Al pasar junto al salón de actos del Instituto Ortodoxo, el hombre escucha un coro de voces infantiles, y, curioso, se asoma tras los vidrios de la puerta cristalera. Ve un grupo de niños ensayando villancicos bajo la dirección de una joven profesora; no tan joven, en realidad -dice el hombre para sus adentros-, pero hace ya tiempo que todo el mundo se lo parece, y eso sólo puede significar una cosa…
Con un gesto inconsciente desecha este inoportuno pensamiento, y procurando no hacer ruido abre la puerta y se cuela a hurtadillas en la amplia estancia, toma asiento en una de las últimas sillas y se queda a escuchar el ensayo. La atmósfera es cálida, acogedora y envolvente como un seno materno. Fuera, tras las ventanas, unos tímidos copos de nieve descienden en silencio y ponen en la noche una blanca pincelada navideña.
Cuando, tras otras melodías, brotan de las bocas vírgenes y puras de los niños (¡ellos sí son jóvenes!) las notas algo tristonas del Noche de Paz, al hombre se le escapan dos lágrimas que ruedan mejillas abajo. Pero no es la tristeza del villancico, por sí misma, lo que las hace brotar,sino la melancolía en que esas canciones suelen sumergirlo. El Noche de Paz no es necesariamente patético; no lo mueve al llanto por la sola fuerza de su melodía o de su letra, sino por lo que para él representa.
Nunca he visto a un niño emocionarse mientras escucha o entona un villancico; y mucho menos llorar. Cuando los cantan, los viven de tal modo que ellos mismos se tornan música y esencia de villancico: sus rostros radiantes, sus bocas redondas, el espíritu inmerso en las notas, pero ajenos a la belleza que están creando, al surco vital que van abriendo. Nosotros, en cambio, cuando los escuchamos, es ese mismo surco lo que vemos: ese que un día -ya muy lejano- abrimos sin darnos cuenta, como ahora hacen ellos y como otros niños harán cuando éstos sean mayores; es el Villancico del Tiempo pasado, el devenir de los lustros, lo que escuchamos. El Noche de Paz nos emociona no por su tristeza, sino porque nos recuerda la infancia y nos hace vernos a nosotros mismos cuando teníamos aquella edad. Son nuestra niñez e inocencia perdidas lo que lloramos, nuestra vida irrecuperable pasada en un suspiro, no la emoción de que haya nacido el Redentor.
Muy bello. Supongo que esa es una de las causas por las que la gente odia la Navidad, porque las tradiciones que la acompañan, como cantar villancicos son siempre las mismas con escasas variaciones por más años que pasen. Tradiciones que solo se practican en esos breves días, con lo que el efecto evocador del tiempo se intensifica.
Gracias por el cumplido. Pero no sé si estoy de acuerdo en todo. Cierto que la periodicidad anual amplifica el efecto evocador, pero me pregunto si ese “odio por las navidades” ha estado siempre ahí. A menudo tengo la impresión de que es una moda. Antes yo no escuchaba a nadie decir que detestaba la Navidad, pero ahora cada vez más. Por otra parte, creo que aún hay una mayoría de gente que las adora. A mí, personalmente, me gustan mucho, pese a todas las añoranzas. :)