Sobrevolando amores

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Hace ya rato que oscureció, pero en una noche estival como esta, a 53º norte y 25.000 pies de altitud, aún persiste hacia el noroeste la franja rojo-anaranjada del ocaso con su verdosa claridad, delineando los límites de la Tierra e insinuando su redondez a la mente del aeronauta.

Segun la información en la pantalla frente a mí, hemos sobrevolado Varsovia y ahora pasamos justo a media distancia entre Bialystok y Brest, las tres ciudades de tres perdidos amores con iniciales I, J y K. Una rara y evocadora coincidencia de místicas conexiones algebraicas. Y al volar sobre esas ciudades; al ver en el mapa los tres puntos que el trazo rojo de nuestra trayectoria enlaza, no puedo evitar recordar con repentina nitidez aquellos tres amores, sus semblantes risueños, la particular expresión de sus rasgos y los momentos más gloriosos de cada una de aquellas tres aventuras, nunca suficientemente largas…

I lleva un vestido corto y ajustado, negro como la noche que nos acoge, y, siempre sedienta de mis besos, colgada de mi brazo, camina junto a mí por el parque solitario, cadera contra cadera, inmersos en la espesa niebla veraniega que emana del suelo como un vapor fantasmal, sólo rota por el halo incorpóreo de alguna farola perdida… J va desnuda bajo una holgada prenda roja en la tarde soñolienta, y repta concupiscente sobre la hierba junto a la ribera, bajo el zumbido de las abejas; sus prodigiosos ojos de un límpido azul se burlan, lanzándome traviesos dardos que, al fin, estallarán en una lluvia de cristalinas e infantiles carcajadas… K en su vestido blanco de fino algodón se ha tendido, voluptuosa, sobre un banco de la arboleda, brillante su pelo dorado bajo los rayos de sol que, tamizado por las hojas de un álamo temblón, dibujan sombras movedizas e inciertas sobre su seno, sobre su vientre, sobre sus enloquecedores muslos blancos y turgentes…

Y entonces, al cabo de mis recuerdos, al saberlas allí abajo en algún lugar de esas ciudades que sobrevuelo (tal vez sentadas a una terraza, dando un paseo o asomadas al balcón de sus hogares), me pregunto: si reparan en la pequeña estrella viajera sobre sus cabezas, en la luz blanca de mi avión cruzando el cielo oscuro; o si escuchan el distante bramido de los reactores al rasgar el firmamento… ¿elevarán su rostro a la noche y pensarán “ahí viaja él“? Sus corazones ya ajenos, ¿tendrán el presentimiento de mi pasajera presencia en ese punto brillante allá arriba? O, si duermen, ¿se agitarán, durante unos segundos, en sus lechos o me albergarán en sus sueños? Sus espíritus de mujer, ¿susurrarán mi nombre a sus durmientes oídos o dibujarán una dulce sonrisa en la curva de sus labios?

¡Oh!, ¿y es que acaso tendrán, alguna vez, un pensamiento para mí..?

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El tramicidio

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¿Sabrá alguien darme razón
si, en los tiempos en que andamos,
tienen sentido los tramos
o son una aberración?

Pago si gano cuarenta,
quedándome en treinta y cinco;
y doy en la silla un brinco
al ver que me restan treinta

sin la extra de Navidad,
y al quedar fuera del tramo
de beca-universidad.

!Qué sueldo tan puñetero!:
si ganara treinta y nueve
dispondría de más dinero.

Se cuestionan los recortes
y la ley electoral;
y pueden acabar mal
los diecisiete consortes.

Que si el IVA, que si el rey:
¡todo es injusto en España!,
pero nadie mete caña
a los tramos de la ley.

Entiendo que antiguamente
resultara más mollar,
por no saber calcular,
darles tramos a la gente.

Pero, en el siglo veintiuno,
es terrible negligencia
no poner remedio alguno.

Ante tamaña injusticia,
el legislador, parece,
quiere seguir en sus trece
por torpeza… o por nequicia;

pues idear una ecuación
que haga todo progresivo,
ni precisa ser muy vivo
ni una cara educación.

Gobernantes, yo os invoco:
Eliminando los tramos
ganaos lo que os pagamos
y mejorad esto un poco.

No os quedaréis sin subsidio
por cometer tramicidio.

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El Pacífico de Costa Rica en fotos

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Bien acompañado me puse en marcha a Costa Rica en junio del 2012, la época más caliente del año en su costa pacífica, para un viaje de exploración. Allí nos esperaba una compañía aún mejor. Nos albergó una anfitriona excepcional y nos ofreció lo mejor de sí misma (que es toda ella). Gracias de corazón a Peggy por toda la ayuda y el calor que nos proporcionó. Como compañeros de piso adicionales teníamos a una cerdita perezosa y a una nube de frenéticos mosquitos. Como compañía especial, la sonrisa sempiterna de Silvia decoraba nuestras tardes.

