De todas las regiones de Noruega, rebosantes de una naturaleza sorprendente y soberbia, quizás el archipiélago de Lofoten sea el que ofrece una mayor riqueza panorámica, tan variada que parece casi inagotable: por su orografía, por su intrincado laberinto de lagos y fiordos, islas y canales, por la abrumadora abundancia de paisajes, por sus pueblos, la actividad humana, la alternancia de los climas… por todo. No cabe sorprenderse de lo muy turístico que es este país pese a su desorbitado nivel de precios, pues el viajero que aquí llega por vez primera se siente enseguida llamado a volver: para explorar más a fondo este ubérrimo paraíso de belleza o por más tiempo disfrutar los hermosos lugares ya visitados.
Eso sí: aunque a Noruega llega gente de todas partes y no es difícil toparse con españoles, italianos, asiáticos y de otros lugares más pobres, lo que más se encuentra uno aquí es turismo de los países ricos y cercanos: Suecia, Finlandia y Alemania.
Pues bien: para ir hasta Lofoten desde la carismática ciudad de Tromso –donde he pasado los tres últimos días a la espera de cambiarle la cubierta delantera a Rosaura– hay en esencia dos caminos: uno consiste en viajar hacia el sur por la ruta principal (o cualquiera de sus varias alternativas) y entrar a la región desde el este, y el otro, un poco más exótico, es desviarse primero al oeste hacia la isla de Senja y, allí, coger un ferry hasta la de Androya, la más septentrional del archipiélago. Personalmente, no me ha hecho falta pensarlo dos veces: mi afán por alejarme de las vías más transitadas y mi apego a los trayectos en ferry no dejaban resquicio a la duda.
Y aunque esta ruta que he elegido es, en principio, más corta que la otra (sin contar con el tramo en barco), las distancias en Noruega engañan mucho y, después de hacer casi doscientos quilómetros de marcador –eso sí: soberbios, a través de una colección de paisajes que quitan el hipo– apenas me he alejado setenta de Tromso, a vuelo de pájaro.
Por otro lado, como he salido algo tarde por la visita al taller de esta mañana, ya el sol empieza a declinar un poco cuando aún estoy a una hora de la terminal del ferry en Gryllefjord, así que me lo tomo con calma y, guiado de un letrero, me aparto por una carreterita a la izquierda hacia un camping que va a resultarme providencial: se llama Tranoybotn, justo frente a la entrada del parque nacional Anderdalen. Un rincón paradisíaco.
Así que no he hecho ni doscientos quilómetros en esta jornada, aunque me han llevado cuatro horas largas. Tan a menudo he parado para recrearme en la asombrosa naturaleza a mi alrededor, nueva y cambiante detrás de cada recodo, y tantas fotos me he detenido a hacer, que hoy apenas saco una media de 50 km/h. Pero así es como me gusta viajar: que la prisa nunca sea una variable en mi ecuación.
Por cierto que, viniendo de Tromso y pensando en los solitarios –cuando no desérticos– lugares que llevo recorridos, me asombraba con esta reflexión: ¡qué gran número de peluquerías estoy encontrando a lo largo de todo el viaje! Abundancia que, sobre todo, me llama la atención aquí en el norte, cuyos pueblillos apenas tienen otro comercio alguno. Localidades tan pequeños como Vadso, Mehamn, Kjollefjord y Storslett pueden tener media docena de ellas; y en Tromso las hay por todas partes. No habiendo sido mi padre un hombre a quien el buen juicio soliese acompañar, ¡cuantísima razón tenía! cuando afirmaba: entre los peluqueros jamás habrá paro porque la vanidad es más poderosa que el hambre, y antes se privará de alimento una mujer que dejará de arreglarse el pelo.
Por asociación de ideas, me resulta de lo más interesante estar hallando ciertas analogías fonéticas, bastante curiosas, entre el noruego y otras lenguas –eso de buscar etimologías y hallar conexiones entre los idiomas es una afición que siempre me ha apasionado–. Por ejemplo, peluquería aquí es frisøren, parecida a la polaca fryzjer, mientras que cerveza y calle se dicen øl y gaten respectivamente, similares a las finesas olut y katu. Vale que, por la proximidad geográfica, el noruego y el finés tengan algunas palabras comunes pese a proceder de diferentes familias lingüísticas, pero las coincidencias con el polaco ya no son tan evidentes. O, por ejemplo, volviendo a cerveza, es curioso también que, para denominarla, todas las lenguas escandinavas hayan adoptado la palabra de raíz ol salvo, precisamente, la más antigua de todas, el islandés, que utiliza la raíz común en Centroeuropa: bjór.
Desvaríos, en fin, de conductor ocioso con el mucho andar en moto.
El camping Tranoybotn me ha venido como anillo al dedo. No es que haya escasez de ellos en Noruega, pero éste ha aparecido en el lugar y momento precisos. Además la encargada, una joven entusiasta de su trabajo, agradable y servicial, me ha alegrado la tarde preparándome un plato combinado fuera de horas y dándome palique mientras lo despachaba. Es posible que el favor haya sido mutuo, ya que no tenía otro cliente más que yo. Adoro estos lugares pequeños y su ambiente familiar, donde la gente establece relaciones que van un poco más allá de lo meramente formal.
La cabaña que me ha dado está cerca del restaurante y no lejos de los servicios, y como por detrás da a un talud sobre el agua, goza de una vista excelente, inspiradora y relajante. Ahora, a un motero bien cenado que ha tenido un día muy completo tras el manillar de su jaca y difícilmente mejorable en placeres visuales, no le queda más que pasear por la orilla del pequeño golfo en busca de alguna última foto esquiva, quemar un poco de grasa y retirarse luego a su chozo para dar la bienvenida al poco de oscuridad nocturna que venimos ganando estos últimos días. Ya las noches no son tan claras como hasta hace una semana; aunque hoy, precisamente, una hermos luna riela sobre el estrecho.