La belleza sin cerebro…

…no sirve de nada.

Desde luego que no.

Rocks Hotel staircase

Escaleras del Rocks Hotel

Pues este era el lugar: Rocks Hotel; no el más lujoso de Macao, pero sí el más caro en el que yo había estado hasta ahora. Un edificio restaurado de estilo colonial, de cuando Portugal estaba en pleno apogeo; una ubicación inmejorable junto a la línea de costa, con una formidable vista al mar, frente al larguísimo Puente da Amizade que cruza la bahía. Paredes empapeladas, suelo de parquet, cama gigante, equipo estéreo de alta fidelidad, muebles de madera, baño alicatado en mármol, bañera estilo s XIX, tuberías de cobre, contraventanas mallorquinas, balaustrada de madera en el balcón, velador de mármol, zapatillas de toalla, albornoz y toallas bordados, juego de perfumería y aseo completo, internet y televisión por cable, pantalla plana de 42″, todo tipo de accesorios… ¡lo que se te ocurra! En la planta baja, un inmenso vestíbulo de mármol con escalera circular, armaduras adornando las esquinas, arañas de cristal colgando de los altos techos, claraboya tipo invernadero, tapices en las paredes, puertas de latón pulidas como espejos, gimnasio, una terraza de madera tan grande como un campo de baloncesto, jardín privado, todo elegancia y fasto. Aparte, cena y desayuno incluidos, con alimentos de la mejor calidad y gran variedad. Bueno, supongo que te haces una idea, ¿no?

Pero, nada más llegar, el primer tropezón: 1000 HKD de depósito por las llaves. ¿¿Quée?? ¡Eso son 100 €! ¿De verdad valen esas llaves tanto dinero? Es más de la mitad de lo que cuesta la habitación. Peor aún: ¿No es tener muy poca clase, en un hotel que quiere ser de primera, pedir un depósito por las llaves? Parece más apropiado en un albergue de segunda en el Soho londinense.

Así que le digo al tipo de recepción: “verá, eso es casi tanto como tenemos pensado gastar en toda la tarde; no esperará que vayamos a cambiar moneda sólo para pagar ese absurdo depósito, ¿no?” Me responde: “lo siento mucho, señor, pero…” Entonces mi novia pone un billete de 500 HKD en el mostrador y la otra recepcionista, que por suerte no era tan cabeza cuadrada, dice: “está bien, míster: podemos dejarlo en 500”. Así que nos extendieron un recibo, Sauce lo firmó y se lo guardó.

Era una escapada de sólo un día. A la mañana siguiente Sauce tuvo que levantarse temprano para regresar a China y acudir al trabajo, mientras que yo me quedaba desperezándome y holgazaneando en la cama, dándome una ducha, y luego tomando un lento, opíparo y exquisito desayuno tardío. Mi ferry zarpaba a mediodía, así que facturé a las 11 a.m. Estaban los dos mismos recepcionistas del día anterior. Al alargarles el recibo del depósito, me dice el joven: “no podemos entregárselo a usted, señor: está firmado por su esposa; tiene que recogerlo ella”.

Me precio de ser un viajero experimentado, pero semejante sandez no la había escuchado antes jamás, ni podría siquiera haberla concebido mi fantasía. Se comprende, pues, que me pillara por sorpresa y que durante unos momentos no supiera ni qué decir. Por fin encontré mi voz:

— Bien, pero mi esposa ya no está; se ha ido por la mañana temprano, y como yo me quedaba hasta más tarde no pudo devolver ella las llaves, porque si no yo no podría entrar y salir a mi antojo.
— Entonces, señor, mucho me temo que no podemos llevar a cabo la devolución. ¿Quizá puede usted pedirle que venga para firmar?

No podía creer lo que estaba oyendo. Me impacienté:

— ¿Qué narices me dice usted, oiga? Mi esposa está de vuelta en China; no puede regresar así, como si sólo hubiera ido al quiosco a por el periódico.
— Bueno, eso no es problema, míster. Tiene dos meses para recuperar la cantidad depositada y…
— Mire, ¿me está tomando el pelo? Se tardan dos horas en venir a Macao y otras tantas en volver, y el ferry cuesta 400 HKD. ¿De verdad me está sugiriendo que gastemos 400 dólares para recuperar 500?
— En ese caso, señor, no hay nada que podamos hacer…
— Vale. Hágame el favor de llamar al gerente.
— ¡Oh! Lo sentimos mucho, pero el gerente no está aquí ahora.

Era desesperante. Hice un último intento: “Pero, oiga, no me sea cabeza cuadrada: sólo hemos estado ella y yo en la habitación, hemos venido juntos, ella se ha marchado ya y ahora sólo quedo yo para firmar ese papel; así que haga el favor de llamar al gerente o a quien tenga Vd. que llamar, porque de lo contrario seré yo quien llame a la policía, al consulado o a donde sea; pero tengo que coger ese ferry a las doce y no voy a marcharme de aquí sin los 500 HKD; ¿está claro?” Por supuesto estas palabras no eran más que un farol: ni hay consulado español en Macao, ni serviría absolutamente de nada llamarlos, o a la policía, excepto para hacerme perder el ferry, cuyo billete, además, había comprado ya y no admitía cambios. Pero el farol debió hacer alguna impresión en la recepcionista, porque según él se encogía de hombros ella me dijo: “¿puede darnos el teléfono de su esposa para que hablemos con ella?”

Le di el número de Sauce y hablaron durante un minuto. Al colgar, la recepcionista por fin cedió: “bien, no hay problema: puede usted firmar el recibo y le devolveremos el dinero; pero tenemos que coger los datos de su pasaporte”.

Se los di con todas mis bendiciones. Y así fue cómo pude recuperar el abusivo depósito de las llaves. Pero este episodio y esa pareja quedarán grabados de forma indeleble en mi memoria como los más necios, rígidos y absurdos con los que haya tenido que lidiar nunca.

Ahora, si pudiera hablar con el gerente del hotel, le preguntaría: ¿de verdad vale la pena perder dos clientes y todo el prestigio por la rigidez de unas reglas idiotas, o por ahorrar en dos recepcionistas con su cerebro completo? Y es que, como reza un conocido eslógan publicitario: “La belleza sin cerebro no sirve de nada.”

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Macao: la última colonia europea en Asia

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Ruinas de San Pablo

Macao, paraíso fiscal y puerto franco, no es sólo casinos, oro y películas de Bruce Lee, sino un montón de historia de lo más interesante.

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Edificio del Club militar, al más puro estilo colonial

Como quien dice hasta antes de ayer, esta ciudad estuvo administrada por Portugal, aunque en realidad nunca fue una colonia propiamente dicha, sino un alquiler, por así decirlo: desde principios del s XVI, Portugal le pagaba un tanto a China por el uso del puerto, si bien los grados de autonomía o independencia de la ciudad variaron con los años. Al principio se trató sólo de un permiso para que los mercaderes portugueses atracaran sus barcos y establecieran un punto de comercio, pero a mediados del s XIX, con el crecimiento de la ciudad y el incremento de los intereses lusos, ambos países acordaron firmaron la ocupación perpetua y gobierno de Macao por Portugal, bien entendido que China no cedía la titularidad del territorio (que, por otra parte, le pertenecía desde hacía dos milenios). Y así ha permanecido Macao durante quinientos años, en menor o mayor medida, bajo la administración portuguesa hasta que en diciembre del 1999 China asumió de nuevo la soberanía de la ciudad, que de este modo ha sido la última colonia europea en Asia.

fortaleza

Cañón entre las almenas de la fortaleza. Al fondo, el Grand Lisboa.