Viajes para un lado y otro en un cochambroso todoterreno, preparativos para la mudanza de Suso a su nuevo hogar, bonitos paisajes de jungla, un sol despiadado, bonitas playas paradisíacas, de arenas blancas o negras, demasiada humedad, deliciosos zumos de fruta bien fríos, el más cálido mar que haya probado nunca, con las olas más divertidas, sabrosa comida que nunca era demasiado picante, hoteles de lujo, demasiados mosquitos, comida cayendo de los árboles, un baño nocturno en el océano bajo una tempestad de lluvia, las piñas más dulces y tiernas que pueda uno imaginar y, en general, todos los ingredientes para una quincena inolvidable.

Pero, como suele decirse, una imagen vale más que mil palabras. Así que aquí están las 23000 palabras restantes de mi historia para vuestro disfrute…

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El Ramón y Cajal, paradigma del buen trato

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Hospital universitario Ramón y Cajal, Madrid.

Hace tiempo que, desde estas humildes páginas, quiero brindar un merecido homenaje al centro hospitalario Ramón y Cajal (Madrid), que es el que a mi familia y a mí nos corresponde gracias (y nunca mejor dicho) al reparto territorial del Servicio Madrileño de Salud. Y me estoy refiriendo ahora tan sólo al hospital en sí, no a la pléyade de centros de atención primaria ni de especialidades que de él dependen.

Acudir a un hospital nunca implica nada bueno, pues señal es de que nuestra salud, o la de algún ser querido, anda en entredicho. Con todo, acudir al Ramón y Cajal es la vivencia sanitaria menos traumática, cuando no la más agradable, que he podido experimentar a lo largo de mi historial médico. Desde el primer día que puse allí un pie, y cada vez que, más adelante, he tenido que volver, me ha cautivado la asombrosa amabilidad de todos los empleados con los que he podido tratar: desde el personal de la limpieza, pasando por enfermeros, auxiliares, administrativos y técnicos, hasta los médicos y profesionales de más mérito -como decimos en mi pueblo. Y esta misma impresión la comparten, en idéntico grado, cuantos familiares o conocidos han pasado también por allí: el Ramón y Cajal es, con diferencia, el hospital de mejor atención y más humano trato al público y a pacientes que he conocido; hasta el punto de que no parece de esta España nuestra, tan llena de funcionarios -y laborales- escurridizos  o malhumorados. Y este es, tal vez, el mejor elogio que pueda hacerle yo a alguien o a algo: que no parezca español. Cuando acudo al Ramón y Cajal, nada le envidio al más avanzado de los países escandinavos.

Claro que esta amabilidad no puede atribuirse a la casualidad. Es estadísticamente imposible que en un mismo centro laboral, con miles de empleados, trabajen sólo personas amables por pura coincidencia. Este fenómeno no puede deberse más que a la voluntad y excelencia de una Dirección. Ignoro quién pueda ser el reponsable, pero desde mi insignificancia quiero decirle, con admiración: muchas gracias y enhorabuena. Del mismo modo, mis más cálidas felicitaciones a todo el personal del Ramón y Cajal que, siguiendo las enseñanzas o recomendaciones -¿acaso las órdenes?- de tan meritorios responsables, hacen, con su amabilidad y buen trato, mucho más fácil el difícil tránsito de cada paciente por su individual rosario de enfermedades.

Aprovecho el artículo para hacer también honorable mención al servicio de reclamaciones del Ramón y Cajal. En dos ocasiones he considerado necesario (o me he visto obligado a) interponer sendas reclamaciones por mala atención o servicio no en el hospital, sino en alguno de sus centros periféricos (atención primaria, especialidades, gestión de citas, etc.), y en ambas ocasiones han atendido mis quejas con exquisita puntualidad y eficacia. Mi enhorabuena y agradecimiento también a los responsables de este servicio.

Sirva de ejemplo el hospital universitario Ramón y Cajal a otros centros hospitalarios españoles (sobre todo a la sanidad extremeña, aún inmersa en el más primitivo caciquismo) y, de paso, también de ejemplo para casi todas las demás administraciones españolas, cualquiera que sea su ámbito. Si hubiese más trabajadores como los del Ramón y Cajal, la vida cotidiana de los españoles transcurriría con notable mayor suavidad.

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Bajo el cielo de Tampere

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Ella iba un poco bebida, como solía. Yo andaba un poco disperso, como de costumbre. En la parada de taxis, nos fundimos en un largo, cálido y fuerte abrazo. Pude leer su emoción en el tacto de sus manos sobre mi espalda. “Me gustas –dijo–. Nunca desaparezcas de mi vida.” “Sabes que no lo haré”, fue mi respuesta.

Caminé de regreso a casa. Bajo el incierto color del cielo, no podría decir –como siempre en aquel lugar– si era aún el crepúsculo o apuntaba ya el alba. Ni siquiera podría decir si era la luz de un firmamento real o la de un gigantesco escenario. Sólo sé que la bóveda celeste añadía un tinte fresco y natural que contrastaba con el neón y el mercurio del alumbrado callejero, y que mis pisadas sobre el asfalto no hallaban eco alguno en las casas vecinas.

