Borselv, un campamento en la taiga

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Es una mañana gris y fría del mes de agosto en Finnmark cuando empaqueto mis cosas, dispersas por la habitación del hotel Nordkyn, y salgo al patio trasero para cargar el equipaje en las ancas de la fiel Rosaura. El viento se arremolina en los rincones del aparcamiento, y con el trajinar de las maletas y demás historias moteras se me quedan las manos heladas. Va a ser un día oscuro y no me extrañaría que tuviésemos algo de lluvia. ¡Me siento tan lejos de todo aquí, en este pequeño golfo al extremo de la península Nordkinn! Me quedan cien quilómetros de páramo rocoso hasta Ifjord por una carretera perfectamente solitaria, y luego enlazaré con la 98 para seguir mi ruta hacia el surooeste por esta comarca fría, salvaje y hermosa.

Desde mucho antes de levantarme ya alboreaba. Pero los días de verano por estas latitudes, aún muy largos, decrecen ya a trote largo en estas fechas, y pronto lo harán al galope. Hoy por ejemplo habrá diez minutos menos de sol que ayer y diez más que  mañana; así, en menos de una semana las noches habrán ganado ya una hora, y como además iré descendiendo en latitud, para finales de agosto esta locura de días sin noches se habrá normalizado.

Salgo del hotel a media mañana y apenas veo actividad por el pueblo según recorro en la moto, despacio, su calle principal. Cuando se acaban las casas hay una cuesta y arriba, en la curva de la loma, doy un último vistazo atrás para despedirme con el pensamiento de Kjollefjord… probablemente hasta nunca. ¡Qué melancólico me deja irme de los lugares que me han gustado! Es como morirse un poco. Pero mejor no pensar en eso, no entristecerse por lo que queda sino alegrarse con lo que pueda venir. O al menos así rezan los manuales sobre la felicidad. ¡Valiente bobada!

Un último vistazo a los fiordos de Nordkinn

Un último vistazo a los fiordos de Nordkinn

Luego me acomodo bien en el asiento, bajo la visera del casco, me ajusto el pañuelo y le doy a la maneta del gas. Voy a cruzar de un tirón las desnudas tierras altas de la península. El día está feote; no invita a pararse para hacer fotos, así que ni me molesto en escudriñar el paisaje; una carretera sin tráfico como esta, donde concudir no requiere apenas atención, invita más bien a pensar.

Así se me ocurre, por ejemplo, que quizá lo malo de los precios en Noruega, el verdadero peligro para el visitante, no es tanto el afrontar los gastos mientras está en el país –al fin y al cabo, cualquier presupuesto aguanta unos pocos días– como el no controlarlos al salir, cuando el nivel de vida vuelva a niveles más razonables. ¿Cómo evitar que, después de Noruega, cualquier otro país nos parezca, por comparación, barato? Y siendo así, ¿no caerá uno con facilidad en el error de gastar con desaconsejable largueza? Al fin y al cabo –pensará la mente anestesiada por el nivel noruego– ¡qué son ochenta euros por una habitación de hotel, cuando venimos de pagar ciento veinte! ¿Y cinco por un café cuando hasta ayer eran ocho? Y para cuando el subconsciente se haya acostumbrado a los nuevos precios, puede uno haber derrochado fuera más de lo que aquí gastó.

Bobadas. Ideas de motorista ocioso acurrucado tras el parabrisas mientras cruza las baldías tierras de Nordkinn.

Al llegar a Ifjord miro el marcador: han sido ciento diez quilómetros por el páramo sin cruzarme apenas con tres o cuatro coches. Ahora, al enlazar con la 98, se verá ya un poco más de tráfico. Pero antes de continuar me paro en el hotel donde me alojé hace dos noches y lleno el depósito en su viejo surtidor, el único en ochenta quilómetros a la redonda. ¡Qué día tan diferente, éste! Hoy nubes bajas encapotan el cielo viajando raudas al viento, que estremece también las copas de los árboles, y que destempla el cuerpo. Al pagar, el hombre me reconoce y me pregunta: ¿te gustó Gamvik? Me gustó.

