7 de julio, El Salvador
Un fastidioso airecillo de poniente, frío, ha soplado durante todo el día por estas altitudes, sin que el puro sol de invierno bastara, con su menguada fuerza, a calentarme el cuerpo. En parte para burlar a ese céfiro traidorzuelo, en parte también por variar la rutina de estos días y cenar algo decente, me he ido hoy a Diego de Almagro a pasar la tarde.
Hago un paréntesis para anotar que cada día comprendo menos los criterios que las empresas de transporte, en Chile, usan para establecer sus precios. De hecho, me tienen un poco perplejo. Según la web de Pullman, el billete desde El Salvador a Almagro cuesta 3600 pesos, pero el trayecto inverso sale por 6700 (ambos con el descuento aplicado del 10% por compra online), lo cual supone ya, de entrada, una asimetría difícil de entender. Pero luego, al comprar el pasaje de ida en la taquilla (donde pregunté por mera curiosidad), no sólo no perdí ese 10% de descuento, sino que me cobraron 100 pesos menos, o sea 3500. En vista de esto, parecía claro que, al volver, debería hacer lo mismo. Pero resultó que en la taquilla de Almagro no venden billetes a El Salvador (otra asimetría incomprensible), sino que el viajero debe comprárselo al conductor del bus. ¿Por cuánto? Por 3000 pesos. O sea que no sólo es falso ese descuento por compra online, sino que el pasaje pagado a bordo sale a menos de la mitad respecto al precio en la web. En cualquier caso, todo el sistema parece enormemente arbitrario, y el único elemento que por lo visto no falta es la deshonestidad de los empleados; pero una deshonestidad muy curiosa, pues parece estar institucionalizada y ser tolerada por la propia empresa. Es probable que en Chile, igual que en España, las rutas deficitarias (como sin duda lo es el trayecto Almagro-El Salvador) estén subvencionadas, de modo que Pullman puede hacer la vista gorda con los chanchullos de sus trabajadores porque ya le llueven los fondos del Gobierno. O tal vez sea la propia Codelco (la concesionaria minera) quien costee ese servicio, habida cuenta de que, como luego contaré, El Salvador es en cierto modo un pueblo privado. Esto podría explicar las anomalías en las tarifas que observo en esta zona.
En Almagro la temperatura era sóĺo un par de grados más que en El Salvador, pero suficiente para que, al menos al sol, no hiciese frío. Allí estuve dando un corto paseo y luego me senté un buen rato a leer en un banco del parque. En comparación con este soñoliento pueblo minero, hoy Almagro me pareció hasta bullicioso, aunque en realidad sea también un lugar muy tranquilo. A la hora de cenar me fui en busca del comedor que había localizado durante mi estancia anterior y del que había tomado buena nota por su insuperable relación calidad/precio; y no me decepcionó: me pusieron unas albóndigas con arroz la mar de sabrosas, acompañadas con una ensalada que, para los bajos estándares chilenos, era bastante decente, más un postrecito sencillo pero casero. Además, como no quise la sopa que daban de entrante, me cobraron cinco lucas en lugar de seis. Cenar por 5000 pesos en Chile es una auténtica ganga, aunque la cena no sea copiosa. Normalmente, por ese precio lo más que se compra es una hamburguesa o un perrito caliente, alias “completo”. Lástima que en El Salvador no haya un comedor parecido. Si algo echo en falta en este pueblo es una oferta gastronómica medio decente: la calidad de los restoranes a los que he ido (casi todos) es variable, baja en general y de precios caprichosos; sus menús, una monotonía que espanta. Tanto es así que no hallo el menor placer en salir por ahí a cenar, y un par de veces he optado por comprarme cuatro cosas en el supermercado y consumirlas en la habitación. El otro día compré una bolsa de aceitunas chilenas y me parecieron solamente pasables. No sabía yo que en esta parte del mundo se cultivase el olivo. También las vendían procedentes del Perú, más caras, pero preferí probar la variedad nacional. Ya tendré ocasión, cuando vaya al país vecino, de ver qué tal son las que allí producen.
