El tramo más septentrional de la ruta 5 (o Panamericana), que recorre Chile de norte a sur, atraviesa algunos de los más irreales parajes que yo haya visto nunca; parajes majestuosos que me recordaron al Columbia gorge (la garganta del río Columbia), en el estado de Washington, o al famoso cañón del río Colorado; sólo que en el caso de Atacama la desnudez de la tierra, su total falta de vegetación, introduce un elemento casi fantástico, como nos parecen esas imágenes –a menudo recreaciones ficticias– que circulan por ahí de la superficie marciana. Atacama proporciona al viajero, además, fascinantes lecciones de geología. Recuerdo que, cuando era joven y oía hablar de la altiplanicie de Nazca (muy de moda en los años setenta, con la fiebre extraterrestre inducida por la industria audiovisual estadounidense), no era capaz de imaginar cómo podía ser un altiplano, palabra que a mí me sonaba incoherente porque, en mi limitada experiencia, yo asociaba lo “alto” a las montañas y lo “plano” a llanuras y bajíos. ¿Qué eran las altiplanicies? Y aunque no ha sido ahora, en Chile, donde las he visto por primera vez, sí que he tenido aquí ocasión de entender el concepto con mayor claridad que nunca, pues prácticamente todo el norte del país es una inacabable sucesión de ellas, cuyas altitudes sobre el nivel del mar varían entre 1000 y hasta 3000 metros, más o menos.
De todos los altiplanos que he cruzado durante este mes, el que se extiende entre Huara (en el norte de Tarapacá) y Arica me ha parecido el más espectacular, no sólo por su especialmente nivelada superficie, sino porque ésta se ve interrumpida en varios lugares por el brusco tajo de anchas y profundísimas cañadas que ponen de relieve (valdría mejor decir “de declive”) la altitud a la que se encuentra la meseta; altitud que, de otro modo, sería imposible de percibir. A falta de un sentido biológico que registre diferencias de presión atmosférica, no se puede, sin referencias visuales o indicios de otro tipo, tener una idea de la altura a la que nos hallamos, y no hay manera, por tanto, de distinguir entre una pampa baja y una altiplanicie. Por eso estas cañadas son enormemente reveladoras.
Al principio, en la distancia, cuando nos aproximamos a una de ellas, lo único que percibe la vista es una discontinuidad en la meseta, una línea de distinto tono (más oscuro o más claro, según la luz del sol) que cruza de un lado a otro la vasta planicie por la que avanzamos. Por el momento es difícil distinguir su anchura, aunque no parece mucha, e imposible adivinar su profundidad. En cierto modo el efecto visual nos hace recordar, si bien a escala gigante, las grietas que se forman en el barro reseco y sediento de algunos terrenos arcillosos; grietas que un sol oblicuo llena de duras sombras, marcando su forma y relieve con total nitidez. Pero a medida que se acerca nuestro vehículo, va ensanchándose la hendidura y comienza su talud opuesto a asomar sobre el borde próximo, revelando metro a metro el interior y la pendiente del cañón, si bien no aún su calado: aunque a cada instante espera uno ver ya el fondo y cree estar a punto de contemplar la garganta en todas sus dimensiones, ésta no hace más que ensancharse ante la vista en tanto que aquél se resiste a aparecer. El tajo, cuyos bordes se hallan suavizados y redondeados por la erosión, es muy brusco. Apenas uno o dos hectómetros antes de llegar a él ya se advierte claramente que, lo que de lejos nos parecía una hendidura de quizá apenas cincuenta metros de ancho, mide en realidad diez o incluso cincuenta veces más (como el cañón del río Camarones). Vemos ya con nitidez la vertiente del otro lado, percibimos su forma y estructura geológica, sus colores, las sinuosidades del talud (no su detalle, todavía), pero la cuenca del río, riachuelo o cauce seco que haya en el fondo queda aún oculta a nuestros ojos, ¡tan grande es su hondura!
Al avanzar otros cien metros, el chaflán cercano del cañón parece que se traga la cinta de asfalto. El viajero tiene la sensación de estar dirigiéndose a toda velocidad hacia un abismo, y sólo cuando nos hallamos ya en su puro borde la carretera da un giro y comienza a descender (en un único tramo al sesgo, sin curvas de horquilla), apareciendo entonces a la vista, ya sí, casi mil metros por debajo de nosotros, el fondo de la cuenca. Desde semejante altura ni siquiera se aprecia aún si hay curso de agua o no: el cauce se ve manchado por una apagada y apretada vegetación que impide saber si por algún lugar entre los matorrales discurre un regatillo. La pendiente media de las laderas puede ser de unos cuarenta y pico grados, pero en algunos trechos el talud aparece, bajo las ruedas del autocar, en una vertiginosa caída que da angustia mirar. La pared opuesta del cañón se percibe, en la distancia, con la textura aterciopelada y beis de una duna que hubiese quedado vitrificada. Tan fina y ondulada se ve su superficie, tan suave y carente de aristas –como pulida por una mano sobrenatural–, que la creeríamos formada, en efecto, por finísima arena si no fuese porque nuestra razón rechaza tal espejismo.
