilde cruz de hierro en el cementerio, junto a la Iglesia.

Humilde cruz de hierro en el cementerio, junto a la Iglesia.

Memento mori. Una lápida cualquiera en el cementerio de Poysdorf.

Memento mori. Una lápida cualquiera en el cementerio de Poysdorf.

Mas, pasado este instante sombrío, digamos: el muerto al hoyo y el vivo al bollo. Puesto que aún estamos aquí, ¡vengan esos vinos austriacos! Pido en el restaurante un par de ellos al azar, blancos, seco y semi-seco, que encuentro de muy buen paladar. No es que entienda yo mucho de vinos; más bien sólo sé, como dice aquel, si me gustan o no me gustan. Pero tengo ya probados varios cientos y, desde luego, estos de Poysdorf no han desmerecido en absoluto. Me apunto la región en la memoria.

Al día siguiente subo a lomos de Rosaura y, como he dicho, nos lanzamos a cruzar Chequia de un tirón. Justo al salir de Austria el marcador me indica que ya he dejado atrás, bajo las ruedas de la moto, cuatro mil quilómetros en este viaje a ninguna parte. No habiendo fijado un destino, ¿cuántos me quedarán por delante?

En cuanto llego a Polonia me siento como en casa. No es mi primera vez aquí, desde luego. Polonia es mi patria chica, un país que me ha visto gozar y sufrir casi como ningún otro, que me ha regalado sin medida glorias y sinsabores. Y es al entrar de nuevo cuando me doy cuenta de que, sin saberlo, lo había escogido como primera meta en este viaje. Por otra parte, también “ayuda” a sentirse en casa el hecho de que este, como España, es un Estado policial: aquí vuelve uno a encontrarse con la vigilante burocracia administrativa, la presencia de la policía en las calles (aunque por suerte no en las carreteras, de modo que los españoles seguimos en cabeza) y el control de la documentación al registrarse en los hoteles.

Poczta Polska, el servicio postal polaco.

Poczta Polska, el servicio postal polaco.

Apenas a ocho quilómetros de la frontera encuentro un pequeño pueblo llamdado Międzylesie, y en él un desfasado hotel llamado Zamek, que significa castillo, o palacio en este caso. Su decadencia me cautiva al primer golpe de vista, con esos grandes salones y oscuros pasillos, el mobiliario anticuado, la música de los 70, enormes habitaciones de altas ventanas, todo en madera vieja. Un lugar silencioso es, que más parece monasterio que hotel. Mi cuarto mira justo sobre la terraza del restaurante en el gran recinto interior, donde unas mujeres se afanan en labores caseras de restauración y unos hombres queman, en mitad del césped, algunas maderas. Pero las voces y los ruidos parecen venir de muy lejos, como si el aire estuviese enrarecido y el sonido viajase más despacio aquí.

El hotel Zamek Miedzilesie.

El hotel Zamek Miedzylesie.

El sitio está casi vacío, y en los tres días que paso aquí, porque me siento la mar de a gusto, no me cruzo con otros clientes que un matrimonio de mi edad y su hija, una jovencita muy mona y con buen tipo que se pasea delante de mí, como quien no quiere la cosa, para que yo la mire. Y yo la miro, sí, pero con el rabillo del ojo; finjo ignorarla para no alimentar su vanidad.

En la primera tarde, mientras reconozco el pueblo, tomo únicamente dos fotos; y al revisarlas después me doy cuenta de que casualmente encierran, ellas solas, una gran parte de la realidad social polaca. Si tuviera que resumir este país en sólo un par de imágenes, esta combinación podría ser idónea.

La primera refleja la veneración de la nación polaca al beatificado papa Juan Pablo II: no hay prácticamente una sola localidad que no tenga como mínimo una imagen o estatua suya.

Polonia venera a Juan Pablo II.

Polonia venera a Juan Pablo II.

La segunda capta una escena repetida hasta el hartazgo en las calles y parques de este agridulce país: un grupito de hombres bebiendo cerveza, desafiantes, a menudo descamisados y siempre, siempre con la palabra kurwa (puta) en la boca, casi el único contenido de sus mensajes.

A esto lo he acuñado yo como "kurwing around".

A esto lo he acuñado yo como “kurwing around”.