Por cierto que los portugueses (o, mejor dicho, sus esclavos negros) supieron defender bien a Macao de los varios ataques que sufrió, por parte de los siempre alegres holandeses, para apoderarse a la fuerza de ese cotizado puerto; y aún quedan de ese tiempo una fortaleza y una batería de cañones en perfecto estado.

Hoy en día, Macao es, además de una próspera y rica ciudad, una curiosa mescolanza de economías y culturas; por ejemplo son oficiales el chino y el portugués, y todo está en ambos idiomas (aunque yo no he escuchado a nadie hablar el segundo). De facto, además, el inglés resulta casi oficial también, a causa del turismo y la innegable influencia británica: al igual que en Hong Kong, el tráfico rodado circula por la izquierda y los estándares eléctricos son los de Reino Unido; mientras que la moneda, por su parte, si bien es oficialmente la “pataca”, tiene un cambio fijo casi uno a uno con el dólar de Hong Kong, de modo que el uso de éste predomina. Por su parte, la gastronomía está también dividida entre oriente y occidente, y esto en bastante mayor grado que en Hong Kong, donde la cocina oriental tiene absoluto predominio.

Todos los rótulos están en portugués y en chino.

Todos los rótulos están en portugués y en chino.

Por lo demás, pese a la tan populista como vacía consigna china de “un país, dos sistemas”, la realidad es que Macao es tan chino como Hong Kong; o sea, muy poco tirando a nada. Mucho más cierto sería decir: “un ejército, dos países”, pues casi lo único que tienen en común China con Macao es el ejército (a cargo de China) y, supuestamente, las relaciones consulares con terceros; pero el hecho de que haya una frontera entre ambos países, y no haya además libre circulación de personas ni mercancías, da una idea de la práctica independencia de Macao (y Hong Kong) respecto a China.

Aparatoso y afectado, el Grand Lisboa resulta casi hortera.

Aparatoso y afectado, el Grand Lisboa resulta casi hortera.

Aunque sólo sea por fotografiar la extravagancia kitsch del colosal hotel Grand Lisboa; por contemplar las hermosas ruinas de San Pedro en la ladera de una loma que domina la ciudad, y en cuya cima se alza la fortaleza defensiva; por la curiosidad de recorrer sus calles de nombres portugueses escritos en chino, o por experimentar el contraste entre dos culturas tan diferentes, Macao bien vale una visita para el viajero que se encuentre en esta parte del continente asiático.

El barroco y ostentoso vestíbulo del hotel Lisboa no se queda atrás.

El barroco y ostentoso vestíbulo del hotel Lisboa no se queda atrás.

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Adiós a Skype & Whatsapp: hola Viber

viberSince lethal Microsoft purchased and took over Skype, the product started declining. That’s an undeniable fact. I still remember the Skype malfunctions and constant freezes with a shiver, right after being bought by Gates Allmighty and for a period of months. More recently, Skype’s smartphone apps leaved much to be desired, at least for Symbian and -quite ironically- for Windows Phone. The fact that the same company who ownes Skype provides the worst Skype app for their phones is not only pure irony: it’s a blatant mockery to the consumer. In effect, with the Skype for WP8 app you can’t send SMS. As to Whatsapp… not that I have anything against it. Quite on the contrary, it has been a faithful app, always working as expected, 100% reliable and, well, virtually free. Besides, the fact that pretty almost everyone has Whatsapp in their smartphones seems to make it an irreplaceable app. But nothing lasts forever in the speedlight developing world of computing, and a new app can grow while an old one disappears. And, in my opinion, the purchase of Whatsapp by Facebook will be the start of its decline. Many people don’t like their personal information, contact lists, etc, being traded with and, most of all, being crossed over other databases for the monopoly of a given business. And, on the other hand, where’s the point in having two different applications when you can have just one which offers the features of both? That’s why I welcome Viber: in the smartphone area, and except for sending SMS, Viber can do all what Skype and Whatsapp do together: this long existing and -probably for lack of a proper comercialization- generally obliterated little app can send and receive text messages and photos in exactly the same way as Whatsapp (i.e., with the “double check” system), and it can also place phonecalls to another Viber numbers, and to non-Viber numbers if you buy credit, exactly as Skype can do -and for cheaper fees, by the way. Sure: Whatsapp has promised us to implement voice calls, but Viber has simply taken over the lead from Whatsapp. Therefore, as of today, April 2014, Viber is more functional and totally free. As to Skype, I’m afraid they’re slowly lagging behind those two, at least in the world of smartphones; but not only, because Viber for the main computer OSes is also available (I haven’t tasted it yet, though). So, it seems that we have an unexpected new player in this game; or, rather, an old player on steroids, ready to kick out his contenders. Personally, I’ve already happily removed the Skype app from all my smartphones, which I was looking forward long ago, and if I still keep Whatsapp that’s for “backwards compatibility”, until my contacts migrate slowly (this will take quite a while, though; I acknowledge). In my computer, however, I still can’t do without Skype, because every now and then I need to send SMS to abroad, and I can’t replace that Skype’s feature with another program’s… that I know of.

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De cómo logré cruzar a China

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Esta aventurilla tiene un final feliz. O, bueno, algo por el estilo. Feliz, si no tenemos en cuenta el daño emocional causado por la pérdida del visado, por la imposibilidad de conseguir otro igual y por la desaparición de Sauce.

Tras el fracaso del trámite en la oficina consular para el visado exprés (me remito al capítulo III), comprendí que, por poco que me apeteciera, no me quedaba otro remedio que sacarme el visado Shenzhen de 5 días en la frontera. Pero ya no estaba de ánimo para ir ese mismo día, sobre todo porque Sauce me dijo que ese cruce fronterizo se ponía hasta las trancas de gente y que las esperas podían durar cuatro o cinco horas. Además, había aún muchas preguntas por hacer, muchos lados del viaje a tener en cuenta y muchas pegas a prever. Por último, ya había reservado una cama en un hostal para esa noche; otro hostal, con mi propia celdilla y una conexión a internet de verdad. Dedicaría el viernes a relajarme y a planear la invasión a China.

Si bien la información que había encontrado en internet sobre el visado normal era más o menos claro y consistente, no pasaba lo mismo con el visado Shenzhen. No parecía que muchos occidentales hubiesen tomado ese camino y escrito después sobre ello en sus blogs. Por eso tuve que hacer una investigación a fondo y, cogiendo detalles de aquí y de allá, intentar hacerme una idea global de cómo iba el tema.

Sólo hay, al  parecer, tres puntos fronterizos donde pueda obtenerse el visado Shenzhen; y, pese a estar muy lejos del apartamento de Sauce, el más fácil para un viajero que no sepa chino, como yo, era Lo Wu, donde el metro de este país conecta con el de Hong Kong; y sabido es que para un extranjero casi siempre es más fácil desenvolverse en el metro que con los autobuses. De modo que me tocaba viajar a Lo Wu, la última estación de una de las líneas subterráneas de Hong Kong, salir de este país, solicitar el visado en una esquina algo escondida de la Tierra de nadie, pasar con él a China y por último coger el metro hasta mi destino.

