Mismo día por la tarde, Pozo Almonte
Si El Salvador es uno de esos lugares remotos cuya apacible existencia parece discurrir al margen del mundo, Pozo Almonte, por contraste, me evoca los pueblos que describió Zane Grey en alguna de sus novelas, surgidos de la noche a la mañana, en medio de la nada, a la sombra de la construcción del ferrocarril o del hallazgo de vetas auríferas: poblaciones temporáneas, sin ley ni orden, levantadas y habitadas por gente que no echa raíces y por desaconsejables sujetosde toda calaña llegados al olor del dinero o a la llamada del bullicio. Lugares que se construyeron y crecieron con rapidez y que un buen día, al agotarse el filón o cesar la actividad que les dio vida, quedaron abandonados y medio desmantelados con igual o mayor premura.
Sito en el cruce de la Longitudinal Norte con la carretera que lleva a la turística zona de Mamiña y Pica, a raíz de unas recientes concesiones mineras Pozo Almonte hierve hoy de actividad comercial y constructora, al llamado de las cuales acuden buscavidas de todo pelaje: pedigüeños, saltimbanquis, vendedores callejeros, prostitutas, rateros, músicos ambulantes… ¡yo qué sé! En sus apenas tres quilómetros cuadrados hay, sin contar los puestos del mercado, al menos medio centenar de tienduchas y arriba de veinte o treinta comedores. Las calles secundarias (es decir, todas salvo la carretera Longitudinal) están infestadas por nada amistosos canes vagabundos (una de las peores plagas de media Iberoamérica) así como domésticos, pues no parece haber vivienda que no tenga su perro guardián; lo cual da una idea de lo poco seguro que debe de ser este sitio. Si esperaba yo encontrar aquí algo remotamente parecido a lo que he dejado atrás, andaba muy equivocado. De hecho, el lugar no invita a quedarse una segunda noche, así que ya veremos qué hago mañana. Y es una lástima, porque su ubicación en el corazón de una inacabable planicie, limitada sólo por unas suaves colinas a poniente y, muy lejos hacia levante, por las montañas de los Andes, sería idónea para hacer de Pozo Almonte un lugar de película. Ahora mismo, desde la ventana de mi habitación, veo teñida de rojo la lejana muralla de la cordillera, sobre la que avanza, por momentos, la penumbra del ocaso difuminando las laderas más bajas en tanto que los últimos fulgores del sol iluminan aún las cumbres, acentuando con sus sombras los relieves y delatando la orografía de valles y quebradas. En lo que tardo en escribir esto, ya sólo el pico más alto refleja, en tonos carmesí, la luz horizontal antes de desdibujarse a toda prisa, con estas últimas palabras, en la bruma grisácea del altiplano.
Es hora de salir a dar una vuelta.
…Y de seguir escribiendo, ahora en una cafetería que, para lo que se estila por aquí, parece de lo más decente. Unas páginas atrás, al hablar sobre mi paso por Antofagasta y Calama, me dejé bastantes cosas en el tintero que paso a consignar ahora. El autobús que, desde Chañaral, me había llevado hasta Antofagasta me dejó en su terminal central, que queda a una buena tirada del centro. Una de las pocas cosas que resultan baratas en Chile son los colectivos, como llaman aquí a los taxis porque van recogiendo y dejando pasajeros a lo largo de la ruta que realizan, indicada por un número que llevan sobre el techo. El precio varía con la distancia que cada pasajero hace y oscila entre 800 y, a lo sumo, 2500 pesos, siendo de 1000 –o sea: un euro– la tarifa más habitual. Así que, desde la terminal, cogí uno de esos colectivos para que me llevase al hostal, por nombre La Ruca, donde había hecho mi reserva. El local estaba regentado por un tal don Pedro (mucho les gusta aquí eso del “don”), un hombre pasados los sesenta y muy amigo de hacer esa clase de chistes que no tienen gracia; como tampoco la tuvo el que, por su cuenta y riesgo, le hubiese asignado a otro huésped la habitación que había reservado yo, ofreciéndome a cambio una distinta, menos de mi gusto, que para compensar me dejaba a un precio más ventajoso. Me ahorré algunas lucas, sí, pero no dejó de parecerme una práctica muy poco profesional. Cuando, charlando con él, me contó que estaba empezando con este negocio no pude evitar pensar que mal le iría si se dedicaba a hacerles tales jugarretas a sus huéspedes.
Construcción y mobiliario tenían, cierto es, aspecto de nuevos; y hasta había en mi habitación una mesa escritorio, detalle no muy habitual en la hostelería chilena; pero vi pelos en la almohada y en el aseo y, además, el cuarto carecía de calefactor, lo que me obligó a ponerme la colcha doble pese a que, según don Pedro, en Antofagasta no hacía frío. Otro defecto no menor del hostal era que las ventanas de las habitaciones, ubicadas en la primera planta, daban sobre un foso interior que, en la planta baja, fungía de zona común con mesas, cocinilla, bebidas calientes, etc.; disposición muy integradora que, no obstante, tenía el serio inconveniente de que las voces reverberaban en las paredes desnudas, ascendían a la primera planta y se oían distintas en los cuartos, estorbando el descanso de los huéspedes. Así que La Ruca va a llevarse, de mi mano, la primera mala reseña de su joven existencia.
