Ningún día me han engañado tanto las distancias en Noruega como hoy: sobre el mapa, me pareció que llegar al extremo occidental del archipiélago Lofoten desde mi idílico alojamiento junto al Myrlandsfjorden iba a ser cuestión de un paseo mañanero; pero cuando iba a mitad de camino me di cuenta de que, si no daba media vuelta, la tarde se me escaparía de las manos; y además me iba a mojar, porque a medida que avanzaba hacia el oeste, allá donde las islas se asoman Atlántico, el tiempo empeoraba a ojos vista.
Por otra parte, y anque parezca mentira, tanto paisaje y belleza han llegado a embotarme los sentidos; tantas vueltas y revueltas de la carretera, tanto detenerme a cada pocos quilómetros para hacer fotos o caminar hasta el recodo de un camino, hasta un promontorio, a la orilla del mar o al extremo de un malecón para disfrutar de esta asombrosa naturaleza, han acabado por agotar mi percepción.
Pero es que en este país de las maravillas no puede viajarse deprisa. Un turista meticuloso y constante podría pasar una semana entera viajando por estas islas inacabables sin dejar de sorprenderse un momento. No sólo las distancias son más largas de lo que parecen (como ocurre también en Islandia), sino que la variedad y lo majestuoso del entorno invitan a realizar frecuentes paradas que, inevitablemente, ralentizan la marcha hasta límites a veces ridículos. Para colmo, muchas carreteras noruegas están en pésimo estado, llenas de grandes baches donde milagro es que Rosaura no haya reventado aún una rueda.
Es curioso que, en muchos lugares, este paisaje me evoca el de Suiza, si bien que con agua salada donde allí es dulce; aquí mar donde allí son lagos; pero la semejanza es innegable: altas montañas empinadas elevándose desde el agua, pintorescas casitas de madera junto a la orilla o moteando las verdes laderas, nieve y glaciares en los picos más altos, granito y espesura, pinares, helechos, un aire frío y claro.
Como nota al margen, veo aquí con claridad los estrechos límites de la razón que esgrimen algunos para no comer carne: es más contaminante –dicen– criar proteínas animales que vegetales. ¡No será en Noruega, donde apenas hay terrenos cultivables! Tal vez ese argumento sirva para otras tierras (para las inmensas praderas de Oklahoma o el extenso y llano valle de San Joaquín, en California), pero en estas montañas escarpadas y rocosas, ¿qué otra explotación cabe sino la pecuaria? La carne que aquí se mata podría consumirla, con los ojos cerrados, el ecologista más escrupuloso sin miedo a agitar su conciencia, pues pocos usos más amables con el medio ambiente pueden darse a este campo, donde el ganado vive y pasta sin apenas conocer lo que es un establo o un pienso industrial.
Pese a sus escasos cinco mil habitantes, Svolvaer es tal vez la población más relevante de Lofoten, por su importante industria pesquera y un turismo creciente. Cuando he llegado, el puñado de calles que dan al puerto están llenas de gente brujuleando por las tiendas o sentada en las terrazas. Luce un ambiente animado y alegre bajo el brillante sol del mediodía, que yo aprovecho, entre otras cosas, para tumbarme en un banco junto al muelle.
Y de nuevo aquí –al igual que en Tromso– me llama la atención la gran cantidad de inmigrantes que hay, de razas varias: negros, indios, sudacas, asiáticos; una población que no habría esperado encontrarme en este país ártico, fuera de la Unión Europea y tan aparentemente ajeno a los sentimientos de culpabilidad que informan nuestras políticas de inmigración. No parece probable –me digo– que se trate de ilegales, estando las fronteras noruegas tan lejanas a las de sus países de origen. Más tarde me explicará mi casero que, de hecho, casi todos estos extranjeros tienen el status de refugiados políticos. Es decir, de “refugiados políticos”. ¡Qué cosas!
Un poco más allá de Svolvaer se yergue elegante, contra el mar y los riscos, la Vågan kirke (iglesia Vagan), que es el edificio de madera más grande al norte de Trondheim, y capaz para mil doscientos feligreses. También conocida como catedral de Lofoten, fue construida el mismo año en que España perdía las últimas colonias y vivía el traumático fin de su imperio.
Aún continúo un rato hacia el oeste antes de abandonar, por lo dicho, el proyecto de llegar hasta Moskenes, en la punta más occidental del archipiélago. Ahí se me quedará esa espinita clavada, probablemente, para siempre, porque un viaje como éste sólo se hace una vez en la vida.
De regreso en mi pequeño Edén privado junto al Myrlandsfjorden aprovecho la última hora de buena luz para explorar una de las empinadas laderas vecinas, llenas de verdor. ¡Pero vaya una empresa peligrosa que ha resultado! Ni las cabras andan por aquí. El terreno, geológicamente muy joven, es una escombrera natural de rocas, que el tiempo ha cubierto con una lustrosa capa de musgo, helechos y pequeños árboles, vegetación que esconde casi por completo el suelo por donde piso, de modo que un pie apoyado en falso me puede costar –y ha estado a punto de hacerlo– una torcedura fatal, si no algo peor.
Aunque el hombre ha habitado estas tierras desde la edad del hierro, me atrevo a pensar que quizá muchas de estas rocas no hayan sido jamás holladas por ser humano alguno; sobre todo a partir de determinada altura en la ladera, donde el avance se torna muy difícil y penoso, pero sobre todo fútil: ¿qué se le pierde por aquí a ningún hombre? Luego, una vez más pienso en Islandia: esto es igual que aquello, sólo que con vegetación; y me pregunto, ¿cómo es que allí, teniendo un clima más templado, apenas crece la hierba mientras que aquí abunda el verdor? A lo mejor un lector amable y sabio me puede responder.
Cuando he querido comprender lo arriesgado que ha sido meterme por aquí, estoy en un berenjenal del que me cuesta fatiga salir, máxime porque la bajada es más peligrosa que la subida. Tengo suerte de alcanzar de nuevo el camino sin haber sufrido ningún percance.
Y entonces –como a veces me ocurre en mis solitarias escapadas campestres– se me vienen a la memoria en tumulto, inesperados como soldados surgidos de invisibles trincheras, un centenar de recuerdos de mi infancia dorada –¡qué días aquéllos!–, cuando me llevaba mi abuelo a su huerta o –siendo aún más niño– al cortijo de El Álamo, y jugaba yo sin cuidado alguno por aquellos campos, descubriendo la vida, explorando el terreno pizarroso tan característico de mi Sierra Morena natal, haciendo dibujos en la roca con esas lascas grisáceas que, al pintar, producían un sonido –¡ah!– sedante como el de una tiza sobre el encerado; una existencia sin cuitas, sin saber de la ansiedad o la angustia, sin tener siquiera conciencia de la muerte; sólo mirarlo todo con los ojos muy abiertos, con esa curiosidad y concentración, esa capacidad para la sorpresa, que son patrimonio exclusivo de los niños. Todo el tiempo del mundo sólo para percibir y aprehender. ¡Qué días los de antaño!
Y de repente –¿por qué ahora, por qué aquí?– otro recuerdo que me nubla la vista: el de aquella mujer que, a sabiendas o no, dio al traste para siempre con mi monolítica fortaleza y se llevó… ¿qué?, lo último que me quedaba… tal vez de inocencia, sin duda de ilusión.
Qué sitios tan increíbles.
Gracias.