Pasé la mayor parte de ese viernes intentando conseguir información para no dejar nada a la improvisación. Déjame hacerte partícupe, lector, de una particularidad sobre moverse por China en la normalmente no caes hasta que no viajas allí: no sólo en China, sino en cualquiera de esos países asiáticos, hasta la tarea más sencilla no es tan fácil com parece; por ejemplo, la simple indicación: “coge el metro hasta Shekou” esconde varios problemas: ¿Cómo compras un billete de metro? Las máquinas expendedoras están slo en chino. No sabes si las tarifas van por distancia o si son una cantidad fija. Por supuesto, no tienes la menor idea de cómo se escribe “Shekou” en chino. Cuando te subes o cambias de línea, no sabes cuál de las dos direcciones has de tomar, y el hecho de que la mayoría de ellas se llamen Algo-Wan no ayuda, porque además casi todos los Algo se parecen…

De modo que ese día le puse varios correos a Sauce para que preguntara y me informase de detalles sobre cómo obtener el visado, cuánto costaba, cómo pagarlo, cómo llegar hasta su trabajo desde la frontera o cómo avisarla cuando llegase; pero sus respuestas eran del tipo: “aquí tienes el número de la oficina de visados” (como si ahí alguien hablara inglés), o bien “el metro desde tu hostal a la frontera tarda 37 minutos”, o “usa el GPS de tu móvil”, “pide un mapa del metro”, “conéctate a internet en cualquier Starbucks”, “cómprate una tarjeta de teléfono prepago al llegar”, etc. Mi favorita fue: Voy a ir hasta la estación de metro y les digo a los empleados que vienes”. ¡Pobre Sauce!, es tan inocente…

Al ver que por ese lado no podía contar con mucha ayuda, procuré obtener toda la información por mí mismo. Primero cambié algo de moneda para poder afrontar pequeños gastos al otro lado. Luego fui a un Seven Eleven para comprar una tarjeta prepago, pero en esto no tuve éxito, porque la dependiente no hablaba ni papa de inglés (¿quién dijo que en Hong Kong todo el mundo sabe inglés? ¿Fui yo mismo? Entonces aquí y ahora rectifoco y apostato) y no supo decirme si esas tarjetas funcionaban en China, ni cómo activar el roaming. De todos modos, Sauce me había dicho que había varios Starbucks cerca de su trabajo, todos con wi-fi abierta, así que con eso me bastaba para hacerle una llamada con Viber o Skype. Luego traté de familiarizarme con el mapa del metro de Shenzhen, intenté aprenderme las indicaciones que había encontrado en una web, or the rest, y por último recé un par de oraciones que recordaba de mi infancia, antes de que supiera que no era creyente.

Todos estos preparativos me llevaron tanto tiempo que ya pasaba largo de la medianoche cuando me acosté, así que no era especialmente temprano cuando me levanté la mañana del viernes. Lo que más me inquietaba era la aglomeración: como era festivo en Hong Kong, era muy probable que la frontera estuviese más abarrotada que de costumbre. Pero, como ya dije anteriormente, nada se resolvía preocupándome, así que traté de mentalizarme con la situación.

Eran sobre las 8:30 cuando me puse en marcha. Al principio no había demasiada gente en el metro, pero cuanto más me acercaba a Lo Wu, más gente había, hasta que estuvo hasta las trancas de gente con maletas. Al llegar al final, la gente empezó a apresurarse hacia la salida, y pronto se formó un tapón. A lo ancho del corredor había colgados del techo algunos letreros en inglés y en chino: Nationals, Mainland visitors, Visitors other than mainland. Me pregunté: ¿qué diablos era yo? ¿Un mainland visitor?, ¿O un visitor other than mainland? Aparte, ¿mainland visitor significaba un visitante originario de China “mainland”, o alguien que visitaba China  “mainland”? (Aquí le dichen “China mainland” a lo que en realidad es simplemente China, para mantener la ilusión popular de que Hong Kong también es China.) Si es lo primero, entonces ¿quiénes eran los nationals?; y si lo segundo, entonces ¿cómo podía alguien cruzar una frontera China para visitar algo que no es China? (Other than mainland.)

Como ves, un poco confuso. Yo, a todo el que veía con uniforme, le hacía la misma pregunta: ¿Shenzhen visa? Todos me indicaban que siguiera avanzando, que no estorbara. Al parecer, eso sí, no importaba en qué cola te pusieras. Y luego me di cuenta de por qué no importaba: ¡es que aún no habíamos salido de las instalaciones del metropolitano! Aquella cola era simplemente para salir del metro. Una vez pasados los tornos, había otro ancho corredor con letreros similares: “Handicapped and foreigners”, “Nationals”, “Diplomats”. No me extrañó que agruparan a los discapacitados y a los extranjeros en las mismas colas, porque siendo forastero en China te sientes discapacitado. En este corredor la multitud se espesó y avanzaba con mayor lentitud aún, como si fuera un líquido de extraordinaria viscosidad. Y aquí quedaba uno literalmente enlatado como una sardina, moviéndose a una media de dos pasos por minuto. Muy poco recomendable para claustrofóbicos. Una vez quedabas atrapado en esta masa (bien digo: era como una masa antes de meterla al horno) formabas parte de ella, y no podías más que fluir con el río humano, llevado por él. Yo procuré ponerme hacia el lado de los Handicapped and foreigners; al fin y al cabo soy un discapacitado. Tengo un certificado médico que así lo dice. Por eso me dieron el retiro anticipado.

De todos modos, según me acercaba a los puestos de control, me daba cuenta de que nadie prestaba atención a los letreros: todo tipo de gente iba desembocando en cualquiera de ellos. Comprendí que, viendo cómo se ponía aquello de gente, no podía ser de otro modo, porque una vez te integras en la masa no puedes derivar lateralmente. Pese a todo, no era tan lenta. Al cabo de más o menos una hora me vi por fin en uno de los puestos, y ya estaba en la Tierra de nadie, donde inmediatamente me puse a busccar unas escaleras mecánicas escondidas, hacia la izquierda, como había leído en una de las páginas web. Y, en efecto, allí estaban. Subí y me hallé en una habitación con varias ventanillas, rotuladas con Solicitar, Pagar, Retirar. Parecía bien claro. Tan claro como un letrero que decía: PARA EL PAGO DE LA TASA SÓLO SE ACEPTAN RMB (yuan). La tasa eran 168 yuan, pero yo sólo tenía ciento sesenta porque -muy atolondradamente- había confiado en que aceptaran también dólares de Hong Kong, ya que forma parte de china, como todo el mundo sabe. Por suerte, había allí un extranjero con pinta de veterano que fue lo bastante amable como para cambiarme algunos de mis dólares por algunos de sus yuanes.

visaShenzhen

Diez minutos después ya tenía la pegatina del visado Shenzhen en mi pasaporte. ¡Bien! A partir de aquí, cruzar la frontera china fue cosa de otros diez minutos: la multitud se había dispersado como por arte de Birli y Birloque, y las colas eran mucho más pequeñas. ¡Por fin estaba en Shenzhen… de nuevo!

