Caminos en el aire

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Tras una semanita con un amigo recargando las pilas en Bamberg, confieso que me da pereza retomar la carretera para emprender esta última etapa del viaje. Pero estoy en el principio del fin; la última etapa de este viaje a Ninguna Parte.

La mañana está de nubes y claros, agradable, otoñal; pero a medida que avanzo y gano altitud voy encontrándome algunos parches de niebla y la temperatura desciende. En Uffenheim me paro a tomar un té en una tranquila pastelería mientras estudio la ruta a seguir. Luego, la tarde se viste por completo de gris y refresca aún más: doce grados. El paisaje, en cambio, va haciéndose más bonito, más rural, moteado de viejos caserones que albergan hermosas hospederías y restaurantes, donde el otoño está más avanzado y donde el monte ofrece llamativos contrastes de ocres y verdes, junto a ese evocador olor a humo de leña al pasar por los pueblos…

Acercándome a la selva Negra

Acercándome a la Selva Negra

A las cuatro y media, óptima hora para dar la jornada por concluida, me paro en Wüstenrot, donde hay una agradable pensión a buen precio. Es un pueblo más bien soso, pero sus alededores son bonitos. Una vez instalado, me doy una larga caminata por los sembrados y un bosquecillo no lejano de pinos y secuoyas, donde el camino se desdibuja hasta desaparecer. El suelo en las umbrías está húmedo, y cuando regreso al hotel tengo los tenis llenos de barro. Me toca andar de limpieza. Por cierto que la encargada es muy agradable, y hay además otra empleada, una joven morena, que me mira de ese modo en que saben mirar las mujeres traviesas… ¡Lástima que últimamente no estoy para esos trotes!

*   *   *

El nuevo día amanece lluvioso. Marco el mismo rumbo que ayer, en dirección hacia la Selva Negra, tal vez la región más bonita de Alemania. A medida que avanzo la carretera se ondula, se hace más divertida para la moto; y más amena también, con hermosos y variados paisajes de bosques y sembrados, pueblos antiguos, casas pintorescas, olvidadas estaciones de ferrocarril. Sólo la lluvia me estorba un mayor disfrute.

Me detengo a comer en una pizzería de pueblo. Es un poco tarde para los horarios alemanes, y van a cerrar en breve; pero estos italianos son gente agradable; me sirven unos sabrosos tagliatelli mientras ellos mismos almuerzan. Hablamos un poco; ellos en italiano, yo en español, pero nos entendemos. Mi experiencia con restaurantes mediterráneos en Alemania suele ser bastante positiva; encuentro que hay buena armonía entre gente de la Europa latina.

Por cierto que quiero dejar una nota de elogio para los vinos alemanes de esta región: blancos, secos como a mí me gustan, fáciles de beber y muy agradables de sabor.

Alrededores de Bildechingen

Alrededores de Bildechingen

Afuera sigue lloviznando; una lata, porque el agua requiere una indumentaria motera muy particular, que yo no traigo. Acabo el almuerzo y continúo camino un rato, hasta que, a eso de las cuatro, llego a Bildechingen, un puebo sin atractivo ninguno pero que al menos tiene un hotel; y como estoy cansado de lluvia voy a quedarme aquí. Nada más traspasar la puerta, un intenso olor a tabaco rancio me da una bofetada. El encargado me recibe con desgana, fumando, y lo primero que hace es leerme la cartilla de las normas: pago por adelantado, sólo efectivo, check-out a las 9:30 (lo más temprano que he visto nunca), baja la llave a recepción al marcharte, rellena y firma este papel si quieres acceder a la wifi… Es un impreso en alemán que, supongo, exime al hotel de responsabilidad por los delitos que yo pueda cometer a través de su conexión. Ridícula medida si luego ni siquiera comprueba mis datos; o quizá es que la picaresca española va por delante de la desconfianza alemana. Para colmo, en la habitación hace frío y, como da a la carretera, es ruidosa.

Por último, el pueblo no tiene una sola tienda donde poder comprar dos chucherías con que matar el hambre a la noche. El hotel tiene restaurante, pero no estoy dispuesto a dejarles ni un duro más. Prefiero aguantarme el hambre. En realidad ni siquiera es hambre, sino la ansiedad, que no me deja en paz.

*   *   *

Con mis problemas de insomnio, tener que levantarme pronto para dejar la habitación a las nueve y media me sienta como un tiro. No he descansado bien. El día amanece encapotado. Recojo mis cosas en diez minutos y me largo de este pueblo y este hotel tan poco hospitalarios. Sigue lloviznando.

Sólo tres quilómetros más adelante, en Horb am Neckar, al ir a echarme a un lado, tengo una caída tonta; la primera caída con Rosaura. El bordillo, oculto por un charco, era más alto de lo que parecía, y el exceso de confianza hace el resto. Dos mujeres que esperan el autobús me ayudan a incorporarme y a levantar la moto: los desperfectos materiales son despreciables, pero yo me he hecho daño en la mano derecha. Sin hacer caso a mis protestas, las señoras llaman a una ambulancia, que me lleva a un hospital al que podría ir andando, porque está sólo a dos manzanas; pero entonces no cobrarían la carrera.