A la mañana del tercer día preparo las maletas y me despido del hotel. El matrimonio y su hija se fueron ayer, dejando una mayor sensación de soledad aún. Y yo me dirijo hacia el norte, a Breslavia, y después más allá, hacia la tediosa llanura polaca.

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España, líder absoluta en opacidad bursátil

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Hoy recibo de mi bróquer la siguiente información:

“Estimado cliente:

Actualmente el periodo de liquidación de las transacciones bursátiles en mercados europeos es: fecha de contratación + 3 días hábiles (D+3), excepto en Alemania, Eslovenia y Bulgaria, donde es D+2.

A partir del 6 de octubre de 2014, los siguientes países cambiarán a D+2 , lo que disminuirá la ineficacia de los mercados y mejorará la transparencia:

Austria, Bélgica, Croacia, Chipre, Chequia, Dinamarca, Estonia, Finlandia, Francia, Grecia, Hungría, Islandia, Irlanda, Italia, Letonia, Lituania, Luxemburgo, Malta, Holanda, Noruega, Polonia, Portugal, Eslovaquia, Suecia, Suiza y Reino Unido.”

¿Advierte el lector alguna ausencia?

Las autoridades españolas -continúa el comunicado- han anunciado que, si bien los valores de renta fija cambiarán a D+2 a partir del 6 de octubre, no se espera que las acciones realicen el cambio hasta finales de 2015.”

¡España tenía que ser la excepción! Siempre a la cabeza de Europa cuando se trata de evitar la transparencia y darles vidilla a los bancos a costa de los inversores. He estado a un tris de calificarlo como república bananera, pero ¡dónde va a parar! Esto es mucho peor.

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Rock me Amadeus!

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Pese al chaparrón que me cayó en Lago Como y a la llovizna intermitente de hoy, cada día estoy más contento por haber decidido traerme el casco jet para este viaje, ya que me proporciona una visibilidad sin límites y una sensación de libertad sin obstáculos. Ha sido un gran acierto.

Desde la tormenta de anoche el cielo no ha despejado, y la mañana amanece nublada, así que me pongo el pantalón impermeable por si las moscas. Como mi próximo destino es Viena, donde quiero visitar a una amiga y de paso cambiar el neumático trasero, escojo una ruta que, desde Breitenberg, va bordeando la frontera checa y cruzando bonitos pueblos de sierra. En uno de ellos adelanto a un curioso grupo motero estilo “nostalgia”: un puñado de jubilados, o prontos a serlo, que van haciendo una rutilla a horcajadas de sus peculiares ciclomotores, muchos de los cuales son pura y llamamente una bicicleta con un motorcito engrando a la cadena. Me detengo un poco más adelante para hacerles unas fotos y me agradecen el gesto con efusivos saludos. ¡Con cuánta frecuencia los moteros más humildes son los más apasionados! Algo que los conductores de moto grande tendemos quizá a olvidar.

Grupillo de ciclomoteros a la altura de Ulrichsberg, Austria.

Grupillo de ciclomoteros a la altura de Ulrichsberg, Austria.

En Freistadt hago una parada bastante larga, recorro sus calles adoquinadas, me tomo una cerveza en la apacible plaza central y, finalmente cautivado por el tranquilo y acogedor aspecto de su casco antiguo, decido buscar alojamiento para la noche aunque apenas haya recorrido poco más de un centenar de quilómetros hoy; pero resulta que la ocupación hotelera es bastante alta y no encuentro hospedería que me convenza, así que continúo por la ruta 38 hasta que llego a un pueblecillo llamado Langschlag, donde hay un hotel ajustado a mi gusto y presupuesto. Me llama la atención que en esta zona de Austria sea frecuente que los hoteles tengan sauna, así que aprovecho para regalarme una sesión de esta actividad, que se cuenta entre mis favoritas. Aprendí a disfrutar la sauna, junto con todos sus secretos, cuando estuve viviendo en Finlandia y, desde entonces, no desperdicio ocasión.

Según estoy cenando en la terraza acristalada -plagada de moscas hasta un punto casi insufrible- del restaurante, me fijo en un pequeño bar otro lado de la calle, con una bicicleta soldada sobre el tejado a modo de reclamo, y un letrero: Villa Kunterbunt, la versión alemana de Villa Villekulla, el hogar de Pippi Laungstrump en el original sueco. Un detalle sin importancia que me trae los recuerdos, no necesariamente plácidos, de aquella inquietante niña que siempre me inspiró una mezcla de atracción (pues vivía yo el despertar de la líbido) y repulsión, o quizá desconfianza, por tanto como la pecosa mocosa de pelirrojas coletas desencajaba con las pautas de conducta que me fueron enseñadas como aceptables, por no mencionar las deseables.