Ahora, ¿cómo contactar con Sauce? Por suerte, los nombres de las estaciones de metro estaban en cristiano además de en chino. Lo que ocurre es que hay, básicamente, dos clases de señalizaciones de metro: las que parten del supuesto de que el pasajero se conoce de memoria todas las estaciones y líneas de la red, y las que no. Madrid es un ejemplo de lo segundo, mientras que Shenzhen es un ejemplo de lo primero; y al hacer el único trasbordo que tenía que hacer me llevó un buen rato dilucidar cuál de las direcciones tomar. Pero finalmente, tras una hora larga de metro, salí a la superficie en la estación Sea World.

Probé a ver si alguna de mis SIM funcionaba: la polaca lo hizo, pero me había quedado sin crédito por los excesos de los días anteriores. Para recargarla necesitaba internet, pero sin crédito no tenía internet. Entré a un McDonald’s y probé la wi-fi: era una red abierta, pero sólo para los poseedores de un teléfono chino: tienes que enviar tu número de teléfono, ellos te envían un código por SMS, y con ese código te conectas. Si no tienes un número chino, no hay código. Un poco xenófobo. Para los clientes extranjeros, entonces, ¿nada de wi-fi? Probé en un Starbucks, como me había dicho Sauce, pero tenían el mismo sistema. Gracias a dios, una de las camareras fue simpatiquísima y se prestó a darme su número para conseguir el código.

desdeArribaAhora que ya tenía una conexión funcional a internet, ya sólo tenía que llamar a Sauce, que estaría impaciente y expectante aguardando mi llamada, con todos sus radares girando. Pero estaba bien equivocado: su teléfono estaba desconectado. ¡Qué gran bienvenida! Así que nada que supusiera red móvil: ni SMS, ni llamada, ni Whatsapp, Viber o Skype; así que le escribí un breve email con un ultimátum, pedí un té en el mostrador y me puse a leer un libro. Media hora más tarde, la sonriente cara de Sauce asomó por la puerta…

El resto, lector, ya no tiene interés viajero. Ahora estoy en el 31º piso de un rascacielos, contemplando Shenzhen a mis pies, inmerso en la contaminada calima. Sólo puedo quedarme aquí cinco días; luego tengo que salir de China otra vez… a menos que convenza a algún funcionario de fronteras de que me amparan los treinta días de estancia que me garantizaba el visado original, el que me saqué en España. Pero eso, si  llega el caso, será materia para otra historieta.

¡Ah! Por si acaso te has preguntado cómo pudo Sauce regresar a Shenzhen dos días antes si no llevaba ni un duro encima, me dijo que el personal del metro había sido tan amable que la habían dejado viajar más allá de donde su billete le permitía. Pero también fotocopiaron su documento de identidad y le hicieron firmar y prometer que volvería a Hong Kong para pagar la diferencia de billetes: 15 yuan (ni 20 céntimos). ¡Ah, sí, qué amable esta gente de Hong Kong! Pero eso no es lo bueno: lo bueno es que Sauce es tan honesta que piensa ir a pagar su deuda…

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Las 24 horas que viví peligrosamente

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La situación era esta: por accidente, Sauce se había quedado tras de mí en una de las estaciones de metro, mientas que yo seguía camino hacia la de Causeway Bay. Estábamos telefónicamente incomunicados. No sabíamos cuál iba a ser el próximo paso que diera el otro, aunque ambos sabíamos lo que esperábamos que el otro hiciera. (Has de saber que existe toda una rama de la teoría del juego, con abundantes ensayos e investigación matemática, estadística y psicológica, para tratar este tipo de problema, llamado El dilema del prisionero.) Además, ella no llevaba ningún dinero, y yo no estaba totalmente seguro de que supiera exactamente cuál era la estación a la que íbamos. De momento, yo había decidido continuar y esperarla en Causeway Bay.

Pero, al llegar, me lo pensé mejor y estimé más aconsejable irme directamente al hostal; y es que, si bien Sauce podía tener dudas entre Causeway Bay o la estación anterior, en cualquiera que se bajase no podía dejar de encontrarlo, ya que nos habíamos alojado allí varios días en otra ocasión. Sea como fuere, empezaba a desesperarme el no entender cómo es que no podía contactar con ella. Todo el metro de Hong Kong tiene buena cobertura mívil, Sauce llevaba dos teléfonos (el mío y el suyo), ambos con tarjetas chinas, y yo la había visto hacer varias llamadas aquella misma mañana desde el aeropuerto, por lo cual me constaba –o así creía yo– que funcionaban; pero cuando intentaba llamarla no lo conseguía. No podía ser que hubiese apagado ambos móviles. ¿Qué ocurría?

Después supe que no era del todo culpa suya: resula que las SIM chinas no funcionan por defecto en Hong Kong a no ser que tengan previamente activado el roaming; lo cual, por cierto, es extrañísimo si recordamos que Hong Kong es parte de China, y si tenemos en cuenta que roaming es un término que implica dos países. ¿O es que acaso es roaming llamar desde Madrid a Barcelona? (Bueno, eso puede que pronto lo sea.)

No podía evitar estar preocupado, pero, como cualquiera te dirá que preocuparse no ayuda a solucionar problemas, decidí tomarme las cosas con calma y estudiarlas sin prisas. De modo que fui al hostal, pagué una cama, me acomodé, me di una ducha, preparé un té y me conecté a internet para echar mano de todos los recursos que pudiese. Intenté otros modos de contactar con Sauce: por Skype, email, Whatsapp… pero nada; era como si se la hubiese tragado la tierra. ¿Pero qué estaría haciendo ella, de todas formas? Habían pasado ya cerca de dos horas desde que nos perdimos en el metro y no era posible que estuviera aún esperándome en el mismo lugar. Cierto: no llevaba ni un duro encima, pero tenía un billete válido hasta Causeway Bay. No había muchas optciones entre las que elegir, ¿no?

Salí a la calle y me di una vuelta por todas las salidas de Causeway Bay, pero tampoco la vi. Por último, pensé: Pablo, Sauce no es una occidental; es china. Y en China -igual que en Cuba- a la gente no se le enseña a pensar del mismo modo que a los occidentales; de hecho, no se les enseña a pensar demasiado. Tener ideas propias no es algo que se fomente en los programas de estudio de los regímenes comunistas. Sobre todo entre los universitarios: estos son los más seriamente lobotomizados. Por consiguiente, y aunque parezca improbable y absurdo, quizá ella esté aún esperando donde nos separamos. Decidí volver a la estación donde la había perdido, tras dejar un mensaje para ella en la recepción del hostal, por si acaso.

Durante todo ese rato no había dejado de intentar llamarla cada diez o quince minutos, sin éxito; pero justo antes de bajar al metro escuché por fin el dulce tono de llamada y, enseguida, su voz al otro lado: wei? Sentí un gran alivio, y le pregunté que dónde estaba. Me dijo que de camino de regreso a Shenzhen, y a continuación empezó a protestar y quejarse porque había estado horas esperándome en la estación de metro, preguntádoles por mí a los empleados (¿?), y a decir que yo la había abandonado y… Colgué el teléfono. No estaba de humor para reproches.

