Vaya por delante que lo de “perdido” va en sentido figurado, más que nada para darle atractivo al título; digamos que es un cebo. Pero algo de verdad hay.
Como decía en el capítulo anterior, el interior del Languedoc es una zona poco poblada, y durante mi segunda jornada cruzándolo tuve ocasión de ver hasta qué punto puede ser agreste; casi como algunas de las regiones más aisladas y perdidas de Extremadura, pasé por una vasta extensión de monte espeso y cerrado atravesada tan sólo por una carretera que apenas merece ese nombre, sino más bien el de camino asfaltado, ya que su anchura no era más que la imprescindible para el paso de un coche. Pero ya hablaré luego de esto.
Es curioso cómo a medida que van pasando los días de viaje y, sobre todo, los quilómetros, va uno sintiéndose más cómodo en la motocicleta, integrándose con ella, sintiéndola casi como parte del propio cuerpo, hasta hacerse uno solo, moderno centauro. Te acostumbras a sus sonidos, a sus vibraciones, al tacto del manillar y la horma del asiento, a sus posibilidades y sus limitaciones, sus vicios y sus trucos también. E incluso llega a cansarte menos la postura -pese a que, por supuesto, los músculos lo resienten al cabo del tiempo-. Igual sucede con un coche, cierto es, pero tal vez con la moto el efecto sea más acusado, la comunión más íntima. No sólo -supongo- porque la relación de masas entre jinete y montura es más cercana a la unidad, sino acaso porque, al requerir una mayor atención en la conducción, también se familiariza uno más estrechamente con la máquina de la que nuestra integridad depende. Por la cuenta que nos trae, como suele decirse.
Si hubiera de repetir hoy, pueblo por pueblo, la ruta que hice ese día, me resultaría imposible acertar con el mismo recorrido; y es que no sólo hay veinte combinaciones posibles para viajar desde Lodève a Vaison-la-Romaine por carreteras secundarias, sino que además esa mañana me perdí: me equivoqué en un cruce y tuve luego que rectificar el rumbo; que es por lo que vine a parar al camino asfaltado que he mencionado antes.
Al poco de salir de Lodève había un tramo de carretera flanqueada por árboles, de las que abundan muchísimo en Francia; pero no breves trechos de apenas un par de quilómetros, como podemos encontrarnos en España, sino que a veces todo el tramo entre varios pueblos está entero jalonado de árboles a ambos lados, lo que hace una conducción muy agradable y, para un día caluroso como aquel, también mucho más llevadera, ya que las hojas refrescan el aire y la sombra impide que se recaliente el asfalto.
Pero al abandonar esa carretera enseguida me metí en la espesura y quedé aislado de todo tráfico y casi de toda presencia humana. Primero la carretera ascendió un poco, tal vez cien o doscientos metros, pasé por unos altiplanos de viñedo,
cambió la vegetación y llegué a una de las zonas de monte más agreste que he visto nunca: arbusto apretado y árboles más bien pequeños doquiera que dirigiese mi vista, tan densos que apenas permitían ver el suelo, cubriendo valles y lomas hasta la lontananza; la angosta carreterita descuidada y sin barrer, sobre la que en muchos lugares crecía la hierba y a lo largo de la cual no me crucé con un sólo vehículo. En más de una ocasión detuve el motor y me paré a escuchar: no se oía más que el breve canto de algún pájaro. Hube de cosultar con frecuencia el GPS para cerciorarme de que aquello llevaba a algún lado.
Por fin, al cabo de una hora larga por aquel camino -que me hizo trabajar los antebrazos como si, en lugar de sujetar un manillar, hubiese estado manejando un taladro neumático- en mitad del paisaje silvestre apareció, en lo alto de una pequeña colina, la minúscula villa de Arborás; la cual, lejos de estar medio desrruida y sus casas abandonadas, como habría ocurrido en España, tratándose de lugar tan remoto, se veía muy cuidada y conservada; una prueba más de cómo Francia quiere a sus pueblos.