Por cierto, me ha sorprendido no poco el hecho de que, en el corazón de esta Europa normalizada, Austria sea un país tan permisivo con el tabaco: en todos los bares y restaurantes está permitido fumar y, a lo sumo, algunos de ellos tienen una zona para no fumadores. Nunca lo habría imaginado de nación tan avanzada; aunque… ¿lo es realmente? Mi primera impresión de Austria, diez días atrás, al cruzar desde Italia, fue la de que estaba por delante de Alemania; y tal vez así sea en su zona frontera con ambos países, la mitad occidental, en plenos Alpes. Pero en esta región junto a Chequia y Eslovaquia en cuanto se rasca un poco salta el esmalte y se advierte el país del este. Así me lo ha parecido, al menos, en Viena. No es imposible que estas diferencias entre el este y el oeste que yo percibo hoy sean aún la herencia de la ocupación soviética de Austria oriental tras la SGM o quizá -¿quién sabe?- de la mayor influencia que aquí tuvo el imperio Austro-Húngaro (frente al previo Romano-Germánico, centrado más al oeste). ¿Estaba, después de todo, en lo cierto Hitler cuando predicaba que Austria occidental debería ser parte de Alemania? Pero también es posible -o incluso probable- que no existan tales diferencias más que en mi percepción, o que -de ser ciertas- se deban a razones climáticas antes que sociales.

Después de pasar la noche en Langschlag, Viena ha sido mi siguiente etapa. La ciudad de los sueños y de la música, o de los cuatro poderes, como también se la llamó, escenario del inolvidable e irrepetible film El tercer hombre. Y aunque durante todo el camino hacia aquí no podía dejar de tararear la excelente canción de Falco, Rock me Amadeus, lo cierto es que Mozart no era austriaco (no podía haberlo sido, ya que Austria ni tan siquiera existía por aquella época), sino del Sacro Imperio Romano (del cual suele decirse que ni fue sagrado, ni era imperio, ni mucho menos romano); y su padre (el de Mozart, se entiende) era de Augsburgo, que he visitado unos días atrás. O sea, un alemanote.

En fin, no voy a meterme ahora a historiador. Zapatero, a tus zapatos. De hecho, y especialmente en Viena, ciudad monumental, artística e histórica donde las haya, me doy cuenta de lo mucho que dejo de entender y de las limitaciones que este desconocimiento impone a mi visita. Pero quien no lo ha hecho a su edad, de universitario, o acaso un poco más tarde, no puede (es un decir) a mis años ponerse a estudiar historia, disciplina que requiere toda una vida de dedicación. Así que paseo por las calles del casco antiguo un poco a ciegas, mirando pero sin ver, viendo pero sin comprender; y, perdida la componente cognitiva, sólo me queda la emotiva; pero aquí es donde Viena hace agua (por no decir que quien la hace soy yo): y es que sus edificios y monumentos, por mucho mérito y significado que tengan, no pueden sorprender demasiado -desde un punto de vista estético- a cualquier español que se haya dado una vuelta por su propio país. Es lo malo que tiene el mucho viajar: que se pierde la capacidad para sorprenderse con los lugares nuevos.

Y como no es cosa de poner aquí una galería de imágenes de Viena, voy a subir sólo lo que más llamativo me ha resultado, por la fuerza que transmite tanto su composición como las caras de sus personajes. Se trata de la fuente Die macht zur See (“El poder en el mar”), que al parecer se esculpió para simbolizar el poderío naval austriaco. Representa a una mujer joven (Austria) en una nave dominando a los poderes marinos.

El poder en el mar. Palacio de Hofburg. Viena.

El poder en el mar. Palacio de Hofburg. Viena.

Son de ver la extraordinaria expresión iracunda del dios Neptuno y el miedo reflejado en el rostro del anfibio al que parece estar sometiendo.

neptuno

anfibio

Mas no todo es gloria y esplendor en Viena, que también tiene su acento de ciudad este-europea: los viejos tranvías, a veces cochambrosos; el extrarradio de anchas avenidas flanqueadas por feos y uniformes edificios de cemento; las calles mal pavimentadas, llenas de baches y charcos, la mucha presencia policial y otros detalles más sutiles que a qiuen no haya vivido nunca en esta parte de Europa le costaría trabajo apreciar, como por ejemplo el estilo de conducir o el carácter arisco y peleón de cierta abundante clase social.