 

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Solaris

Dr. Snaut (Jüri Järvet) durante su monólogo en la biblioteca de la estación

“¿La ciencia? ¡Bobadas! En nuestras circunstancias, la mediocridad y el genio son igualmente inservibles. No estamos interesados en conquistar cosmos alguno: lo que queremos es extender la Tierra hasta los límites del cosmos. No sabemos qué hacer con otros mundos. No necesitamos otros mundos: lo que necesitamos es un espejo. Nos esforzamos por establecer contacto, pero nunca vamos a encontrarlo. Nos hallamos en el insensato dilema de buscar una meta a la que, sin embarrgo, tememos, y de la que no tenemos necesidad alguna. El hombre necesita al hombre.”

Este es probablemente el mejor discurso en la película de Andrei Tarkovsky Solaris (producción rusa que ganó el Gran Premio del Festival de Cannes en 1972), una adaptación libre de la novela de ciencia ficción del mismo nombre escrita en 1961 por el polaco Estanislao Lem).

Aunque más larga de lo necesario y más lenta de lo conveniente, esta inolvidable película postula la definitiva insuficiencia de cualquier comunicación entre la especie humana y cualquier posible inteligencia exterior. Sus brillantes diálogos y el cautivador tema musical, la fuerte personalidad de sus personajes y la excelente interpretación de sus actores (entre los que merece destacar Jüri Järvet, en el papel del doctor Snaut) me llamaron poderosamente la atención, y quedé hipnotizado no sólo por su elegante puesta en escena, sino sobre todo por la riqueza de los temas sobre los que nos propone meditar.

Solaris es un ensayo filosófico sobre las limitaciones antropomórficas del ser humano; un sesudo drama psicológico que apunta hacia la futilidad de intentar una comunicación con vida extraterrestre. La trama se desarrolla en su mayoría a bordo de una estación espacial que orbita alrededor del lejano planeta Solaris, cubierto en su totalidad por un océano que es un único organismo pensante. En tanto estudian esta superficie oceánica desde la estación orbital, sus científicos son a su vez observados por el planeta consciente, que sondea los pensamientos y la conciencia de los humanos y tiene la facultad de recrearlos y materializarlos en forma humana. Tras años de investigación, la misión se encuentra estancada porque todos los miembros de la tripulación han sufrido crisis emocionales; y de aquí que la Tierra envíe a un psicólogo para que estudie y evalué la situación, aunque no hará sino toparse con los mismos fenómenos misteriosos que el resto de científicos a bordo de la estación.

Para mí, esta película es un must; uno de tantos que, por desgracia, el oligopolio de la distribución en Occidente rarísima vez trae hasta nuestras pantallas.

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En la iglesia

Cálida y algo ventosa, invitaba la tarde a pasear y saqué mi abatida osamenta para airearla por las calles del castizo barrio de Carabanchel. Me guiaba, en esta ocasión, la arisca desnudez de la tapia que, infranqueable, rodea el abandono de la finca Vista Alegre, cedida a beneficencia en el año de 1887 siendo rey Alfonso XIII y regente su madre, María Cristina. Al doblar uno de los recodos del perímetro desemboqué en el anacronismo de una pequeña plaza donde agonizan, asediados por el cemento y el asfalto, acaso los últimos restos del antiguo municipio: el viejo ayuntamiento, dos o tres casas centenarias y la secular parroquia de San Sebastián Mártir, junto a cuyos cimientos han desfilado ya más de quinientos años de historia.

¿Qué me indujo a entrar? No lo sé. Quizá la humilde placa que, deslucida y rota, conmemora su quinto centenario, o la búsqueda de un recogimiento que casi siempre encuentro en las iglesias. Al traspasar su puerta, me sorprendió un susurro de voces en el inmenso ámbito vacío y grave: allá al fondo, tras el altar, el cura oficiaba misa y, perdidos entre las hileras de bancos, cinco fieles otoñales, sólo cinco, asistían a la celebración, acompañando a aquél en los rezos. Me invadió una lasa tristeza: la nostalgia de una cultura que se extingue; quizá, también, el testimonio de mi propia vida. Permanecí unos minutos bajo la umbría nave, abrumado por el fragor de los recuerdos evocados al son, sempiterno y oscuro, de la letanía y a la vista de los celestes capiteles e iconos. Luego, espantando a los fantasmas con un imaginario ademán de la voluntad, salí de nuevo a la luz de la primavera.

El catolicismo no es, para mí, cuestión de creencias, sino de raíces.

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Crecimiento económico

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Es física y matemáticamente imposible crecer de forma indefinida en un sistema finito y aislado. Y el planeta Tierra lo es. Cualquier subconjunto de tal sistema sólo puede crecer a costa de los otros elementos. La expresión “crecimiento sostenible” es una falacia y una contradicción en los términos. Ningún modelo económico o social, ninguno, que no pase por abandonar el objetivo del crecimiento puede ser compatible con la igualdad, la solidaridad, la paz, la justicia social, la conservación de los recursos, el respeto a la naturaleza o a la vida, la libertad u otro ideal alguno de semejante índole que pretenda ser perdurable.

Y esto no es sociología, política ni filosofía. Es termodinámica.

Corolario: ya va siendo hora de dejarnos de tonterías.

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