Kjollefjord, con la mirada puesta en el mar

Kjollefjord mirando a poniente

Kjollefjord mirando al oeste

A menudo considerado el crucero más bonito del mundo, Hurtigruten es una línea de pasaje que enlaza, con frecuencia diaria, treinta puertos a lo largo de la costa noruega desde Bergen hasta Kirkeness, cruzando impresionantes fiordos y atravesando asombrosos canales. La línea tiene una docena o así de buques lujosamente equipados: spa, piscinas, discoteca, tiendas, casino y demás; en cierto modo, una trampa para turistas; pero una línea que, gracias a su perseverancia, presencia y frecuencia, ha llegado a formar parte del paisaje noruego casi tanto como su famoso litoral: es casi imposible, al viajar por este país, no encontrarse con alguno de estos barcos Hurtigrutten aquí o allá.

La línea comenzó a funcionar en el s. XIX como un servicio subvencionado para los pueblos más inaccesibles o aislados de la costa, pero a medida que la infraestructura vial y aérea mejoró, empezó a perder esa utilidad (y las ayudas gubernamentales); y si el Hurtigruten sigue existiendo es porque han sido capaces de adaptar el negocio a tales cambios, enfocándolo sobre todo al turismo (aunque aún proporciona un valioso servicio como transporte de mercancías). Como los billetes son bastante caros, la mayoría de los pasajeros no hacen el viaje completo (once días ida y vuelta), sino sólo algunos puetos, como parte de sus vacaciones en coche o autocaravana, con lo que, a la vez que disfrutan de un breve crucero, se ahorran el puñado de quilómetros que, de otro modo, habrían tenido que conducir por las inacabables carreteras costeras llenas de curvas.Mi primer encuentro con un barco de la Hurtigruten tiene lugar justo en la tarde de mi tercera jornada en Noruega, unas horas después de haber visitado el faro Slettnes: el pueblo se llama Kjollefjord, uno de los más bonitos, agradables e inspiradores que he encontrado hasta ahora. De hecho, hoy ha sido uno de los mejores días que he tenido desde que me subí a la moto en Madrid hace dos meses y medio.

Saliendo de Ifjord esta mañana, primero he pasado por Gamvik y Slettnes (ya descrito en el capítulo anterior), pero como sólo se puede salir de Sletness por donde se entró, una vez allí no caben más que tres opciones: o adentrarse en el mar, o quedarse a vivir, o dar la vuelta y regresar por el mismo camino, que es lo que yo hago. Cuando paso de nuevo por Mehamn me acuerdo de que aún no he comido nada hoy, así que me paro en el Arctic Hotel y, aparcando a Rosaura junto a la puerta, subo al luminoso restaurante de la primera planta y me siento a una mesa junto al panorámico ventanal, que mira hacia un pequeño puerto. Mientras espero por el almuerzo me sirven una refrescante cerveza de sugestivo nombre: Arctic. Hace un día espléndido. Desde donde estoy puedo ver, justo al otro lado de la calle, la soleada e invitadora terraza del Panorama Café, a cuyas mesas hay algunos clientes; pero es un día engañoso también, porque hace frío pese a brillar el sol. Se está mucho mejor aquí, calentado por la luz que entra a raudales por la cristalera del restaurante.

Tomando una Arctic en el Arctic Hotel

Bebiendo una Arctic en el Arctic Hotel

Diez quilómetros al sur de Mehamn, en mitad de ninguna parte, tomo una desviación hacia Kjollefjord, al oeste, donde presumo que podré ver una hermosa y larga puesta de sol por su ubicación, al fondo de un fiordo que da al noroeste; y de todas formas ése es el destino que he escogido para hoy. A mitad de camino desde el cruce, cuando la carretera encuentra la costa, veo mi decisión recompensada con una serie de magníficas panorámicas, de las que Noruega produga con generosidad sin límites.