En una nota más desenfadada, y para alegrar la vista, he aquí una camioneta que pasea las calles de Viena sugiriendo un promisorio cargamento. Si alguno de mis amigos me dice que nunca ha soñado con algo así me costaría trabajo creerlo.

Seamos sinceros, muchachos: ¿quién no ha soñado nunca con algo por el estilo?

Seamos sinceros, muchachos: ¿quién no ha soñado nunca con algo por el estilo?

No es un mal colofón para este capítulo. En total, tres días en Viena. La goma trasera de la moto estaba ya muy gastada (14000 km) y he tenido que cambiarla aquí, pese al precio algo abusivo. Por cierto, nada más ponerla he notado la diferencia con la original: este Michelín Pilot se pega mucho mejor al asfalto que el Continental que traía de serie; ¡dónde va a parar! De hecho, lo que yo pensaba era un punto flaco de la F800GT (me culeaba con facilidad en las curvas) ha resultado ser sólo un problema del neumático. Siempre es una buena noticia.

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La buena tierra

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Decía un par de capítulos atrás que Alemania era un país aburrido, pero qué duda cabe de que no necesariamente ha de serlo. De hecho, una vez recargadas las pilas gracias a mi larga estancia en Bamberg, el día que finalmente continúo viaje me ha salido una de las rutas más amenas que haya podido hacer por este país: primero hacia el sudeste por la 470, una carretera encantadora, llena de curvas (sobre todo a partir de Wiesenttal) y de armoniosos y geológicamente peculiares paisajes.

Tuchersfeld ha sido, tal vez, el pueblo de entorno más singular que he encontrado por el camino, con sus hermosas y tradicionales casas embutidas entre unas peculiares formaciones rocosas que le dan una personalidad característica.

El peculiar entorno rocoso de Tuchersfeld

El peculiar entorno rocoso de Tuchersfeld.

Ahí, y tras subir a lo alto de la roca que se ve en la foto por un sendero más difícil y largo de lo que parece, he aprovechado la parada para tomarme una cerveza y pedir algo de almuerzo.

Después, con el mismo rumbo SE y siempre por carreteras secundarias (bastante aceptables para la moto), he continuado hasta que, con el sol empezando ya un poco a declinar, un pequeño letrero junto al arcén me ha guiado hasta un acogedor hotel (Panorama am See) en el pequeño pueblo de Gütenland, que supongo significa buena tierra.

Buena tierra, fértil tierra.

Buena tierra, fértil tierra.

Y en verdad que lo es, sobre todo a la luz de este maravilloso y templado atardecer, con sus graneros y cuidadas casas sobre una colina junto al embalse de Eixendorfer, el trigo resplandeciente bajo los rayos del sol, ciervos y gansos en una granja vecina…

En una granga de Gutenland.

En una granja de Gutenland.

Pese a lo pequeño y escondido del lugar hay bastantes clientes en la terraza, muy bien ubicada, del restaurante. Pido una ensalada con trozos de carne de ciervo y media botella de vino del país, blanco. Regalándome con la vista del embalse saboreo cada bocado del plato, muy bien cocinado, y cada sorbo del vino.