Durante el trayecto de regreso pude disfrutar a mis anchas del paisaje que, tras los vidrios fuertemente tintados de la ventanilla, se mostraba ante mis ojos. Las sombras del atardecer fueron subiendo poco a poco por las colinas de oriente, primero las más cercanas, las más distantes después, hasta ir dejándolas una tras otra en la penumbra –como no fuese algún lejano pico de la cordillera, que conservó su tinte rosado unos minutos más– bajo un cielo rubricado, en dirección norte-sur, por una inusual franja de cirros. Hacia el poniente la vista era muy distinta: la serrada línea del horizonte se recortaba, oscura, contra el ardiente rojo carmesí del ocaso, garabateado por los trazos ora gris plomo, ora dorado brillante, de unas caóticas nubes altas. !Qué suerte –pensaba– haber venido a para aquí! Y todo por la casualidad de conocer, en el bus desde Copiapó, a un tipo que trabajaba para Codelco y que me habló de El Salvador. De no ser por esa conversación no habría tenido la curiosidad de desviarme a echarle un vistazo. Quién sabe si estos no van a ser los días mejores de todo el viaje. Pero aunque quisiera permanecer aquí bastante más tiempo no lo tendría fácil, porque la semana próxima, al parecer, se llena el hotel con una partida de mineros. De hecho, me dice don Mario que, en condiciones normales, ellos no dan alojamiento a pasajeros “particulares”, y que si me aceptaron fue porque en ese momento tenían vacantes de sobra. El Salvador, según voy comprendiendo por algunos detalles, es un caso muy curioso de “pueblo privado”, cuyo destino está en cierto modo de iure –y desde luego de facto— ligado al de Codelco y gestionado por ella. Sin ser pedanía, no tiene ayuntamiento propio, sino que está administrado por la empresa. Por ejemplo las licencias de construcción, el tendido y concesión de líneas telefónicas o de fibra, son cosa de Codelco; e igual ocurre con el resto de servicios. Quizá la palabra “poblado” lo describa mejor que “pueblo”.
8 de julio, mismo lugar
Otro día fresco en el altiplano, con ese airecillo que no lo deja a uno estar más que al sol, y aun así se necesita algún abrigo. He venido de nuevo a sentarme a una soleada mesa del quiosquillo Ahonde el Maruel, pero ni por ésas entro en calor. La luz de la tarde ilumina, frente a mí, la ladera oeste del Indio Muerto, confiriéndole un tono pastel, un tinte salmón descolorido, algo blanquecino incuso en sus zonas grisáceas, en nítido contraste con el pálido azul de un cielo límpido.
He estado varias horas intentando planificar mi próxima etapa, pero con muy poco éxito. No acabo de cuadrar el rompecabezas de rutas, horarios y alojamientos: las piezas no me encajan. Quiero acercarme a Perú, pero no por la costa, sino por el interior, lo cual es más difícil debido a la escasez de autobuses que van por esa carretera, los pocos sitios donde pernoctar y la mayor ocupación hotelera que la minería conlleva. En líneas muy generales, mis alternativas se reducen a dos: o hacer un rápido y económico viaje por el litoral, de una tirada, o emplear el doble de tiempo (y el triple de fondos) en un lento camino por el interior. Complica aún más la ecuación la circunstancia de hallarme en lugar tan apartado y a trasmano de todo como es El Salvador; pero eso es precisamente lo que le proporciona su encanto a este sitio. Ya veremos cómo consigo ensamblar el mecano.
Querría que mi próxima parada fuese Tarapacá o Pica, pero he hecho al menos quince llamadas a las muchas hospederías que hay por allí y no he encontrado ninguna vacante. Me pregunto qué clase de zona es esa. Por una parte, a juzgar por las fotografías, los nombres de los hoteles, las aguas termales y las muchas cabañas de alquiler, diríase que es zona turística; pero, por otra, la alta ocupación y la publicidad de “trabajamos con empresas” que tienen bastantes alojamientos, parecería que son pueblos mineros, quizá no muy distintos de El Salvador. Por lo demás, Tarapacá y Calama son las únicas localidades en el altiplano que puedo encontrar antes de llegar a la frontera del Perú.