No obstante, no debería haberme enfadado con ella, porque, como ya he dicho, después supe que las SIM chinas no funcionan por defecto en Hong Kong. Traté de ser razonable. Estas putadas ocurren, y ya está. Dejar que mi malhumor me dominase no me llevaría a ninguna parte, así que cambié el chip mental y me puse manos a la obra con el principal problema: ¿cómo iba a entrar a China y consumar mis vacaciones? Difícil asunto. Pedirle a Sauce que vienera a Hong Kong quedaba descartado: estos explotadores chinos son despiadados, y Sauce trabajaba para una pequeña empresa durante diez horas al día, seis días a la semana, sin vacaciones, sin poder ausentarse por enfermedad, sin seguridad social, sin nada. Así que tenía que arreglármelas para ir yo a Shenzhen.

Buscando en Yahoo (porque le tengo declara la guerra a Google) leí en algunas webs de viajes que había dos posibilidades, si bien la información estaba un poco desfasada, como de dos años atrás: la primera era solicitar otro visado en la delegación en Hong Kong del Ministerio Chino de Asuntos Exteriores (lo que es muy curioso, porque normalmente un país no tiene delegaciones consulares propias en su propio territorio; al menos que Hong Kong no sea China; pero no les digas eso a los chinos), que lo pueden expedir hasta en veinticuatro horas si llevas todos los papeles en regla, pagas la tasa de servicio express y tienes suerte. La segunda era ir hasta la frontera y solicitar allí un visado Shenzhen, que es un tipo especial de visado, expedido in situ sólo en tres de los varios puntos fronterizos entre China y Hong Kong, y que sólo autoriza para visitar Shenzhen (que es una “zona administrativa especial) durante un máximo de cinco días.

Como mi vuelo de regreso no era hasta hasta veinte días más tarde, la segunda posibilidad no tenía mucho sentido: si bien el visado Shenzhen es más barato, tendría que entrar y salir de China al menos tres veces, cruzando seis veces la abarrotada frontera, lo que implicaba un irreversible desperdicio de tiempo vacacional y desgaste neuronal. He de confesar que varias veces se me pasó por las mientes, también, la idea de adelantar mi vuelo de regreso y, sin más, volverme a España; pero lo descarté.

La decisión resultó, pues, bastante obvia: intentaría sacarme un nuevo visado de turista al día siguiente. Tendría que descargar e imprimir argunos documentos, rellenar algunos formularios, encontrar algunos edificios, hacer algunas colas y pagar algunos dineros; pero si era capaz de tenerlo todo listo por la mañana, podría recoger el visado veinticuatro horas más tarde y marcharme directamente a Shenzhen.

Era miércoles por la noche, un día que había resultado agotadoramente largo, jet lag incluido, tras diecisiete horas de viaje en avión sin apenas dormir porque junto a mi asiento estaba el típico grupito de cuatro tarugos rusos bebiendo cerveza y contando chistes toda la noche. Además al día siguiente tenía que madrugar. Me fui al dormitorio y me metí en la cama temprano.

A las 6 a.m. del jueves ya estaba en pie y manos a la obra. La oficina para los visados abría a las 9 a.m. y estaba a sólo un paseo desde el hostal, de modo que tenía tiempo suficiente para prepararlo todo. Sin embargo, en dos páginas web distintas con enlaces a los impressos, no coincidían ni éstos ni el listado de documentos a acompañar, por lo que me llevó un buen rato y bastantes consultas más el decidir cuáles necesitaba. Los bajé al portátil, los pasé a un pendrive y le pregunté al encargado del hostal dónde podía imprimirlos. Me dijo un lugar cercano, un cibercafé en el piso 11 de cierto edificio; pero al presentarme allí estaba aún cerrado: no abrían hasta las 9:30. ¡Mierda! Estas putadas ocurren con mucha mayor frecuencia de lo que deberían. Volví al hostal y el encargado se apiadó de mí; me dijo que bueno, te imprimiremos los papeles aquíe, pero espérate a que venga la recepcionista, que tarda diez minutos.

Los diez minutos se convirtieron en media hora. Eran ya las ocho cuando la recepcionista se puso conmigo, pero al hacer clic en “imprimir”, la impresora se quejó: “NO HAY TINTA”. ¡Vaya pérdida de tiempo! Me dio la dirección de otro cibercafé: Lockhart Road 95-100. En el mapa me pareció que estaba muy cerca, pero era una calle muy larga y pillaba en el otro extremo, así que tardé media hora en llegar, y otro cuarto de hora en encontrar el edificio, porque los impares estaban a un lado y los pares a otro, de modo que no podía haber ningún bloque que fuese el 95-100. Estaba el 94-100 en una acera y el 93-101 en la otra. Y por ninguna parte aparecía anuncio alguno de café internet. Pregunté en un bar donde un expatriado británico iba por su tercera pinta de la mañana, pero la camarera no tenía ni idea de tal cibercafé, mientras que el británico me aconsejaba que fuese a la Biblioteca Nacional, sólo a unos quince minutillos en taxi, donde podía entrar y usar las impresoras si mostraba algún documento de identidad. Se lo agradecí con efusión. ¡Peasso de consejo, tío!

Para entonces eran ya las 9 a.m., la oficina del Ministro Chino de AA. EE. estaría ya abierta y la gente estaría agolpándose en la cola (según las webs que había leído, solía llenarse). Empecé a sudar. Pregunté a alguien más por el cibercafé y me dijo que sí, había existido, pero había cerrado y en su lugar habían abierto un puticlub. Me pareció perfecto. Una prostituta seguramente no me vendría nada mal. Pero tenía que imprimir esos papeles, así que decidir regresar al primer cibercafé, el del piso 11º junto al hostal. Cuando llegué ya estaba abierto; salvo que no era un cibercafé sino una contaduría. ¿Qué demonios..? Cuando cogía el ascensor para bajar y buscar un lugar oscuro y escondido donde cortarme las venas lejos de miradas indiscretas, vi por el rabillo del ojo un letrerito junto al botón del piso 9º que ponía: E-CAFE. ¡Bingo! Era un lugar limpio, con aire acondicionado, ordenadores nuevecitos, abierto 24 horas (lo que significaba que podía haber terminado hace dos horas si me hubieran encaminado bien), y cuyo encargado era un tipo de lo más amable que me cobró precio de blanco y negro por impresiones que hice a color. ¡Por fin alguien majete!

Cuando al final me presenté con mis papeles en la oficina de visados, que fue fácil de encontrar, vi que no había mucha gente. Nada de largas colas, quizá gracias a la campaña desinformativa; tan sólo media docena de personas sentadas esperando a que su número se iluminase en los paneles, y otra media docena rellenando impresos en unos pupitres. Sentí un gran alivio. Cogí uno de los impresos de solicitud y fui hasta la maquinita que expende los números, a cargo de un jovenzuelo que creía ser almirante. Dos o tres personas esperaban y eran rebotados por él. Se veía que disfrutaba ese trabajo en el que gozaba de tal poder. Cuando me llegó el turno le pedí:

— ¿Me da un número?
— ¿Ha rellenado el formulario? –contestó.
— No, ahora lo relleno, mientras espero a ser atendido.
— No, rellénelo primero y luego le doy el número.