Vista desde la terraza-comedor del hotel Panorama am See

Vista desde la terraza-comedor del hotel Panorama am See

Por último, bien satisfecho el apetito, y por considerar que el caminar es un complemento casi obligatorio para el viajero motorizado, me he dado un largo paseo por las aldeas vecinas: Seebarn, Haslarn y Stetten. Y este paseo me inspira unos pensamientos del mismo género, tal vez, que los que exponía hace dos capítulos: siendo las casas de los pueblos alemanes todas preciosas, rodeadas por su linda parcela de césped y arbolitos, impecablemente limpias, con su jardín bien cuidado, sus bonitos quitaluces de madera, sus ventanas con visillos de encaje, sus arriates florecidos, sus cercados de tablas bien pintadas y una humeante chimenea, como esas casitas con las que jugábamos en nuestra infancia o las que recortábamos y pegábamos en manualidades, casas de ensueño, de fábula; siendo, por otra parte, toscas y pobres las de los pueblos mediterráneos, irregulares y dispares, con sus pequeños ventanucos abriéndose sobre las paredes medio desconchadas, sin jardín, carcomida la carpintería de sus fachadas, con piedras sujetando las tejas del alero o uralitas haciendo parche, sin árboles y con veinte otros defectos, tienen en cambio estos pueblos de España, Italia o Francia, de calles estrechas, arcos, pasadizos y misteriosos rincones, tienen un encanto y un duende que a los germánicos les falta. Quizá cada casa, considerada por separado, sea por término medio más bonita aquí que allí, pero el conjunto de allá resulta bastante más atractivo que este. O, al menos, así me lo parece. ¿Estamos de nuevo ante una paradoja, en este caso estética, de la perfección?

La mala hierba puede ser, por contraste, la más hermosa.

La mala hierba puede ser, por contraste, la más hermosa.

 

* * *

Y ya es otro día. Como estoy dirigiéndome de nuevo hacia Austria, continúo el mismo rumbo sureste de ayer, escogiendo las carreteras más alejadas del mundanal ruido, que son las más cercanas a la frontera checa y que pasan por pueblos perdidos como Waldmunchen, Lohberghunte, Frauenau, Freyung y, por último, Breitenberg, casi en la misma frontera. Todo son bosques aquí, en esta región de Alemania; enormes extensiones de floresta frondosa y umbría. Algún ignorante conozco yo que desprecia los bosques europeos porque son -según él- replantados. La ignorancia es atrevida, decía con frecuencia mi abuela.

La tormenta se ha venido de repente, casi con susto de sí misma. Cierto es que la tarde ha ido poblando de nubes el cielo hasta dejarlo por último cubierto, pero no oscuro ni amenazador. La cena en el gaststätte Pension Jagdhof (muy rica; ¿quién dice que los alemanes no tienen cocina?; de nuevo esa ignorancia) ha sido en el patio trasero, al aire libre, y aún he tenido tiempo para darme un atrevido paseo cruzando por medio de un pequeño bosquecillo, silencioso, húmedo y oscuro (tanto que, al salir, la luz de la tarde me ciega la vista) que iba a parar cerca del caserío de Ungarsteig.

Regreso, ya por la carretera, a la habitación del gaststätte. Empieza a hacerse de noche mientras preparo algunas cosas y, de pronto, oigo un rumor de algo intangible que se acerca. Salgo al balcón justo a tiempo para ver cómo el repentino golpe de viento, como el soplido de un dios, barre la calle y abate con fuerza árboles y arbustos. Ha pasado como en las películas nos cuentan que pasan los fantasmas: invisible, mas dejando tras sí un vacío que hiela las entrañas. Inmediatamente después, apenas a unos segundos, llega la tromba de agua, avanzando cuesta abajo como una cortina, y ya todo es diluvio. Llueve con fuerza, con rabia, a cántaros, en intensas rachas que dibujan latigazos de agua sobre el pavimento; espectacular. ¡Y casi no se ha escuchado ni un trueno! Yo miro embobado tras los cristales. Al fin amaina y queda una llovizna intermitente que aún persiste cuando, ya en la cama, el sueño me lleva consigo.

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El confín de Álava

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En el último capítulo de la serie Vasconia en dos ruedas castigué al lector con una soporífera ración de historia, y hoy quiero regalarlo con un episodio más pictórico y digerible: vamos a viajar en moto por una de las rutas paisajísticamente más hermosas y variadas de Vascongadas hasta el mismísimo confín de Álava, a su rincón más escondido, olvidado y remoto. Buscando el ocaso, pasaremos por la singular Añana y el plácido Espejo, llegaremos hasta Bóveda, allende las tierras de Burgos, y aún recorreremos unos quilómetros más para pisar el límite provincial, “donde da la vuelta el aire”.

¿Preparados?

