Sólo en la infancia las horas son inacabables y eternas, lo mismo en su duración como, sobre todo, en su número; cuando no se sabe aún lo que valen, o quizá precisamente por eso. Sólo en la infancia es posible, por ejemplo, dejar pasar la tarde tras los cristales, sin sentir cómo el tiempo se nos escapa.
Pero, ¿cuál es el secreto del tiempo? ¿Cómo sustraernos a su esclavitud? Tal vez sólo sea posible gozar plenamente de la vida cuando nos olvidamos de él, pero entonces será también cuando más rápido se nos escape. No se puede disfrutar del tiempo y, a la vez, aprehenderlo, pues la sola consciencia y observación de su transcurso inhibirá el disfrute; salvo quizá en la infancia, esa dorada, gloriosa época en que aún no sabemos el valor de las horas. Después, en cualquier momento posterior de la vida, para extraer en medida apreciable los tesoros que el tiempo contiene sería necesario, ante todo, tener la conciencia tranquila, aunque vigilante; adormecida la esperanza, que no yerta; y aligerada, pero no vacía, la cabeza de proyectos. Haría falta, pues, ser niño otra vez; poder ignorar u olvidar lo que sabemos. La impaciencia, el miedo a perder ese tiempo -tan valioso y despreciable a la vez- nos impide sacarle el mayor partido posible; y puede que la vanidad sea también un obstáculo.
Ha de registrar sus recuerdos quien no quiera perderlos, borrados poco a poco de su memoria personal por el tiempo, y definitivamente de la memoria colectiva por la muerte. Y si ésta nos sorprende antes de que podamos paladear el grato manjar de la evocación, ¿qué huella quedará entonces de nosotros? ¡Ah, qué vida inacabada -como una contabilidad sin cerrar- habremos tenido! Sentimos a veces la urgencia de escribir nuestras memorias, pero si cedemos a este deseo de conservar el pasado, dejaremos de vivir mientras escribimos, de tener otras experiencias enriquecedoras; ¿y vale la pena perder una parte de la vida recordando? Alto precio pagaríamos por ese placer. Sin embrgo, vivir sin recordar podría significar, tal vez, perder la vida entera.
De una reflexión similar arrancó Heisenberg y acabó pariendo una ecuación.
Bueno: si no estoy equivocado, Heisenberg creo que arrancó de cierto litigio con las lindes de sus olivares.