Esto se desploma

(NOTA: Este texto fue escrito en enero del 2022, pero se me olvidó darle al botón de “publicar”. Por tanto, ha perdido actualidad. Pero como creo que no me quedó mal y, además, algunas de las cosas que digo continúan teniendo validez y alguno de mis pronósticos se ha cumplido, lo publico ahora.)

Durante las últimas fechas empiezan a menudear, cada vez con más frecuencia, una serie de señales premonitorias de que la mal llamada “crisis del coronavirus” está a punto de desplomarse. Como los pequeños parches de cielo azul que dejan entrever las nubes un rato antes de que comience a amainar la tormenta, algunas noticias sueltas, escuchadas aquí o allí, le indican al ciudadano atento que la borrasca covidiana tiene todos los visos de escampar pronto. Primero se oyó que Israel e Italia estaban considerando suspender la campaña de vacunaciones; después, que la Justicia francesa había desautorizado la mascarilla obligatoria por las calles de París; acá, una taifa española abandonaba la exigencia del pasaporte covid; allá, tal o cual país relajaba sus medidas restrictivas de libertades; hace poco se dijo que Alemania iba a dejar de vacunar masivamente; en casa, Pedro I El Guapo sale con que, para proteger al sobrecargado sistema sanitario -excusa inverosímil donde las haya-, se va a relajar el seguimiento del número de infectados; y ahora hasta la propia Agencia Europea del Medicamento desaconseja las dosis sucesivas del elixir mágico más allá de la llamada “de refuerzo”. ¿Y quién no ha oído durante las últimas fechas la nueva palabra fetiche: gripalizar?, que es el modo disimulado, en neolingua, de admitir que la covid no es otra cosa que una gripe, sólo que más virulenta. Por todas partes surgen “expertos” pronosticando el fin de la epidemia o incluso proclamándolo; quizá los mismos expertos a quienes antes no se permitía hablar, o quizá los que nunca han sido censurados y que ahora han modulado su mensaje; pero, en cualquier caso, portadores de un mensaje que hasta ahora estaba prohibido, y esto es lo significativo. Empiezan, además, a llegar reveladoras noticias del origen del SARS-CoV-2 que ponen de manifiesto que fue una creación artificial encaminada a conseguir el mayor negocio farmacéutico de la historia. Hay ya, pues, bastantes indicios de que esta colosal estafa no puede colar por mucho más tiempo ni siquiera en las estupefactas sociedades del siglo XXI, y aunque todavía muchos gobiernos y medios de comunicación persisten en mantener sus campañas del pánico, como últimas cortinas de lluvia desprendidas del cumulnimbo que a ojos vista se disipa, cada vez son más los que prefieren no rezagarse, para su futura vergüenza, en abandonar una causa que se hunde irremisiblemente.

Por supuesto, ni esos medios ni esos poderes públicos, ni tampoco las entidades extragubernamentales o las agencias supranacionales, ni mucho menos las hipnotizadas masas populares que han sostenido o se han adherido, a menudo histéricamente, al discurso del terror covidiano admitirán jamás que estuvieron equivocados o que sirvieron a intereses que nada tenían que ver con el de la ciudadanía ni con el bien público. Todos mantendrán que las restricciones de libertades y las obligaciones impuestas, pese a su escandaloso tinte totalitario, fueron absolutamente necesarias; que la vacunación masiva e indiscriminada, confundiendo correlación con causalidad, ha sido altamente efectiva; que se actuó en todo momento en aras de la salud pública y el interés general; y sólo los más autocríticos aceptarán, como mucho, que si en algo estuvieron errados fue porque, con la información disponible, no podían haber hecho u opinado otra cosa.

Al contrario de como ocurrió cuando se organizó todo este tinglado, que fue una acción coordinada a nivel mediático, gubernamental e institucional a escala planetaria, el desensamblaje al que ahora asistimos muy probablemente no esté patrocinado, dirigido ni coordinado por nadie; más bien al contrario: seguramente se produce de manera espontánea, merced a las leyes entrópicas a que se somete todo sistema natural abandonado a su suerte o, como en este caso, en que la inconsistencia y el absurdo han llegado a tal punto que ya no era posible seguir manteniendo la farsa por mucho más tiempo; y se produce sin duda a despecho de Big Pharma y de todos aquellos a quienes la covid ha sido de utilidad. Por eso no veremos desaparecer la nube hongo tan rápidamente como se formó, sino que asistiremos aún a varias semanas o incluso meses de polémicas, medidas de retroceso, aparentes titubeos, últimos coletazos y otras señales indicadoras de que el agonizante fantasma se resiste a morir. De hecho, es muy probable que algunas de las medidas tan ineficazmente adoptadas, como el uso de mascarillas en medios de transporte o supermercados, vayan a prolongarse indefinidamente en el tiempo, acaso para recordarnos, y recordar a todo el mundo, como el hierro con que el propietario marcaba a su ganado, a quién pertenecemos: “ciudadano súbdito del Great Reset”.

Pero aunque esta crisis tenga los días contados, no hay muchos motivos para la alegría, porque el daño ya está hecho y, en muchos aspectos, es difícilmente reversible: las sociedades debilitadas por las nuevas brechas abiertas, las familias agrietadas por el desacuerdo y la decepción, la economía irremisiblemente maltrecha, la ciudadanía enfrentada a su propio miedo, la indefensión aprendida, la conciencia de nuestra propia insignificancia y la pérdida de fe en la humanidad, la aceptación del sometimiento… Nada, absolutamente nada, impide a los poderosos embarcarnos mañana en otra crisis igual, o peor, y volver a someternos con incluso mayor facilidad bajo la misma disculpa de la emergencia sanitaria. Hemos renunciado a nuestra libertad, un derecho que tantas guerras y milenios costó arrancar, en favor de la salud, que ni siquiera es un derecho y que en ningún caso está garantizado. Hemos olvidado que, si les permitimos que se salten las leyes cuando se produce una situación extraordinaria, siempre encontrarán una situación extraordinaria para saltarse las leyes. Cierto es que sin salud -o sin vida- no se puede gozar de la libertad, pero yo digo que, sin libertad, la salud no vale nada.

Acerca de The Freelander

Viajero, escritor converso, soñador, ermitaño y romántico.
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