ÚLTIMOS DÍAS EN BREST
A medida que iban transcurriendo mi estancia en Brest iba haciéndose necesario tomar una decisión respecto al alojamiento: en el Energía había reservado cinco noches y, pese a sus varias ventajas, no pensaba quedarme allí más tiempo. Entre otras razones, porque su clientela -sobre la que ya dije algo- tiene tendencia a ser algo ruidosa: esos tipos ponen la tele o se lían de charla en las habitaciones a partir del véspero, disfrutan (y esto parece un rasgo de la cultura eslava) dando portazos y se levantan temprano con las mismas ganas de hablar alto y molestar a los vecinos. El ambiente me recuerda un poco, salvando las distancias, al que había en la academia de policía: estupendo si formas parte de él, pero incómodo si eres un turista insomne y amante del silencio. Mi duda, por tanto, no estaba entre si seguir en ese hotel o no, sino entre buscar un apartamento en Brest o en irme a otra ciudad. Inicialmente tenía idea de pasar ahí al menos un par de semanas, pues contaba con resolver el asunto de la estancia temporal (o incluso, si salía una buena oportunidad, comprar alguna choza tirada de precio) con la ayuda de mis conocidos, y esperaba además poder quedar con ellos varias veces; pero viendo sus nulas muestras de interés por pasar algunos ratos juntos, esta idea empezaba a perder sentido; y como otro de mis propósitos al venir a Bielorrusia era el de conocer la región diametralmente opuesta a Brest (que yo suponía, por su vecindad con Rusia, más “auténtica” y menos europeizada), así como disfrutar un poco de lo que pudiese quedar de invierno, empecé a planificar un viaje al nordeste, donde el clima es algo más septentrional. Y como ya había pasado un mes entero en Brest el verano anterior y nada interesante ni productivo parecía esperarme ahora ahí, no vi razón alguna para obstinarme en permanecer. Así que, con el mapa delante, comencé a estudiar las opciones. Sigue leyendo