Vaya idiota. Hice lo que me pedía y esperé otra vez en su cola. Le alargué mi mano para que me diera el número, pero me preguntó:

— Enséñeme el pasaporte. –Y, tras inspeccionarlo, añadió–: tiene que fotocopiarlo junto con el resguardo de entrada a Hong Kong, en esa máquina de ahí (apuntó a una fotocopiadora donde había otra cola).
— ¿Y no me podía haber dicho eso antes? En fin, bueno, deme un número, por favor.
— No, primero hace lo de la fotocopia y luego vuelve. ¡El siguiente! –El tipo era un cretino integral.

En ese momento, por el rabillo del ojo vi un letrero pegado en una columna: Por ser días festivos, esta oficina estará cerrada desde el viernes hasta el lunes. El corazón me dio un vuelco: hoy era jueves. Le pregunté al almirante: “por cierto, si ahora solicito el visado exprés de veinticuatro horas para mañana…” No me dejó acabar: “¡Imposible! Antes del martes, nada”.

¡Todo mi gozo en un pozo! Fue un duro golpe. Se me quedó la moral por los suelos y, abatido y cabizbajo, salí del edificio. Me entraban ganas de enviar a China, a Sauce y a mis vacaiones al diablo, junto con todos los diplomáticos y las autoridades migratorias.

Ahora, lector, dime si tenía o no razones para considerar aquellas veinticuatro horas como las más estúpidas de mi vida.

Mas no hay que rendirse. Si quieres saber cómo por fin logré entrar a China de nuevo, acompáñame al cuarto y último capítulo de esta historia…

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Las 24 horas más estúpidas de mi vida

shenzhen

(Viene del capítulo uno: “El tour más estúpido de mi vida“)

Así que allí estábamos, Sauce y yo, mirándonos el uno al otro con el estupor pintado en el rostro, pensando “¿eh?” Durante unos minutos no supimos ni qué decir, hasta que asumimos que ya no había nada que hacer ahí, y que no cabía sino coger uno de los autobuses al centro de Hong Kong y buscar alojamiento; al menos para mí, ya que ella trabajaba el día siguiente temprano y quizá era mejor que se volviese a Shenzhen esa misma noche. Eran entonces cerca de la una del mediodía, así que al menos podíamos pasar unas cuantas horas juntos e intentar encontrar alguna solución, improvisar algún plan B, si bien el contratiempo me había pillado tan desprevenido que no se me ocurría ni cómo enfocar el problema.

Bueno, me refiero a ese problema en concreto, el de mi visado, porque enseguida nos encontramos con otro mucho más perentorio: como se suponía que estábamos en China, ninguno de los dos llevaba encima dinero de Hong Kong; y, para colmo, no había ningún cajero automático en aquel aislado puesto fronterizo, ni oficinas de cambio. Sólo teníamos los euros que yo había traído, y un billete de 50 yuan que tenía Sauce: moneda china, como unos 60 dólares de Hong Kong. El autobús costaba sólo 11 HKD por cabeza. ¿Podíamos pagar con el billete de 50 yuan? Sí, podíamos -nos contestó el conductor-, pero no podía darnos cambio. ¡Y eso que Hong Kong pertenece a China!

Como no teníamos elección, dejamos caer con tristeza el billete en la caja, con lo que Sauce se quedaba sin un céntimo en el bolsillo; aunque por suerte esto no sería un problema durante mucho rato, porque el autobús llevaba al centro -o al menos eso me confirmó Sauce-, donde encontraríamos un cajero con el que reponer nuestros bolsillos. El conductor arrancó, y nosotros fuimos en silencio un buen rato, rumiando cada uno sus propios pensamientos.

Llegamos a la última parada del trayecto mucho antes de lo que yo esperaba. Me sorprendió: no podía ser que estuviésemos ya en el centro. Y, en efecto, aquello no era el centro. De hecho, según mi GPS, estábamos aún muy lejos del centro. Por suerte había una boca de metro al lado, pero ahora ya no nos quedaba dinero con el que pagarlo; ni podíamos cambiar mis euros porque por allí no había oficinas de cambio, según nos dijo un transeúnte. La única opción era sacar de un cajero; pero, para eso, antes tenía que activar mi tarjeta de crédito. Era una tarjeta nueva que me había mandado el banco unos días atrás y que, precisamente en prevención de pérdidas o robos durante la ida, había preferido no activar aún.

Por suerte, tenía instalada en el móvil una aplicación para operar con mi banco, así que me puse manos a la obra, pero enseguida me topé con un nuevo obstáculo: resulta que mi compañía telefónica (Jazztel, dicho sea para que conste su descrédito) no ofrecía servicio alguno de roaming, como más tarde supe. Bueno, afortunadamente soy un hombre muy previsor y había traído otras tres SIM de distintos países, que había comprado en otros viajes; aunque no tan previsor, porque al meter la SIM alemana recibí un mensaje diciendo que no tenía crédito, de manera que esa no me servía. Una segunda SIM española me dio señal de red, pero ahora fue el teléfono quien falló (Windows Phone 8, dicho sea para que conste su descrédito), pues el sistema operativo no fue capaz de configurar adecuadamente el punto de acceso a datos. Menos mal que la última SIM, de una compañía polaca, funcionó; y cuando por fin pude conectarme con mi banco y activar la tarjeta, no pude leer el PIN porque Windows Phone no reproduce adecuadamente el contenido Flash de las páginas web. ¡Mierda puta!

En fin, no pasa nada -me dije-; aún me quedaba un último recurso: había traído una segunda tarjeta de crédito por si acaso, que había preferido no usar porque tiene comisiones sensiblemente mayores; pero… ¿qué coño importaba ya? Y esta vez sí que sí: la tarjeta funcionó, y con indescriptible alivio vi salir los billetes por la trampilla del cajero. Por fin teníamos unos cientos de dólares con los que pagar decenas de billetes de metro. Así que bajamos las escaleras mecánicas, pagamos nuestros billetes y nos dirigimos hacia la estación Causeway Bay, la más cerca al hostal.

A todo esto, y para estar en contacto mutuo a precios razonables, Sauce había traído una SIM china para mí, pero no pude insertarla en mi móvil porque el zócalo sólo acepta las micro-sim. Desde luego, hombre previsor como queda dicho, había traído yo por si las moscas un segundo móvil que usa tarjetas normales, pero éste hube de prestárselo a Sauce porque el suyo estaba casi sin batería; de modo que, después de todo, si necesitábamos hacernos alguna llamada tendríamos que pagar los abusivos precios de roaming.