Al alcanzar la ancha y llana base del valle verificamos que el cauce está seco, pero no exento de verdor. Aquí algunas partes de la ladera empiezan ya a quedar sumidas en la sombra que, adueñándose poco a poco de la depresión, proyecta el borde del altiplano, ahora allá en lo alto. Pasado el puente sobre un inexistente río emprende el autobús la trabajosa subida, al cabo de la cual emerge, un rato después, sobre el labio opuesto del cañón y, ya otra vez en la meseta, vamos dejándolo a nuestra espalda, y al mirar hacia atrás vemos cómo vuelve a cerrarse gradualmente la grieta hasta desaparecer del todo a la vista, como si la tierra nunca se hubiera abierto a nuestro paso. Era la Quebrada de Camiña. Dos leguas más adelante la Quebrada de Tana -con la que aquélla confluye hacia el oeste antes de llegar al litoral- nos ofrece un similar espectáculo: es más ancha y profunda que la anterior, y aunque tampoco corre el agua por su cuenca, sí que pueden verse algunos charcos aquí y allá, en el fondo -uno o dos metros más bajo- de una especie de “subcauce”, horadado en la cama -por lo demás perfectamente plana- del valle por las ocasionales lluvias o deshielos provenientes de la cordillera.
Mas estas impresiones, estos sublimes paisajes que lo hacen a uno contener la respiración de asombro, son poco en comparación con las espectaculares vistas, otras ocho leguas más adelante, que ofrece el larguísimo descenso de la Quebrada de Minimiñe hasta su confluencia con la del río Camarones, y el posterior ascenso por la ladera de este último valle.
La cañada del Minimiñe tiene unas dimensiones que no parecen propias del planeta Tierra. Igual que en el caso ya descrito, en la distancia se aprecia como una simple depresión del terreno, un delgado trazo que interrumpe, atravesándola de oeste a este, la pasmosa uniformidad de la llanura (a 1300 metros de altitud según mi GPS). También igual que antes, al aproximarnos a la grieta van revelándose tanto su verdadera magnitud, que en algunos lugares alcanza una anchura de 3 km, como su aspecto: esa misma desconcertante suavidad de curvas y superficies, como de un cuerpo pulido, materia sedosa o vidrio fundido, que no he sido capaz de averiguar en qué consiste. No tratándose de arena (pues este árido nunca forma pendientes tan inclinadas y, aunque pudiera hacerlo, habría sido arrastrado hacia el mar hace ya un millón de años), ¿de qué están compuestos esos taludes?
La carretera, al rebasar el borde del abismo, desciende en dirección oeste por la ladera en una única diagonal no demasiado pendiente, deslizándose por ella -al modo como los surfistas navegan al sesgo de la ola- durante la friolera de seis leguas. Mi altímetro indica una bajada de cuatro metros cada cien recorridos. Durante un rato el cauce, abajo del todo, no se aprecia bien. A trechos me parece distinguir el brillo del agua, pero igual podría tratarse del engañoso reflejo, al sol que ya declina, de un lecho arcilloso. Hay algo de calima en la atmósfera, las sombras se acentúan sobre el valle y, a veces, la luz se vuelve incierta. Cuando, por último, llegamos hasta el fondo, ya casi en la confluencia del Minimiñe con el Camarones, estamos a sólo ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar. Aquí la cuenca, plana como las anteriores, tiene una anchura como de unos dos campos de fútbol, y aunque también presenta vegetación va completamente seca. Sólo un pequeño cauce, que serpea, horadado, dentro de este amplio lecho llevará algo de agua durante alguna breve época del año. El resto de la cañada, considerada en su sección transversal, quedó seguramente conformado hace eones tal como ahora se presenta, y no habrá vuelto a sufrir apenas erosión desde remotas eras geológicas.
El ascenso, ahora en dirección este, se efectúa ya por la ladera de la Quebrada de Camarones, que presenta una diferencia fundamental con la anterior: el río lleva un poco de agua. Eso, y el hecho de que la cama sea el doble de ancha, convierte a este valle en un verdadero oasis de cincuenta millas de longitud: desde la no lejana caleta de Camarones, sobre el litoral del Pacífico, hasta Ulapata, en las primeras estribaciones de la cordillera andina. A lo largo de él se asientan media docena de pequeñas poblaciones que viven de la agricultura, y cañón arriba, ya en plenos Andes, hay incluso un pequeño embalse. El contraste entre esta larga franja de verdor y el desierto circundante es asombroso.
La subida de regreso al altiplano es algo más corta que el descenso, pero para entonces la quebrada estaba ya envuelta en las sombras del atardecer y, cuando por fin remontamos la última cuesta antes de asomar de nuevo sobre la meseta, ya sólo alcanzamos a ver los últimos minutos de la puesta de sol. El resto del viaje hasta Arica, incluyendo el paso por una última garganta, transcurrió durante el ocaso y apenas pude ver nada, aunque muy asombroso tendría que haber sido ese último tramo para sorprenderme más que lo que ya había visto; o, mejor dicho, entrevisto, pues –como ya he contado– las circunstancias y el asiento en que viajaba apenas me permitieron disfrutar de semejantes paisajes.