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Es bien sabido que establecer contacto telefónico con algunos (que quizá sean muchos) servicios de las diversas administraciones públicas puede resultar tarea ingrata y difícil, cuando no “misión imposible”. ¿Quién no ha sufrido más de una vez la irritante experiencia de llamar repetidamente a uno, o a varios, teléfonos de tal o cual organismo público sin lograr que nadie descuelgue al otro lado?
Estos días atrás, por ejemplo, estuve llamando al Negociado de Acceso de la Universidad de Cáceres, pero no conseguí contactar con ellos, a pesar de que en su directorio hay nada menos que… ¡seis! números asociados a sendos funcionarios muy concretos, con nombre y apellidos; ni tampoco logré que me descolgaran, en la Universidad de Granada, ninguno de los tres teléfonos de la Oficina de Información General (es decir, la oficina que existe con el único y exclusivo fin de ofrecer información a quien la requiera).
Pues casos como éstos, a patadas.
Pero no se trata, ya, de pedir ni peras al olmo ni que ciertos empleados públicos contesten al teléfono. Esto, como el rey de Saint-Exupèry en su Principito, sería muy poco razonable. No, nada de eso. Se trata de algo bastante más elemental: si de los funcionarios no se espera (ni, mucho menos, se exige) que descuelguen el teléfono, ¿para qué estamos pagando con nuestros impuestos esos aparatos y esas líneas? ¿Para qué figuran esos números en los directorios? Bien podrían suprimirse, y ahorrarle así al contribuyente tan asimétrico gasto. Y digo asimétrico porque, por desdicha, muchos teléfonos de las administraciones públicas no parecen servir al pueblo que los costea, sino, si acaso, al funcionario de turno.
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