Sí, toda una lamentable cadena de contratiempos. Pero aún habían de llegar otros peores: al hacer el primer transbordo camino de Causeway Bay, antes de subir al otro tren dudé unos instantes frente a las puertas abiertas del vagón mientras leía las estaciones en un panel; cuando vi que era el tren correcto, le dije a Sauce “¡vamos!”, y entré al vagón en el último segundo; ella, en cambio, algo lenta de reflejos, no tuvo tiempo y se quedó en el andén, con lo que se nos puso a ambos una gran cara de bobos al ver cómo las dobles puertas se cerraban entre nosotros…

Según el tren arrancaba, le indiqué a Sauce por la ventanilla que cogiera el siguiente -que era lo lógico, además-, pero ya cuando nos distanciábamos ella hizo otro gesto con el que, creí entender, me decía que regresara para recogerla. Sin saber bien qué hacer, me bajé una estación más allá y esperé al tren siguiente, en la confianza de que Sauce me habría entendido y de que, como es tan obediente, habría seguido mi indicación; pero me equivocaba: al montar en el siguiente metro comprobé que ella no estaba allí; de modo que ahora el dilema era doble: si volvía a bajarme para desandar lo andado con intención de encontrarnos en la estación donde ella se quedó, para cuando yo llegase tal vez Sauce ya no estuviera, habiendo a su vez seguido tras mi pista; si, en cambio, continuaba mi camino, corría el riesgo de que ella hubiese optado por seguir esperándome. Decidí continuar hasta Causeway Bay y esperarla allí, pues tarde o temprano -pensé-, viendo que no volvía en su busca, ella tenía por fuerza que comprender lo que debía hacer; al fin y al cabo sabía a dónde nos dirigíamos.

¿O quizá no lo sabía..?

Entre tanto, había intentado varias veces contactar con ella por teléfono, pero sin éxito: ni respondió a mis mensajes ni daba señal de llamada ninguna de sus dos líneas. Mas voy a darte, lector, un descanso, porque a estas alturas debes estar ya hasta la coronilla de mis adversidades o, si eres de los que empatizan, a punto de cortarte las venas. Te espero en el tercer capítulo… ¿o bien me esperas tú allí?

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El tour más estúpido de mi vida

hongkongNight
Si no hubiera sido tan desmoralizador, esta jornada podría hasta haber pasado por divertida; y, de hecho, espero que pronto, al mirar hacia atrás, sea capaz de reírme de ella; pero, por el momento, prevalece la frustración.

De modo que yo había comprado un vuelo a Hong Kong para visitar a mi novia -o, bueno, algo por el estilo- en China. Ella vive en Shenzhen, justo al otro lado de la frontera. Sí: deberías saber que, por mucho que el gobierno chino insista en que Hong Kong le pertenece, la verdad es que no, que nada de eso. Hong Kong tiene su propio y muy diferente gobierno, fronteras, policía, leyes, moneda, sentido del tráfico, economía y demás. Y, por supuesto, hay una frontera -bastante estricta, por cierto- entre China y Hong Kong, amén de que en ambos países son completamente opuestos los requisitos para la inmigración y el turismo. Los europeos, por ejemplo, no necesitamos visado para ir a Hong Kong, donde podemos permanecer hasta tres meses sin más documento que nuestro pasaporte en vigor, mientras que para China tenemos que solicitar previamente un visado, que nos será expedido -sin mucha dificultad, eso sí- por un máximo de treinta días, normalmente para una sola entrada. Pero lo que resulta mucho más estrafalario es que, aunque los chinos pueden, al igual que los occidentales, ir a Hong Kong sin necesidad de visado, ¡tienen estrictamente prohibido quedarse más de una semana! Así de mucho pertenece Hong Kong a China…

Aparte, sindo Shenzhen y Hong Kong ciudades contiguas, los vuelos internacionales a aquélla son el doble de largos y cinco veces más caros que a ésta, de manera que la jugada obvia para cualquier extranjero que vaya a Shenzhen es volar a Hong Kong y, una vez allí, simplemente cruzar la frontera; que es lo que yo hice -o, bueno, algo por el estilo.

Se suponía que mi novia -a la que podemos llamar Sauce- iba pedir un día libre para recogerme en el aeropuerto y entrar luego juntos a China; y, en efecto, allí estaba cuando salí de la terminal. Como ella no tiene coche, para no complicarnos la vida ni perder tiempo decidió que escogeríamos la vía cara: un servicio de vehículos particulares, para siete pasajeros, que nos llevaba directamente desde el aeropuerto hasta una de las fronteras; de hecho, hasta cruzarla. Un servicio muy cómodo que, por quince euros/cabeza, te ahorra molestias y colas; o, al menos, puedes quedarte tranquilamente en el asientu durante las esperas. El conductor se encarga de juntar los pasaportes, proporcionar a sus pasajeros los impresos para la entrada -que vamos rellenando durante el trayecto de media hora- y alargarle la documentación a los funcionarios de ambas fronteras. Nosotros escogimos el puesto de Shekou, al otro lado del puente que cruza la bahía, porque queda tan cercano al apartamento donde teníamos alquilado los primeros cinco días que casi podíamos ir andando.

Nada más pasar el puente que conecta ambos países hay una serie de casetas que, según deduje después, eran la frontera de salida de Hong Kong. Ahí apenas tardamos cinco o diez minutos. Sabido es que las comprobaciones de salida son mucho más ágiles que las de entrada… y no tan sabido es, aunque sí predecible, que Hong Kong tiene menos burocracia que China. Por eso la segunda espera resulta sensiblemente más larga, aunque no demasiado: antes de media hora ya habíamos acabado. En ninguno de los dos puestos fronterizos tuvimos que bajarnos del coche, ya que la práctica es que el conductor descorre las puertas del monovolumen y el funcionario comprueba los pasaportes, visados, y coteja las caras con las fotos desde su ventanilla. Pasado este trámite, unas decenas de metros más allá, junto a unas paradas de autobuses cabe un edificio, nos bajamos todos con nuestro equipaje y el conductor regresó al aeropuerto.

Normalmente, cuando estás en un lugar nuevo con alguien que es natural de allí, no prestas mucha atención a las indicaciones ni haces esfuerzos por orientarte ni te interesas por los detalles burocráticos: sencillamente te dejas guiar. Y eso es lo que yo hice: dejarme guiar. Sauce me condujo hasta el edificio y nos pusimos en una cola que asumí era la aduana, porque tenía los consabidos letreros en grandes letras verdes o rojas con Nada que declarar o con Bienes a declarar. Una vez evacuado este trámite, que supuse sería el último, aún tuvimos que esperar en otra cola de ventanillas para nuevas comprobaciones, sellos, visados o lo que fuera. Aunque no me esperaba este paso, tampoco me extrañó, conociendo cuán engorrosa es la burocracia china. De hecho, hasta entonces todo se había desarrollado con demasiada agilidad como para ser verdad, así que asumí que se trataba de la cruda realidad china haciendo un poco más difícil la vida de los viajeros.

Pero el colmo fue cuando, tras sortear ese obstáculo, y aun después de pasar por una especie de filtro sanitario en el que unas mujeres embozadas nos apuntaron a la frente con algo parecido a una pistola y le preguntaron a Sauce si estaba embarazada (porque no es la típica asiática enclenque), aún hubimos de hacer cola en una quinta barrera de mostradores. ¿Qué narices? Aunque por suerte las colas no eran muy largas, se trataba del cruce de frontera más coñazo que yo había visto nunca. En ninguno de mis viajes había pasado por nada semejante. Pero, en fin, ¿qué podía hacer uno sino someterse al procedimiento, por muy estúpido que me pudiese parecer?