Una vez en admisión, tienen algún problema con mi tarjeta sanitaria europea, que al parecer no es tan europea. (Estos políticos no saben más que mentir al pueblo.) De todas formas me atienden sin ponerme pegas. Me dice el médico que en las radiografías no se ve ninguna fractura; que será sólo una contusión; así que me ponen un buen vendaje y en una hora estoy fuera. La verdad es que todos han sido muy amables conmigo.

Ahora, ¿podré manejar la moto con la venda y el dolor, o tendré que buscarme un hotel y esperar a ver cómo evoluciona? Sólo hay un modo de saberlo: continuar. Durante la primera hora de conducción me molesta, pero parece que los guantes me contienen la mano bastante bien; al menos no empeora; y de hecho poco a poco -supongo que por efecto de la pomada que me han puesto- se me va pasando. La cosa marcha bien.

Típica construcción alemana

Típica construcción alemana

En Alpirsbag hago una parada para comer y darle un buen descanso a la mano. Es un pueblo de sierra precioso, rodeado de bosques y lleno de esas bonitas casas tan típicas de aquí, antiguas pero muy cuidadas, con sus refuerzos de madera vista y pintadas con diverso estilo. Sería un agradable lugar para pasar la noche, pero apenas he hecho aún cuarenta quilómetros y hoy quiero llegar a Francia.

Una casa en Alpirsbag

Una gasthof en Alpirsbag

Escojo uno cualquiera entre los muchos y atractivos gasthof del pueblo. El camarero resulta ser húngaro; el hombre que bebe cerveza en la barra es canadiense, y la pareja junto a la ventana es de España; así que -como corresponde- nos burlamos juntos de las fronteras. Los españoles son de Tarrasa. Han volado primero a Munich y luego han alquilado un coche para recorrer la selva Negra durante una semana. Muy simpáticos, hablamos un rato en tanto no nos sirven. Mi schnitzel de carne de ciervo está para chuparse los dedos, y también la guarnición de kartofelsalad; todo regado con una estupenda cerveza de la destilería del pueblo.

Otro restaurante de Alpirsbag

Esta vez es un café. Alpirsbag

Al salir del restaurante me siento otro. El día comenzó mal pero ha mejorado mucho. Y el tiempo también: ya no llueve, aunque sigue nublado y fresco. Continúo la marcha. Al descender hacia el valle del Rhin, en sólo media hora sube la temperatura ocho o diez grados: un efecto Foehn de libro. Pero el mayor contraste no es de temperatura, sino el paisajístico: el valle es muy industrial y, por consiguiente, feo. Me detengo en él apenas lo indispensable para quitarme dos capas de ropa, y hago por dejarlo atrás cuanto antes.

En la frontera francoalemana

En la frontera francoalemana

En la frontera no hay un sólo letrero que indique que estoy en Francia; nada; ni siquiera la típica señal informativa con los límites de velocidad. Eso es libre circulación, puro espíritu Schengen, y lo demás son tonterías. Estoy en Alsacia, y me resulta muy curioso observar que las casas tienen aún el inconfundible estilo alemán, e incluso los nombres de lugares son alemanes. ¡Qué absurdamente se trazan a veces las fronteras políticas! Pero no veo la hora de salir de este valle. La circunvalación de Colmer me lleva un buen rato, y cuando al fin la dejo atrás y enfilo hacia Munster, la cosa cambia. Vuelvo a ganar altitud y el paisaje se hace mucho más vistoso: entro en una región vitivinícola, y pocas vistas hay más espectaculares que la de los campos de viñedos en otoño, con toda su policromía que la luz de la tarde hace aún más densa, más viva.

Alsacia, Alta Sajonia

Alsacia, Alto Rhin

Munster está al pie de las primeras colinas de los Vosgos. Es un pueblo precioso, pequeño y entrañable. ¡Y qué contrase con la falta de hospitalidad alemana! Aquí la gente es mucho más agradable y sonriente. Me quedo en La Cigogne, un pequeño hotel cuya recepcionista se deshace en amabilidades y se esfuerza lo posible en ofrecerme la habitación que mejor se adapte a mis necesidades. No me pide ni el carné de identidad, ni pago por adelantado, ni me hace preguntas de ningún tipo; ni siquiera de dónde soy. Tome usted la llave y disfrute de la tarde. Hasta me ofrece una cochera cercana para que deje la moto a buen recaudo, sin coste adicional. ¡Esto sí que es entender el turismo! No hay otro país como Francia para eso.

Munster, un paseo por el monte

Munster, un paseo por el monte

Aun así, tengo ya ganas de ir acabando este viaje. Cuatro meses hace que lo empecé, y me siento como un boomerang: que vuelve sin haber alcanzado destino alguno ni haber hecho otra cosa que trazar caminos en el aire.

La Alta Sajonia se prepara para el invierno

El Alto Rhin se prepara para el invierno

La ruta de hoy, de Bildechingen a Munster

La ruta de hoy, de Bildechingen a Munster

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4 respuestas a Caminos en el aire

  1. julio dijo:

    Pues sí, la Alsacia, y las fronteras. Por ella hubo dos guerras. :)

    • No me extraña. De hecho, después de escribir el post he leído algo sobre Alsacia, y que es aún el día en que los alsacianos, o alsacios, están intentando buscar “su lugar” cultural entre Francia y Alemania. Muy interesante.

  2. Phil dijo:

    Your very lucky to have that friend in Bamberg

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