
No temas; tú no verás caer la última gota que en la clepsidra tiembla.
Antonio Machado lo expresó con su admirable lirismo en aquel breve y bellísimo poema que siempre me ha embargado; si bien, creyente como él era, lo finalizó con estos versos:
Dormirás muchas horas todavía
sobre la orilla vieja,
y encontrarás una mañana pura
amarrada tu barca a otra ribera.
Machado pensaba que, aunque no podamos ser testigos de nuestro propio tránsito de la vida a la muerte, seguimos luego existiendo en el otro mundo. ¡Dichosos los que tienen fe! A los demás, la ciencia nos ha dejado indefensos ante la parca.
Reflexionar sobre la vida y la muerte nos lleva a veces a paradojas. Alguien expresó un pensamiento similar al del poeta, pero de una forma un poco diferente, algo así como (cito de memoria): “Mientras vivimos, la muerte no es, y cuando morimos, la vida ya no es; así que ¿para qué preocuparse?” Estoy de acuerdo con ese apotegma cuando hablamos en sentido abstracto, o sea, en cuanto la muerte significa “dejar de existir”, pasando por alto el dolor físico y el padecimiento moral que suelen acompañarla. Y es que, cuando sobreviene sin esperarla ni darse uno cuenta, no deberíamos considerarla ninguna tragedia, sino más bien al contrario; y, de hecho, tal es el tipo de final que muchísima gente desea para sí: indoloro y por sorpresa. Sigue leyendo