El día está medio nublado, pero no lluvioso, y la temperatura es agradable. Salgo con Rosaura del centro de Vitoria en dirección Madrid y a los pocos quilómetros, en Nanclares, me aparto de la autovía por una carretera que esconde sorprendentes parajes y hermosos pueblos, de los cuales el menos desconocido es quizá Añana, por su peculiar (y casi único en España) valle salado, de cuyos acuíferos subterráneos, que atraviesan sedimentos salinos, afloran a la superficie salmueras (¡de 240 gramos por litro!) que durante más de mil años, y hasta época muy reciente, se han explotado para extraer su “oro blanco” por evaporación. Junto al pueblo, miles de plataformas o eras, canales, pozos y almacenes conforman el singular paisaje de este valle, si bien el cese de toda explotación a mediados del siglo pasado ha supuesto el rápido deterioro de las maderas y estructuras.

salinas

Valle salado de Añana

detalleSalinas

Detalle de las salinas, en proceso de recuperación.

Añana, topónimo de puro origen romano (que ahora quieren euskaldunizar por decreto anteponiéndole la palabra gesaltza, salina en vascuence), es una de las poblaciones más antiguas de Álava, que floreció gracias al mercadeo de la sal, un condimento de gran valor durante toda la edad media; y fue localidad castellana desde sus orígenes hasta el s. XVII, en que se incorporó administrativamente a la provincia de Álava; dato que tal vez deberían tener presente quienes reclaman independencia para el País Vasco por razones históricas (con frecuencia, como es el caso, más imaginarias que reales).

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Añana desde la peña rocosa que la domina. Al fondo, los montes del confín de Álava.

Pero no han sido las salinas –por elevado que sea su valor etnográfico– lo que más me ha cautivado de este bonito pueblo, sino su entorno de pastos y arboledas, el caprichoso trazado de sus estrellas y pinas calles y, sobre todo, el romántico abandono de uno de sus más notables edificios, el palacio de los Zambrana-Herrán.

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Palacio de los Zambrana-Herrán, medio abandonado tras los muros de su huerto.

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Los tristes balcones del palacio, soñando con su juventud.

Son estas viejas construcciones de la añosa geografía rural española las que me invitan a la ensoñación y alimentan mi espíritu nostálgico, mi fantasía romántica, siempre mirando hacia atrás, hacia lo antiguo y pretérito. Tiene para mí el pasado un atractivo irresistible. El pasado digo, que no la historia.

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Armoniosas y cuidadas calles de Añana.

En cuanto al entorno del pueblo, si bien se mira, lo menos bonito son precisamente las salinas. Lo mejor es el campo, las peñas, la arboleda.

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Una franja de la carretera engullida por el paisaje.

Y por esa carretera que se pierde en el paisaje voy a seguir.

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La carretera hacia Castilla se zambulle en el paisaje.

Tras explorar a fondo Añana y sus alrededoes, continúo con la moto hasta Espejo, otro pueblo entrañable y encantador por su pequeñez, por el aire tradicional y el genuino sabor a viejo de sus casas, por la pequeña y anacrónica taberna, increíblemente estancada en el tiempo, que hay junto a la carretera, donde resulta imposible no detenerse a beber un chato de vino junto a los vecinos, ya entrados en años. En las paredes lucen antiguas fotografías y letreros enmarcados dignos de un museo.

fotografia

La Copa del Generalísimo 1954-1955. Toda una joya.

casaEspejo

Espejo. Hay una magia especial en la luz tras los cristales, un día gris y otoñal.

Not many things I enjoy so much as these outings back in time, that make me revive the days of my childhood, those bars in my home village with their wooden counters, the damp-dented walls, the old men playing cards on some wine-stained, vintaged table cloth…

Tomando un vino en el bar de Espejo.

Drinking a wine at Espejo’s bar.

But the best of this day is yet to come, when the road goes deeper into a groves landscape that brings forward to the eye the whole palette of autumn colours.

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Palette of autumn colours.

We’re here between Castile and Basque country, the latter shaping a kind of peninsula inside the former, whose limits we cross two times. Formally, the last villages along this valley are Basque, but this is no Basque at all.

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Tobillas village (Basque), under the pine woods and ridge bordering with Burgos province (Castile).

But before the hillock that makes the last geographical boundary, where Álava finally ends, we still find Bóveda, a village almost impeccable in its harmony with the country if it weren’t spoiled by some nonsensical, whimsical modern constructions.

 

Only five kilometres further, after crossing some quite peculiar rocky moorlands, the Basque country officially ends; from there on it’s Castile. This is the true outermost Álava, its remotest and most forgotten part. This is puerto de La Horca (Gallows pass), where the wind turns round.