A mitad de camino entre Mehamn y Kjolle

En algún lugar entre Mehamn y Kjolle

¡Qué país más asombroso éste! Me habían contado maravillas de Noruega y había leído estupendas críticas; su fama es intachable y todo el que viene elogia los fiordos y recomienda la visita; pero, con eso y todo, no me habría imaginado tal superabundancia de paisajes, tal diversidad, ni un país tan espectacular y asombroso.

Espléndida vista entre Mehamn y Kjolle

También entre Mehamn y Kjolle

Además, para disfrute de moteros, aquí las carreteras son todo menos aburridas. Cierto es que, con frecuencia, el asfalto está arrugado, roto o parcheado, pero en general la experiencia de conducción es positiva, sin que falten ocasiones para divertirse un poco con tantas curvas como hay. Y justo tras una de esas curvas, inesperadamente, aparece ante mí el estuario del fiordo Kjolle.

La boca del fiordo Kjolle

Estuario del fiordo Kjolle

Por cierto, como pequeña nota científica, encuentro muy interesante la estructura geológica de esta región de la península Nordkinn. No soy ningún experto, pero apuesto a que cualquier geólogo estaría encantado viendo y examinando estos limpios estratos desde tan cerca.

Estructura geológica en el norte de Nordkinn

Estratos geológicos al norte de Nordkinn

Ubicado en la bolsa del estuario e iluminado por un sol que nunca se eleva más de 40º sobre el horizonte, Kjollefjord aparece como un pueblecillo encantador plácidamente reflejado en las tranquilas aguas del mar de Barents.

Kjollefjord reflejado en las aguas de Barents

Kjollefjord reflejado en las aguas del Barents

Y justo cuando llego al pueblo, el Trollfjord de la Hurtigrutten (de los que no había oído hablar jamás) está entrando al puerto. Siempre me ha encantado ver la maniobra de amarre de los barcos grandes. Hay alguna gente sobre la explanada, unos aguardando la llegada de alguien, otros esperando subir a bordo, a pie o en coche, camioneros en sus cabinas listos para subir por la rampa hacia la enorme bodega, y por supuesto otros curiosos como yo.

Según estoy allí, junto a mí se para un motero en una GS de matrícula alemana. Sin ninguna prisa se despoja del casco, se quita los tapones de los oídos y me saluda. Hablamos un par de minutos, la típica charla de cortesía de los moteros, mientras el Trollfjord abre las escotillas, baja las rampas, arría las escalas y comienza el movimiento. El alemán va a ser uno de los pasajeros y, por un momento, siento el impulso de comprarme un billete y subir también a bordo para ir donde quiera que el barco se dirija. Pero enseguida descarto la idea. Mi viaje va bien como va y tengo una buena corazonada con este pueblo; no quiero dejar de pasar aquí al menos una noche. De modo que, como aún tengo que buscar alojamiento, subo de nuevo a la moto y, despidiéndome, me voy para el centro de Kjollefjord.

En el mejor lugar del pueblo, junto a un parche de césped donde hace siglos se levantaba una iglesia de madera, justo en el fondo del fiordo y con unas vistas insuperables hacia el sol poniente que me cautivan de inmediato, está el edificio de dos plantas del hotel Nordkyn. A menos que sea muy caro, bien va a valer la pena. Los empleados son jóvenes, agradables, aunque algo inexpertos, y la habitación está en el margen superior de mi presupuesto, pero de todas formas la tomo. Algunas basuras en el cubo me hacen sospechar que tal vez no hayan cambiado las sábanas del huésped anterior, así que se lo hago notar al recepcionista. Inmediatamente me pide disculpas y me da una habitación mejor por el mismo precio. Lo encuentro amable de su parte.

