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La primera impresión que tuve al entrar en Estonia, subiendo desde Letonia, fue que aquí comenzaba en realidad Escandinavia; que esta, y no el golfo de Finlandia, era la verdadera frontera norte de la Europa oriental; y que Estonia no es, en el fondo, un estado báltico sino un país nórdico; o al menos a caballo entre uno y otro mundos.
Por una parte, cruzar esa frontera supone dejar atrás la pobreza post-comunista que en el área de la vieja órbita soviética resulta aún tan palpable. El contraste entre Estonia y Letonia es sensiblemente mayor que entre ésta y Lituania, que a su vez se lleva poco con Polonia. Ello en seguida se advierte en el estado de las carreteras, de los edificios, las calles y las casas, en la maquinaria agrícola, los vehículos, las señales de tráfico, el formato del comercio, la oferta de productos y –desde luego– los precios; pero también en la educación de la gente, su carácter no tan pueblerino, en la forma más respetuosa de conducir, el nivel de inglés y –cómo no– en su idioma materno, ya que el estón es familia muy cercana del finlandés. Incluso las gasolineras de este país, pese a su ubicación geográfica más continental, están ya abanderadas por las petroleras de sus vecinos del norte, al otro lado del mar, y el logotipo de Lukoil deja paso al de Neste Oil, el gigante petrolero finés.
En el capítulo anterior me había quedado pasando la noche en la apacible localidad de Mazsalaca, ignorante de si al día siguiente tendría que afrontar un nuevo tramo de carretera sin pavimentar hasta la frontera estona o incluso más allá, pues en mi mapa todas las rutas hacia el norte en treinta quilómetros a la redonda venían dibujadas en blanco, o sea de grava. Pero a la mañana siguiente un curioso hombrecillo que andaba por las traseras del hotel atareado en labores de albañilería y que se mostró conmigo extremadamente servicial, pese a no hablar una sola palabra de inglés se las apañó para explicarme, con gestos y profusión de sonrisas, que el camino hacia la frontera estaba todo asfaltado; así que en esta confianza, tras despedirme del amable peón con un agradecido apretón de manos, me aventuré directamente y sin más rodeos hacia el país vecino.
Bienvenidos a Estonia, la puerta de Escandinavia.
Con cierta tristeza dejé atrás el pequeño y entrañable estado de Letonia, su tranquilo pueblo fronterizo de Mazsalaca, para enseguida comprobar que mi informador no se había equivocado: Sigue leyendo →