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La soledad del giróvago

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Por mucho que sea patrimonio de la humanidad -y muy merecido que se lo tenga-, mi interés en Bamberg esta vez se centraba en encontrarme con un viejo amigo. Ya hice la visita turística en su día, años atrás, y saqué del centro histórico las típicas fotos, siempre mucho peores que las que pueda encontrar uno por internet o en las postales, de modo que no voy a subirlas aquí. Si acaso, una, para ilustrar el capítulo.

El viejo ayuntamiento.

Altes Rathaus, el viejo ayuntamiento de Bamberg.

Pero, como digo, he venido para reencontrar ni más ni menos que a Phil Marty, from Escalon, California, como a él le gusta decir; y este capítulo se lo dedico. La historia de cómo nos conocimos, que a Phil le encanta relatar en su estilo combativo (obsesionado como está con una imaginaria rivalidad USA vs Europa), daría para muchas páginas y no es cosa de contarla aquí. Baste decir que fue con ocasión del viaje quizá más épico de mi vida, cuando recorrí durante cinco meses, a dedo, las cuatro esquinas del continente norteamericano; viaje que, si Dios me da vida y ganas, espero escribir algún día.

En esta ocasión, después de varias semanas en la moto, me apetecía ya hacer una parada larga, tomarme unas pequeñas vacaciones en este duro oficio que es andar errante, dar un respiro a mi soledad y hablar con alguien hasta cansarme. Contar mis peripecias y escuchar las ajenas, intercambiar opiniones y emociones, olvidarme de la carretera, salir a comer y a beber en compañía, dejarme llevar, no tomar decisiones y, sobre todo, sentir el afecto de alguien y poder entregar el mío. Sin que esto suponga -extremo importantísimo para Phil- mariconadas de ningún tipo; ni siquiera unas pajillas, que habría propuesto Torrente.

Y aquí va esta foto de uno de esos momentos, compartiendo buenas y típicas viandas alemanas: bratwurstkartofelsalad y kellerbier. Aunque no imagino qué interés puede tener para el ocasional lector de estos capítulos, Phil me ha asegurado que, con sólo poner una foto suya, las lecturas a mi blog se extenderán y multiplicarán como un virus. Si él lo dice, ha de ser cierto.

Comer y beber en compañía del mismísimo Phl Marty.

Comer y beber en compañía del mismísimo Phl Marty.

He aprovechado, de paso, para llevar mi moto a la casa BMW en Bamberg, porque un ruido raro en el tren trasero está dándome la lata desde hace dos mil quilómetros, pero, como es natural, el ruido no ha dado la cara cuando ha estado en manos del mecánico.(Puedes leer aquí mi opinión y crítica a fondo sobre la F800GT.)

De este modo, entre charlas, breves excursiones, cervezas y comidas, lo que iban a ser tres o cuatro días de descanso se convirtieron en una semana larga. Mucho me ha ayudado la buena compañía y, si no para encontrar respuesta a las difíciles preguntas existenciales de un giróvago sin destino, siempre se saca algo en claro, y positivo, de observar las pautas de conducta y conversar con quien tiene firmes -aunque erróneas- convicciones. Ha sido una buena terapia, mi particular descanso del guerrero, que me ha dejado en forma para afrontar las próximas semanas. El ser humano, salvo casos patológicos, necesita compañía. De aquí talvez el principal dilema del trotamundos: sin soledad no hay verdadero viaje, pero sin compartir no hay verdadero disfrute.

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¿Es el aburrido el orden?

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Austria y Alemania tienen tan asumida su identidad común que, para señalar el tránsito de una administración a la otra en la frontera, no hay más que un pequeño letrero (bajo la circunferencia estrellada sobre fondo azul) que pasa casi inadvertido. Pero si socialmente son naciones casi coincidentes (al menos en esta parte del Tirol) no ocurre así con el país (dicho sea en su sentido más próximo a pays, “tierra” en francés), porque Alemania supone el final de los Alpes y el comienzo del aburrimiento.