Poco después de Arborás el camino asfaltado se incorporaba a una carretera más decentita que iba bajando lentamente a lo largo de un valle, y en la primera ocasión que encontré me detuve para tomarme una bien merecida cerveza. Eso fue en Saint-Jean-de-Buèges, sentado en una deliciosa terracita a la sombra de un ficus gigante, en un plaza medio umbría; uno de esos encantadores lugares que en Francia te encuentras a miles.
Me habría quedado gustoso a pasar la noche allí (no en la terraza, sino en el pueblo, se entiende), porque tras haber cruzado la espesura daba ya por cumplida mi jornada motera, pero no había alojamiento y, por otra parte, era aún muy pronto; así que continué.
Estaba haciendo el día más caluroso en lo que llevaba de viaje, y por la tarde, en plena canícula, cuando pasaba por Alès (otro pueblo lleno de moros), viendo que unos muchachos se bañaban en una pequeña playita que hacía el río, aparqué la moto en una calle cercana y, cogiendo la toalla y las chanclas, me pegué un baño muy refrescante y vivificador; e incluso pude nadar un poco, porque el río fluía manso en el ancho cauce.
Pese al baño, quince minutos después ya estaba sudando de nuevo.
Además de caluroso, fue un día largo de moto también. El tramo más o menos llano de tierras bajas que hay a partir de Alès, lo que viene a ser la vega del Rhône, no abunda en lugares de los que a mí me gustan para pernoctar; es demasiado rico y poblado, zona vinícola por excelencia, y también algo industrial, como puede predecirse sin más que mirar al mapa: los pueblos son muy grandes y están muy juntos, el entramado de carreteras muy tupido, con varias vías principales, y hay dos ciudades relativamente grandes en las cercanías: Aviñón y Montelimar. De modo que ya atardecía cuando encontré un sitio que plugo a mis sentidos y preferencias: Vaison-la-Romaine.
Esta localidad tiene dos partes: la villa baja, bastante extensa y más o menos moderna, y la villa alta, que es la parte antigua, encaramada en un otero, más pequeña (ya que no puede crecer, como le ocurre a Cádiz). Un sueño de sitio, con tres o cuatro calles estrechas que van paralelas a la falda del monte, conectadas entre sí por pasadizos y tramos de escaleras; impecablemente conservada, con casas bellas como palacios, románticos patios y ajardinados, arcos de piedra, fuentes y plazoletas; y con dos castillos: uno en la cima y otro, casa fortaleza, en la ladera oeste, ahora convertido en hotel, que es donde yo me quedé.
Aquel lugar, y la habitación que me dieron, valieron la pena el haber conducido más horas. En realidad no era una habitación, sino un apartamento, un dúplex a todo lujo, con su escalera de caracol en piedra y todo; los mismos aposentos donde hace cinco siglos vivieron probablemente sus propietarios, aunque una vida bien diferente a la nuestra. ¿Cómo sería? Me atrevo a apostar que no tenían minibar, ni habrían sabido qué hacer con uno. Lástima que esa tarde estaba bajo de ánimos (no todo son alegrías en la vida del viajero, bien lo tengo dicho ya) y casi no pude disfrutar de aquello que, en otro tiempo, me habría hecho aullar de entusiasmo.
Tenía también el hotel una pequeña piscinita, más bien una alberca, donde me di en solitario un segundo baño ese día y donde me quedé medio dormido mientras me secaba en el único lugar donde aún daban los rayos del sol poniente.
¿La cena? En un restaurante de la ciudad alta, en la terraza, uno de los lugares más bonitos del pueblo, todo alrededor piedra, plantas y vistas, tranquilo, atendido por un camarero marica, simpático como sólo los maricas saben serlo. Me regalé un helado de postre, para subir los ánimos, pero no sé si valió la pena, porque luego mi conciencia protestó. ¡La conciencia! ¿Para qué servirá eso?