No dejan de sorprenderme las extensísimas zonas de marisma que descubre la bajamar

No dejan de sorprenderme las extensas zonas de marisma que descubre la bajamar

Pero no me entretengo más ni me paro a comer. No sé aún qué hay por delante ni dónde dormiré esta noche, pues mis gadgets inalámbricos no me indican la presencia de ningún alojamiento. Algo habrá, espero. Subo a la moto y dejo Ifjord a mi espalda poniendo rumbo hacia Lakselv, al extremo sur del fiordo Porsanger. La etapa de hoy va a rondar los doscientos quilómetros; muy atrás quedan ya aquellas de ochenta o cien por Francia e Italia; pero es que estas tierras escandinavas, tan desérticas, imponen jornadas más largas. Eso sí: no modifico mi velocidad de crucero; quiero enterarme de cómo es el mundo a mi alrededor, no batir récords; aparte de que me salvaguardo de innecesarios contratiempos legales si respeto los límites de velocidad, que en Noruega suelen estar en 80, con frecuencia incluso 60 sin razón aparente alguna. En esto encuentro un chocante contraste con Finlandia: pese a ser allí el límite de 90, es muy raro que los conductores lo rebasen, y a menudo van incluso por debajo; los fineses conducen sin prisa alguna mientras que a los noruegos les gusta gusta pisarle. Curiosidades.

El día se pone feo y los fiordos se vuelven interesantes y tétricos

Cuando el día se pone feo los fiordos cobran una gravedad sombría

A medida que avanza el día las nubes espesan un poco, se uniformizan, y por último empieza a lloviznar. Me paro a ponerme los pantalones impermeables y continúo; pero estoy de suerte: un rato más tarde, justo al terminar de cruzar la base de la península Svaerholt, hay un campamento donde alquilan cabinas; me viene como anillo al dedo y en el momento preciso. Dice un letrero que estoy en Borselv, y yo me lo creo; mi mapa dice lo mismo, aunque la verdad es que aquí no hay nada, absolutamente nada salvo una taiga bastante rala. Se alojan en el camping unos cazadores, así que eso será lo que se da por esta zona: caza.

La joven que me atiende es amable y servicial; me da una cabina cerca de las duchas y, al decirle que no tengo saco de dormir, me procura un edredón bien grueso, que aguantaría una helada. Me pregunta también si voy a querer usar la sauna y le digo que de mil amores. Es justo lo que me hacía falta, porque en el último rato de moto me he quedado algo frío.  Mi indumentaria motera no es en realidad buena para la lluvia: la cordura resiste poco el agua y en quince minutos empieza a calar, si no antes; las botas, no sé por dónde, hacen agua también; y de mis pantalones mejor no hablar; nunca me acuerdo de comprarme unos buenos.

La chocita es lo de siempre, pequeña pero bastante: cama, mesita, silla, ventana doble y un radiador potente. Lo enciendo, pongo el chaquetón a secar, y tras comprar una cerveza me voy para la sauna, que por suerte está caliente porque acaban de usarla. ¡Y cómo me gusta, entre round y round, salir al exterior y tumbarme sobre el frío y húmedo maderamen de la plataforma! Recibo la llovizna sobre la piel con total despreocupación, bebiendo a sorbos mi cerveza, sabiendo que en cinco minutos voy a estar sudando otra vez. Esto relaja.

Cuando termino en la sauna me doy cuenta de que tengo hambre; así que me voy al edificio principal, que es bar-restaurante, recepción y tienda. Junto a la barra hay una pizarrita con dos o tres alternativas para comer. Escojo el salmón y, mientras me lo prepara, pido otra cerveza y me siento a una mesa. Entretengo la espera observando el curioso local: es un sitio amplio, todo de madera veterana, pulida por el uso y con muchas cicatrices. De las paredes cuelgan infinidad de objetos, adornos, souvenirs, billetes extranjeros, postales, viejos carteles. Hay un grupo de gabachos en ropa de cazador sentados a una mesa, y en un rincón, sobre un banco corrido junto a la pared, medio oculto por otra mesa, el bulto de un hombre dormita. La escena me recuerda un poco a esas películas que transcurren en las montañas Rocosas.

El cocinero y barman, un joven que resulta ser también francés, y todo un chef, me trae el pescado con guarnición de patatas y otras verduras, que despacho con el hambre canina de la sauna. Está delicioso; uno de los platos de salmón más ricos que he probado. Mientras tanto, el hombre del rincón ha despertado y me mira unos instantes con curiosidad algo descarada antes de unirse a los otros gabachos. Al acabar, pago y regreso a mi chozo. Está lloviendo más fuerte que antes, así que hoy no va a haber paseo. Además ha sido una jornada larga y estoy cansado. En su lugar me pego una buena sesión de lectura. La habitación se ha caldeado, y me siento de lo más a gusto, a cubierto del frío y de la lluvia, que se oye caer. Me quedo dormido escuchando el murmullo del agua sobre el tejado, sobre la tierra, sobre la taiga, sobre el planeta todo…

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Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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