Kjollefjord soñando con poniente

Sleepy Kjollefjord facing sunset, seen from the hotel

(Por cierto: no he utilizado aún ninguna corona desde que cambié dinero el primer día en Noruega. En los países nórdicos casi no hay metálico en circulación porque usan tarjetas bancarias para sus compras, por muy pequeño que sea el importe. Quiero suponer que o bien los bancos no cargan unos costes tan elevados como en otros países por comisiones de pago elctrónico, o bien los establecimientos no tienen una política tan avara como para exigir un “consumo mínimo” al pagar con tarjeta; o quizá es que el consumidor está mejor protegido contra esas prácticas abusivas. En cualquier caso, debe de ser un gran ahorro para el país, al no necesitar acuñar moneda, que es muy costoso.)

Una vez acomodado en el hotel, lo primero que hago es pedir una cerveza con unos frutos secos y disfrutarla en la terraza junto a la calle, aprovechando los últimos rayos calientan algo. A mi izquierda se alinean dos o tres hileras de casas con sus ventanas mirando al sol poniente, como si todas las esperanzas y sueños hubieran de venir de allí; o como si hacia allá hubiesen de partir, algún día lejano, todos los habitantes de Kjollefjord. De hecho, justo al otro lado de la calle, frente a la terraza, hay una escultura llena de significado que parece simbolizar algo por el estilo: en una losa de granito erguida sobre la hierba de un viejo cementerio, junto a los cimientos en ruinas de una iglesia mucho ha desaparecida, una madre posa una mano sobre el hombro de su hija mientras con la otra se hace sombra en los ojos que miran hacia el horizonte, a la boca del fiordo, como quien espera o, ¿quién sabe?, tal vez como quien añora.

Simbolismo de la mirada hacia poniente y la boca del fiordo

Esta escultura de la mujer mirando al horizonte habla por sí misma

Y en ese mismo cementerio –que acaso nunca lo ha sido– hay una única lápida de bronce que, con el desvahído rojo de su óxido, le pone al lugar una definitiva nota melancólica. Siempre me entristece un poco leer las inscripciones de las losas porque no puedo evitar que la imaginación me lleve atrás el tiempo y me sitúe, con inefable empatía, al lado del ahora fallecido, como si lo hubiese conocido en persona o, más aún, como si fuera yo mismo quien murió. Después de todo, ¿acaso no es así?: todos los hombres son uno sobre la faz de la tierra.

Aquí descansa el polvo de Martha Margrethe Lund FOD Høiberg. Nacido 12 de junio 1812 y murió el 12 de septiembre de 1856. Fred encontró allí el polvo.

Aquí yace el polvo de Martha Margrethe Lund nacida 12 mayor 1812 fallecida 12 septiembre 1856

Sólo tenía cuarenta y cuatro años. ¡Qué corta era la esperanza de vida apenas hace dos siglos! Espero que, al menos, aquellas personas viviesen mucho más intensamente que nosotros hoy día.

Mientras bebo mi cerveza, el Trollfjord ha concluido su breve parada en Kjollefjord y navega ya hacia el mar abierto. Es hora de mi largo paseo diario, que es mi cuota de ejercicio, y momento de hacer algunas fotos. Este pueblo ha confirmado mi presentimiento en cuanto lugar muy pintoresco.

Hurtigruten saliendo de Kjollefjord

El Hurtigruten alejándose de Kjollefjord

A la luz del sol poniente –que durará hasta el alba– el muelle donde ha estado amarrado el barco se queda silencioso y en calma, con su hilera de anillos colorados que parecen bocas abiertas admiradas por el crepúsculo.

Muelle de Kjollefjord al atardecer

Muelle de Kjollefjord al atardecer

Una hora más tarde, de regreso en el hotel, el prolongado espectáculo de la puesta de sol no ha concluido aún. De hecho, allende las bajas colinas de la península de Nordkin, el crepúsculo enlazará con la aurora antes incluso de haber terminado; y así el sol, haciendo círculos alrededor del horizonte –a veces un poco más bajo, otras un poco más alto– juega al tiovivo con los vecinos durante el inacabable día del verano en los setentaiún grados norte.

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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2 respuestas a Kjollefjord, con la mirada puesta en el mar

  1. julio dijo:

    unas fotografías preciosas y un texto a la altura

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