Cuando por fin salimos del edificio nos encontramos en una zona donde había una serie de dársenas para autobuses, en todas las cuales ponía HONG KONG. No parecía haber ni un sólo autobús que llevara hasta punto alguno de Shenzhen. El único letrero en el que ponía SHENZHEN apuntaba a un ancho corredor que entraba de nuevo en el edificio del que acabábamos de salir, si bien que por otra de sus aberturas. Y fue entonces cuando empecé a perder la paciencia y a discutir con Sauce. Ella parecía perdida y sugería que sigiésemos las indicaciones a Shenzhen, y yo argumentaba que eso no tenía ningún sentido, ya que nos llevaba de nuevo al edificio de la burocracia fronteriza. “Tiene que haber algún camino hacia la ciduad”, protesté. Pero, al preguntar Sauce a una limpiadora, resultó que tenía razón: la única forma de salir a Shenzhen era a través del edificio. Así que allí nos metimos de nuevo; pero enseguida nos topamos de frente, al final del corredor, con… ¿adivina qué? ¡Una sexta serie de cabinas!

Aquello era demasiado. Demasiado. Decididamente, algo muy raro estaba pasando allí. Aunque ya me habían dicho que pasar de Hong Kong a China era muy tedioso, me parecía imposible que hubiese uno de pasar seis comprobaciones diferentes (sin contar con las pistolas de inspección sanitaria) para conseguirlo. Y, según pensaba esto, comprendí de repente lo que había ocurrido: ¡estábamos de nuevo en Hong Kong! Al entrar en aquel edificio tras bajarnos del vehículo, mi novia -o, bueno, algo por el estilo- me había conducido por el proceso inverso al realizado ya por el conductor, de modo que nos hallábamos otra vez en la casilla número cero del Juego de la Oca. Respiré  hondo un par de veces para no descargar mi malhumor con ella (con Sauce, digo; no con la oca) y, armándome de toda la moral que pude, acepté mi destino y me preparé para cruzar la misma frontera, por tercera vez esa mañana, y llegar de nuevo a Shenzhen, que es donde el eficaz servicio de transporte nos había depositado hacía ya dos horas.

Pero iba a hacerme falta mucho más que un poco de moral y paciencia, porque el funcionario, al inspeccionar mi pasaporte, me dijo: “lo siento, señor, pero su visado es de una única entrada y ya la ha consumido; no puede usted pasar con él a China”…

Y así fue como hice el tour más corto de toda mi vida, y probablemente uno de los más cortos en los Anales Universales del Turismo. Fue en vano tratar de explicarle al empleado que nos habíamos equivocado, que nuestra intención no había sido hacer una visita de cinco minutos a China, o pedirle que hiciera la vista gorda con nuestro pequeño error, que seguramente nadie se daría cuenta. No; enseguida nos hizo comprender -y no le faltaba razón- que el visado estaba usado ya, definitiva e irreversiblemente. Se habían hecho las correspondientes anotaciones en él, y ya figuraba en mi pasaporte el sello de salida de China; y aunque él me dejara pasar, los chinos no me dejarían entrar. ¿Y qué puedo hacer ahora?, le preguntó Sauce por mí. “Solicitar otro visado”, fue su lacónica respuesta.

Así Mr. Destino le puso la zancadilla a mi viaje y, de esta manera tan increíblemente estúpida, mis vacaciones en China se chafaron -o, bueno, algo por el estilo- antes incluso de haber empezado. Poco sabía yo en ese momento, sin embargo, que dicho contratiempo era sólo el primero en una serie de percances, alguno de ellos casi extravagante, que conspiraron para completar las 24 horas más absurdas de mi vida viajera… y de la otra también.

Pero de eso te hablaré en el próximo capítulo. Suficientes calamidades por hoy.

.em

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El Puerto de Santa María, vinos, marisco e historia

Estuario de El Puerto de Santa María

Estuario de El Puerto de Santa María

Oficinas centrales de las bodegas Osborne

Oficinas centrales de las bodegas Osborne

El Puerto de Santa María es nacionalmente conocido, sobre todo, por sus vinos finos y sus añejas bodegas, así como por su gastronomía del marisco; y pocos son los españoles curiosos o viajeros que no hayan visitado alguna de aquéllas o que no se hayan pegado un atracón en uno de sus afamados restaurantes. Y todo eso está muy bien, pero tal imagen nos proporciona una visión muy incompleta de la relevante importancia histórica de esta ciudad.

Así, parece probado que hace treinta siglos hubo, bajo lo que ahora es El Puerto de Santa María, un asentamiento fenicio que perduró durante nada menos que siete siglos, hasta la llegada de los romanos en el s II a.c. Luego estuvo poblado por los visigodos hasta que, en el s VIII d.c., fueron desplazados por la irrupción en la península ibérica de los árabes, quienes bautizaron con el nombre de Amaría Alcanatif a lo que, por entonces, era sólo una alquería dependiente de Seres (Jeréz).

Santuario fortaleza Castillo de San Marcos, con las cantigas de Alfonso X el Sabio

Santuario fortaleza Castillo de San Marcos, con las cantigas de Alfonso X el Sabio

Pero no fue sino hasta cinco siglos después, en 1260, que Alfonso X el Sabio retomó la ciudad para el cristianismo y la llamó Santa María del Puerto; y al otorgarle en 1281 la carta puebla pasó a formar parte de la corona de Castilla.

Placa conmemorativa a Colón

Placa conmemorativa a Colón

Y es a partir de entonces cuando empiezan los hitos de verdadera importancia histórica que marcan la ciudad. Previo a su famoso periplo, Cristóbal Colón fue huésped de los señores de El Puerto y recibió aportación para el viaje que le llevaría al descubrimiento del Nuevo Mundo, así como también para su segundo viaje. Aquí fue pertrechada la inmortal Santa María, propiedad del marino Juan de la Cosa, que fue piloto de Colón en 1492 y que en 1500 confeccionaría en El Puerto el primer mapa que incluye América.

Primer mapa cartográfico que incluía América, por Juan de la Cosa

Primer mapa cartográfico que incluía América, por Juan de la Cosa

Ya a principios del s XVI las calles de la ciudad se convierten en una aglomeración de comerciantes que vienen del Nuevo Mundo, siendo de este modo El Puerto uno de los primeros lugares donde podían comprarse los productos que venían de ultramar. Durante esa época de esplendor comercial, que duró dos siglos, se construyeron las lujosas viviendas de los cargadores a Indias, conformando un arquitectónicamente rico conjunto monumental de casas-palacio, una buena parte de las cuales se conservan aún en pie.

Iglesia de San Marcos, en la plaza de España

Iglesia de San Marcos, en la plaza de España

También por aquellos días fue El Puerto sede de la Capitanía General de la Mar Océana, lo que determinó su protagonismo en expediciones navales militares.

Después, la ciudad también jugó papel protagonista en los importantes acontecimientos históricos del s XIX, siendo cuartel general del ejército de los Cien Mil Hijos de San Luis para acabar con los liberales de Cádiz, libertar a Fernando VII y derogar la Constitución de 1812, restableciento el absolutismo monárquico.

Monumento al torero junto a la plaza de toros

Monumento al torero junto a la plaza de toros

Pero sólo fue en el s XX cuando El Puerto de Santa María se convirtió en lo que hoy conocemos, ya que, tras la recesión que siguió a la pérdida de las últimas colonias de ultramar, empezó a explotarse el comercio del vino y se mejoraron las infraestructuras para potenciar el turismo.

Patio interior de las bodegas Osborne en El Puerto

Patio interior de las bodegas Osborne en El Puerto

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