Sí, yo también pronuncié esas palabras en una ocasión. Pero, antes de juzgarme a la ligera, permítanme explicar cómo sucedió.
Fue durante mi primer viaje a Ucrania. No sabía nada de ese país excepto que era una ex república socialista soviética, que casi todo el mundo hablaba ruso y que había guapas mujeres. Aprovechando que a los ciudadanos europeos no nos pedían visado para entrar, simplemente crucé la frontera desde Polonia, donde a la sazón me encontraba, y al cabo de un largo viaje en marshrutka me hallé en Lviv, la “capital occidental” del país. Ahí busqué alojamiento en un youth hostel que, como casi todos, estaba lleno de gente joven -nacionales en su mayoría, en este caso- más algún que otro viajero como yo, y que me acogieron con bastante agrado. Gracias a Couchsurfing (aquella extremadamente útil pero malhadada plataforma), no tardé en trabar contacto con un puñado de cordiales ucranianos deseosos de conocer forasteros (a quienes predicar su causa, según años más tarde comprendí), y en menos de una semana ya tenía una docena y media de personas con quienes juntarme para salir por ahí a tomar algo, charlar y conocer la ciudad. Empero, pronto empecé a percibir, entre esta gente -y, de un modo más vago, en general en Lviv-, cierta atmósfera que me resultaba familiar, por haber visto anteriormente algo parecido en otros dos lugares: Cataluña e Irlanda. Lo que hallé de común entre las tres sociedades fue ese impreciso pero inconfundible espíritu de oposición, de antagonismo y “rebeldía provinciana” -si se me admite la expresión- en virtud del cual la actitud de la gente se centra, antes que en fructífera creación o construcción material o intelectual, en estéril negación y descrédito de “los otros”. En lugar de gastar sus energías principalmente en desarrollar cosas o ideas útiles y productivas, las malgastan en buena parte en tratar de demostrar su “peculiar identidad”, su distinción respecto a esos otros a los que durante siglos estuvieron unidos; más que interesarse por lo que son, estos pueblos parecen obsesionarse con lo que no son; y así, igual que los irlandeses no son británicos y los catalanes no son españoles, los ucranianos no son rusos. Estas sociedades, cuya existencia parece basarse no tanto en una tesis como en una antítesis y que dependen, por tanto, de la oposición a “los otros”, suelen estar bastante escasas de fundamento real. Cuando las contemplo, no puedo evitar pensar en que, si algún día esos otros desapareciesen de repente, ellas se encontrarían con que ya no tienen ninguna razón de ser, y su discurso, su estímulo y su fuerza vital probablemente se desmoronarían.
Así, pues, me encontré con que ninguna de las palabras rusas que yo había aprendido para la ocasión era bien vista por mis nuevos conocidos, aunque las entendieran perfectamente: en lugar de privet tenía que decir zdorov; en lugar de spasibo era dyakuyu; pozhaluista había de ser reemplazada por bud-laska, etcétera.
Un día esta joven cábala me llevó, con cierto desenfadado secretismo, a un pub underground en el que, para poder entrar, había que decirle al portero el santo y seña. Mis amigos, por supuesto, ya me habían instruido al respecto: “slava ukraini” eran las palabras mágicas. Huelga decir que yo no tenía ni idea de lo que significaban; ni maldito lo que me importaba: ese tipo de bobadas me suenan a pueril masonería, y lo que allí me llevaba era el deseo de pasar un buen rato. Estaba yo, por aquel tiempo, totalmente in albis respecto a la situación política no ya de Ucrania, sino del mundo en general. Así que pronuncié el ábrete, sésamo y, en efecto, me fue franqueada la entrada a la guarida de supuestos rebeldes; donde, por cierto, pasé la velada muy alegremente.
Fue sólo cinco años más tarde cuando, siguiendo por las noticias la nefasta revuelta de la plaza Maidan de Kiev en 2014, me enteré del significado de la mentada contraseña (“gloria a Ucrania”) y aprendí algo del contexto y el trasfondo de esa historia. Entonces todo me encajó, y comprendí el porqué de aquella percepción que había tenido en Lviv de los ucranianos (occidentales) como un pueblo que, al igual que los catalanes y los irlandeses, estaba sobre todo motivado por el rechazo, si no el odio, hacia otro mayor y más grande.