Por la noche fui a cenar adonde don Pedro me aconsejó; pero ni siquiera en esto acertó el hombre, pues el lugar resultó ser un centro comercial moderno que sólo tenía las conocidas franquicias internacionales de comida basura. Detesto esos shopping mall sin personalidad ninguna, frecuentados por catetos y pequeñoburgueses que llevan allí a sus hijos como si de un parque de atraciones se tratara, y en general muy pasados de decibelios, entre la música de fondo y los gritos de los chiquillos; pero como me había pegado una buena caminata para llegar desde el hostal hasta allí, como las calles estaban ya oscuras y no me apetecía desandar mis pasos y ponerme a buscar por el centro otro comedor más de mi agrado, me conformé. Tuve al menos la suerte de escoger un local, el único en su estilo, que tenía aspecto de ser franquicia nacional y que ofrecía platos combinados a un precio asequible. Pedí un filete de salmón con verduras acompañado de chimol que, la verdad, no estuvo nada mal, así que después de todo cené bien aunque no fuera ese el tipo de restaurante que yo habría preferido, ni mucho menos el tipo de ambiente. Lo que mis oídos descansaron al abandonar aquella jaula de grillos no es para descrito.
Ya de vuelta en La Ruca, me acosté y pude dormir más o menos bien gracias, en buena parte, al cansancio y a unos tapones para los oídos. Al levantarme a la mañana siguiente salí un momento a sacar dinero del cajero (por fin di con el único banco que no cobraba comisión: Scotiabank), volví al hostal e hice luego tiempo allí, tomándome un café en la zona común, hasta la hora de marcharme. En la mesa de al lado había tres personas trabajando en sus portátiles. Una de ellas, un español prototipo del progre, pontificaba y ponía a parir nuestra fiesta nacional porque él –decía– era vegetariano.
Llegado el momento, tomé un colectivo hasta la terminal, donde me tocó hacer una larga espera porque mi “máquina” venía con retraso; tanto que, de hecho, zarpamos más tarde que el siguiente bus de la misma empresa con el mismo destino; cosa que, según veo, no es nada infrecuente en Chile a causa de los muchos imprevistos que pueden surgir a lo largo de las enormes distancias que cubren las líneas.
Como había tenido la previsión de comprar asiento panorámico (los de la primera hilada en el piso superior) disfruté el viaje de lo lindo. No me canso de contemplar estos vastos horizontes, estas ilimitadas planicies entre montañas, majestuosas en su aridez, que muestran, desnudas de vegetación, toda la paleta de colores de las rocas y el suelo, con predominio del marrón tabaco y los tonos terracota. Hacía mucho viento y, por todo el páramo donde se asienta Calama, atravesamos una tormenta de polvo que, a tramos, reducía la visibilidad a la de una espesa niebla y que sacudía al autobús con rachas de hasta 35 nudos, obligando al conductor a moderar aún más la velocidad. En otros trechos, barrida la polvareda al capricho del viento, el aire se despejaba por completo y podía verse en la lejanía, nítida en altura y extensión, engullendo al horizonte, la siguiente lengua de polvo.
Ya describí mi llegada a Calama y el problema que tuve con mis tarjetas bancarias y las dos reservas fallidas, que me hizo perder, sobre el retraso que traía el autobús, otra hora y media más, de manera que cuando por fin me vi alojado y asentado en aquel infumable hostal era casi la hora de cenar. Poco pude, pues, conocer de la ciudad, si bien tampoco me importó, pues con las caminatas que hube de pegarme entre unos lugares y otros tuve suficiente para hacerme una idea de cómo era. Me pareció una localidad de segunda categoría, algo mayor que Copiapó y notablemente más bulliciosa, sin el ambiente provincial de ésta. No obstante, pese a su contenido tamaño, es Calama ciudad importante porque sirve de nudo de transporte entre el eje norte-sur que cruza todo el país y el que, de oeste a este, une Antofagasta con Argentina. Es también paso obligado hacia varios destinos del interior, como la turística San Pedro de Atacama o algunas explotaciones mineras del altiplano, y por tal razón dispone de todos los servicios necesarios a esos fines, incluyendo algunos hoteles de mediana categoría, aceptables pero bastante caros (entre 60 y 100 dólares), donde suelen alojarse los ingenieros de las contratas y todo visitante al que la empresa le pague el alojamiento. El mero centro está abarrotado de comercios y restaurantes, sin que falten algunos pubs de aspecto infumable. Yo cené, bastante bien y por poco más de diez lucas, en un comedor tranquilo y de modesta apariencia en el que aprendí una nueva lección sobre la gastronomía chilena: a menos que seas un zampabollos, no pidas ningún plato que se apellide “a lo pobre”, porque te pondrán una fuente enorme, a rebosar del ingrediente principal (normalmente pescado, pollo o cerdo) más arroz, verduras y papas fritas, y coronada por un par de huevos fritos. Haciendo un esfuerzo y gracias a que traía bastante hambre fui capaz de comerme algo más de la mitad de aquel plato que, en condiciones normales, me habría dado para tres cenas. Después, como tenía sed, entré en dos de esos pubs que he mencionado, con la idea de tomarme una cerveza tranquilamente, pero no llegué a avanzar ni tres metros más allá de la puerta: oscuros, sórdidos, ruidosos y pululantes de hembras de dudosa apariencia, invitaban a cualquier cosa menos a relajarse; así que finalmente opté por comprarme una lata de Austral Hoppy (hop significa lúpulo) en una tienducha nocturna y bebérmela en la habitación.
Del hostal y la noche que pasé he dado debida cuenta en el capítulo anterior. Por la mañana, como salí tan temprano, me dio tiempo a cambiar otras pocas divisas y a escribir un rato mientras me tomaba un té infundido en leche en polvo (muy poco apetecible) en el mismo restaurante de la noche previa. Y eso fue Calama para mí: una parada en mi ruta hacia el norte sin nada que me la hiciese particularmente grata; aunque, la verdad, tampoco esperaba otra cosa, pues ya me tenían advertido que era ciudad poco recomendable. El caso es que tampoco me pareció sensiblemente más peligrosa que cualquier otra de las anteriormente vistas, pero de todas formas no invitaba a conocerla mejor.