Y digo aburrimiento no sólo desde un punto de vista paisajístico (de nuevo la raíz francesa pays), sino también en lo que a experiencia de viaje se refiere. Aunque no es la primera vez que estoy en Alemania, ahora he entendido -por fin- a lo que un amigo mío (californiano él, pero forzado a vivir en Baviera a meses alternos) se refiere cuando me dice siempre: Oh!, Germany is a booooring country. Cualidad esta, la de aburrido, que adquiere de su propio perfeccionismo: todo funciona tan ajustado a como se espera y la gente se conduce tan como debe, que no hay lugar para las sorpresas. Alemania es, por decirlo de algún modo, un país muy predecible; y, por ende, social, urbanística y ruralmente homogéneo. Sus carreteras son casi perfectas, como lo es el cuidado de sus bosques y de sus pastos, la señalización vial (incluyendo los en tramos de obras), sus edificios, sus casas, su organización, el comportamiento de sus ciudadanos, el transporte público… Cada ruta es igual que su posible alternativa, cada pueblo igual que el anterior o el siguiente, cada casa igual que la vecina: todas preciosas, pero no más que variaciones sobre uno o dos modelos.

Ingenioso sistema para el aire comprimido, a encontrar en todas las gasolineras alemanas.

Ingenioso sistema de aire comprimido en las gasolineras alemanas.

Estoy -lo reconozco- exagerando un poco, pero hay bastante de cierto en este cliché. Y no quiero con él decir, ni mucho menos, que no me guste Alemania; antes al contrario: lo considero uno de los mejores países europeos donde vivir, por variadas e importantes razones; pero a la hora de viajar es, en más de un sentido, plano.

Tiene, por tanto, muy poco interés recordar o describir la ruta (por otra parte fácilmente imaginable) por la que me he aproximado desde Mittenwald a Bamberg. No por Munich, desde luego, pues nada me interesan las ciudades grandes en este viaje, sino por Augsburgo, la ciudad que al norte de los Alpes fundaron Druso y Tiberio como Augusta Vindelicorum por encargo del emperador Augusto en el año 15 a.C.

Estatua y fuente del emperador Augusto, junto al Ayuntamiento de la ciudad.

Fuente bajo la estatua del Augusto, frente al edificio del Ayuntamiento.

Augsburgo gozó un temprano desarrollo por su excelente situación militar y económica en la intersección de importantes rutas comerciales, y en la baja edad media fue ciudad imperial libre durante más de cinco siglos. Hoy en día su principal importancia es quizá la universidad.

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Fuente de Mercurio (una alegoría de la importancia de Augsburgo como centro comercial) junto al simbólico edificio Das Weberhaus.

Weberhaus (weber = tejer), el único edificio que me inspiró una foto, era la casa del gremio de los tejedores en Augsburgo, punto focal del comercio textil medieval en esta ciudad. El edificio original, de piedra y madera, se erigió a finales del s. XIV, pero el actual es ya, por avatares de la historia, la segunda o tercera reconstrucción.

Como nota al margen, tengo apuntado en mi cuaderno lo curioso que resulta el hecho de que, en un país que parece tan alejado de la religión como Alemania, donde las iglesias se ven melancólicamente desiertas, haya en cada habitación de cada hotel un ejemplar del Nuevo Testamento, cuando en España o en Polonia, donde la religión resiste todavía los embates del agnosticismo, no hay ni ha habido nunca tal costumbre. Igual es sólo una cuestión económica. Pero más curioso resulta aún ese dato si se tiene en cuenta que casi el setenta por ciento de la población en Baviera se declara, aunque no practicante, católica. ¿Por qué entonces el Nuevo Testamento y no la Biblia? Ahí queda esta reflexión.

Pero no puedo cerrar este capítulo sin relatar un detalle significativo del carácter alemán arriba apuntado, tan ordenado y respetuoso. Pasando yo la noche en Augsburgo, se jugaba uno de los más importantes partidos de la Copa del Mundo 2014, seguida muy de cerca y con gran fervor por la afición alemana; y, como quiera que el restultado del partido les fue favorable, al acabar el encuentro se formó en la calle el acostumbrado alboroto. Como mi habitación daba a una de las principales avenidas, me resigné a una noche de ruidos, gritos, himnos, acelerones, bocinas y otras demostraciones de entusiasmo, que se dieron. Sin embargo, muy al contrario de lo que habría ocurrido en España, a las once de la noche todo ruido cesó, los forofos plegaron sus banderas y se fueron pacíficamente a sus casas, quedando la calle, para mi sorpresa y alegría, en perfecto silencio.

Estas son, quizá, las dos caras de la naturaleza respetuosa y ordenada de los alemanes: deseable por una parte pero aburrida por la otra. ¿Cuál es tu preferida?

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